Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
—Sí, Kafka al habla, ¿es usted señor Beck?
—Sí.
—¿Le llegó el telegrama?
—Sí, gracias.
—Está todo claro, ¿no?
—¿No hay duda de que es la mujer que buscamos?
—Hablas como un nativo —dijo Kollberg.
—No, señor, es Roseanna. La identifiqué en menos de una hora, gracias a su excelente descripción. Incluso lo he comprobado dos veces. Se la di a su amiga y a ese ex-novio suyo de Omaha. Ambos estaban seguros. De todas maneras le he enviado fotografías y algunas otras cosas suyas.
—¿Cuándo se marchó?
—A primeros de mayo. Su idea era pasar unos dos meses en Europa. Se trataba de su primer viaje al extranjero. Hasta donde yo sé, viajaba sola.
—¿Sabe algo de sus planes?
—No demasiado. De hecho, nadie aquí lo sabe. Sólo puedo darle una pista. Escribió una postal desde Noruega a su amiga, contándole que se iba a quedar una semana en Suecia y luego iría a Copenhague.
—¿Y no escribió nada más?
—Bueno, dijo algo de coger un barco sueco. Algún tipo de crucero por los lagos atravesando el país o algo así. Eso no está demasiado claro.
Martin Beck aguantó la respiración.
—¿Señor Beck? ¿Sigue ahí?
—Sí.
La conexión iba empeorando por momentos.
—Entiendo que fue asesinada —dijo Kafka a voces—, ¿tienen al tipo?
—Todavía no.
—No le oigo.
—Dentro de poco, espero, pero todavía no —repitió Beck.
—¿Que hice qué? No, no, no le he disparado...
—Sí, le oigo, disparó a ese bastardo —alzó la voz el hombre desde el otro lado del Atlántico—. Genial. Se lo comunicaré a los periódicos de aquí.
—No me está entendiendo —gritó Martin Beck.
Como un débil susurro entre el ruido, oyó las últimas palabras de Kafka:
—Sí, le entiendo perfectamente. No voy a olvidar su nombre. Hasta luego. Tendrá noticias mías. Bien hecho, Martin.
Martin Beck colgó. Se quedó de pie toda la conversación. Jadeaba y el sudor se había abierto camino en la frente.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kollberg—. ¿Crees que tienen tubos acústicos hasta Nebraska?
—No se oía bien al final. Creyó que yo había matado al asesino. Me aseguró que lo iba a comunicar a los periódicos.
—Estupendo. Mañana serás allí el héroe del día. Pasado mañana te harán ciudadano de honor y en Navidad te mandarán la llave de la ciudad. Dorada. Martin
el Pistolero
, el vengador de Bagarmossen. Los compañeros se troncharán de risa.
Martin Beck se sonó la nariz y luego se secó el sudor de la frente.
—Bueno, ¿qué más ha dicho tu sheriff? ¿O sólo hablaba de ti y de lo bueno que eres?
—El que más elogios se llevó fuiste tú por tu descripción. Excelente —dijo.
—¿Estaba seguro de la identidad?
—Sí, definitivamente, lo había comprobado con su amiga y con una especie de ex novio.
—¿Y qué más?
—Salió de viaje a principios de mayo. Para pasar dos meses en Europa. La primera vez que iba al extranjero. Viajaba sola. Mandó una postal a su amiga desde Noruega y le contó que se quedaría allí una semana para luego ir hasta Copenhague. Me ha dicho que ya me ha enviado fotografías y otras cosas de ella.
—¿Es todo?
Martin Beck se acercó a la ventana y miró al exterior. Se mordió la uña del pulgar.
—En la postal decía que iba a hacer un viaje en barco. Una especie de crucero por los lagos recorriendo Suecia.
Se dio la vuelta y observó fijamente a su colega. Kollberg ya no sonreía y aquel destello de picardía en sus ojos se había apagado. Después de un rato dijo muy despacio:
—Llegó en el barco del Canal. Nuestro amigo de Motala lleva razón.
—Eso parece —reconoció Martin Beck.
Capítulo 91.
Aquí se produce un malentendido entre
short
y
shot
que lleva a Kafka a entender que habían eliminado al asesino
(N de los T)
Martin Beck respiró profundamente cuando salió a la plaza desde la boca de metro de Slussen. Como siempre, el viaje en un vagón abarrotado le había mareado.
El aire estaba limpio y ligero y la brisa fresca del mar inundaba la ciudad. Cruzó la calle y compró un paquete de tabaco en el estanco bajo el elevador Katarinahissen. Se detuvo en la cuesta hacia Skeppsbron, encendió un cigarro y apoyó los codos en la barandilla. Un crucero de bandera inglesa se encontraba anclado en el muelle de Stadsgårdskajen. No podía leer su nombre a tanta distancia, pero le pareció que se trataba de
Devonia
. Una bandada de gaviotas se peleaba graznando por unos desperdicios que flotaban en el agua. Se quedó un rato observando el barco, luego continuó hacia el muelle.
Dos hombres con aspecto lúgubre estaban sentados sobre unos troncos. Uno de ellos intentaba meter restos de cigarrillo en una boquilla de madera, pero como le temblaban tanto las manos, no podía; su compañero, a quien le temblaban menos, le ayudaba. Martin Beck miró el reloj. Las nueve menos cinco. Seguro que no tenían ni un duro, pensó, si no a estas horas estarían pegados a la puerta de la tienda de licores esperando a que abrieran.
Pasó de largo el
Bore II
, amarrado en el muelle de carga, y siguió por la acera de enfrente del Hotel Reisen. Le llevó unos minutos romper la infinita caravana de coches y conseguir cruzar la calzada.
En la oficina de la compañía naviera del canal no disponían de la lista de pasajeros del
Diana
del día tres de julio, la tenían en Gotemburgo, pero se la enviarían lo antes posible. Sin embargo, la lista de la tripulación y la relación de empleados podían proporcionárselas enseguida. Al salir cogió un par de folletos, que fue leyendo camino de Kristineberg.
Melander ya estaba sentado en el sillón de visitas.
—¿Qué tal? —saludó Martin Beck.
—Buenos días —contestó Melander.
—Esa pipa apesta, pero no te preocupes, tú quédate aquí contaminando el ambiente. Yo invito. ¿O querías algo?
—Fumar en pipa retrasa el cáncer. Por cierto, tengo entendido que los Florida son los cigarrillos más peligrosos que existen. Al menos eso es lo que dicen por ahí. Por lo demás, estoy a tus órdenes.
—Comprueba la American Express, correos, cheques, teléfonos, contactos, bueno, ya me entiendes, ¿no?
—Sí, creo que sí. ¿Cómo se llamaba la señorita?
Martin Beck apunto el nombre en un papel, ROSEANNA MCGRAW, y lo arrastró sobre la mesa hacia Melander.
—Fíjate, qué curioso que se apellide
Grav
2
, ¿no? ¿Cómo se pronuncia? ¿Gro?
Cuando salió, Martin Beck abrió la ventana. Entro un aire frío, el viento tiraba de las copas de los árboles y revolvía las hojas del suelo. Al cabo de un rato cerró la puerta, colgó la americana en el respaldo de la silla y se sentó.
Cogió el teléfono y marcó el número de la sección de Extranjería. Si ella se había registrado en algún hotel, tenía que estar fichada. La verdad es que debía figurar allí de todas maneras. Esperó bastante tiempo hasta que alguien contestó a su llamada y luego otros diez minutos hasta que la chica volviera. Trajo la ficha. Roseanna McGraw se alojó en el Hotel Gillet del treinta de junio al dos de julio.
—Envíenos una fotocopia —pidió Martin Beck.
Pulsó unos botones del teléfono y quedó a la espera con el auricular en la mano hasta que oyó el clic que indicaba que la comunicación se había cortado. Luego pidió un taxi y se puso la americana. Se guardó en el bolsillo la foto retocada de Roseanna McGraw y abandonó el despacho. Diez minutos más tarde se bajó del taxi en la plaza de Brunkeberg, pagó y atravesó las puertas de cristal del hotel.
Delante del mostrador del recepcionista había un grupo de seis hombres. Llevaban una placa con su nombre en la solapa y hablaban todos a la vez. El recepcionista no parecía muy contento y hacía continuos gestos de lamento con los brazos. La discusión se alargaba y Martin Beck se sentó en uno de los sillones del vestíbulo.
Aguardó hasta que el hombre consiguió convencer de lo que fuera a los participantes del congreso y dejo que desaparecieran por el ascensor antes de acercarse a la recepción.
El recepcionista hojeó estoicamente el registro hasta que encontró el nombre al final de una de las páginas. Dio la vuelta al libro para que Martin Beck pudiera leerlo. Ella había escrito con letras mayúsculas elegantes y regulares. Lugar de nacimiento: DENVER, COL, US. Lugar de residencia: LINCOLN, NEBR, US. Último lugar de estancia: NEBR, US.
Martin Beck comprobó todos los huéspedes que se habían registrado en torno al día treinta. Encima de Roseanna McGraw figuraban los nombres de al menos ocho estadounidenses. Excepto los dos primeros, todos indicaron algún lugar de Estados Unidos como último lugar de estancia. La primera de la lista se llamaba Phyllis, el resto del nombre resultaba ilegible. Había escrito Nordkap, Sweden, como lugar más reciente de estancia. El de debajo, Nordkap, Norga, en la misma columna.
—¿Fue un viaje organizado? —quiso saber Martin Beck.
—Déjeme ver —dijo el recepcionista inclinando la cabeza a un lado—. La verdad es que no me acuerdo, pero es muy probable. Solemos tener grupos de estadounidenses de vez en cuando. Vienen con el tren-dólar desde Narvik.
Martin Beck le enseñó la foto, pero el hombre negó con la cabeza.
—Lo siento, es que pasan tantos huéspedes por aquí...
Nadie la reconoció, pero aun así la visita mereció la pena. Ahora sabía dónde se había alojado, encontró su nombre en el registro e incluso pudo ver su habitación. El dos de julio abandonó el hotel.
«¿Y luego? ¿Adónde iría?», se preguntó a sí mismo en silencio.
Las sienes le palpitaban y ardían, y le dolía la garganta. Seguramente tenía algunas décimas de fiebre.
Quizá cogió un barco en el canal y subió a bordo un día antes de dejar Estocolmo. En el folleto de la compañía naviera había leído que se podía pasar en el barco la noche anterior a la partida. Cada vez estaba más convencido de que había viajado en el
Diana
, aunque de momento no había ningún indicio claro.
«Dónde se encontrará Melander», pensó, y justamente cuando se estiraba hacia el teléfono para marcar su número, se oyó un golpeteo nítido en la puerta.
Melander se quedó en el umbral.
—No —dijo—, en American Express no saben nada de ella. Ahora me voy a comer, si no te importa.
No tenía nada que objetar, así que Melander desapareció.
Llamó a Motala, pero Ahlberg no estaba.
Su dolor de cabeza empeoraba. Después de un rato buscando aspirinas, subió al despacho de Kollberg para pedirle unas cuantas. En la puerta le dio un aparatoso ataque de tos que le impidió hablar hasta pasado un buen rato.
Kollberg inclinó la cabeza y le miró con gesto preocupado.
—Suena peor que dieciocho damas de las camelias. Ven aquí y deja que tu doctor te eche un vistazo.
Observó a Martin Beck a través de la lupa.
—Si no obedeces a tu médico, vas a acabar mal. Vete a casa, métete en la cama y tómate un par de vasos gigantes de ponche. Mejor tres. Ponche de ron, es lo único que ayuda. Luego a la camita y te despertarás sano como una rosa.
—¿Y eso qué es? Además, no me gusta el ron —se quejó Martin Beck.
—Pues háztelo con coñac. No te preocupes por Kafka. Si llama yo me ocupo de él. Mi inglés es excelente.
—No creo que llame. ¿Tienes aspirinas?
—No, pero te puedo dar una chocolatina.
Martin Beck volvió a su despacho. El aire estaba espeso y viciado, pero no ventiló para evitar que entrase frío.
Media hora después volvió a llamar a Ahlberg, seguía sin aparecer. Buscó la lista de la tripulación del
Diana
. Incluía dieciocho nombres y direcciones de distintos lugares del país. Seis de ellos eran de Estocolmo y dos de los nombres no tenían dirección. Otros dos vivían en Motala.
Cuando dieron las tres y media, decidió seguir el consejo de Kollberg. Recogió la mesa, y se puso el sombrero y el abrigo.
De camino a casa, compró aspirinas en la farmacia.
Encontró un poco de coñac en la despensa, lo echó en una taza de caldo y se la llevó al dormitorio. Cuando su mujer le llevó un poco más tarde la estufa, ya estaba dormido.
Se despertó temprano al día siguiente, pero se quedó en la cama hasta las ocho menos cuarto. Luego se levantó y se vistió. Se sentía bastante mejor y el dolor de cabeza había desaparecido.
A las nueve en punto entraba en su despacho. Sobre la mesa vio un sobre con la pegatina roja de urgente. Lo abrió con el dedo índice sin quitarse el abrigo.
El sobre contenía la lista de pasajeros.
Enseguida se fijó en su nombre.
McGraw, R., señorita, EE UU, camarote individual A7.
Capítulo 102.
Juego de palabras:
grav
es «tumba» en sueco y Melander pronuncia el apellido McGraw como la palabra
grå
, que significa «gris»
(N de los T)
—Yo sabía que llevaba razón —dijo Ahlberg—. Lo intuía. ¿Cuántos pasajeros iban a bordo?
—Sesenta y ocho según la lista —contestó Martin Beck, remarcando con el bolígrafo el número sobre el papel.
—¿Tenemos sus direcciones?
—No, sólo las nacionalidades. Va a ser un trabajo de chinos localizar a toda esta gente. Bueno, podemos eliminar a algunos, como niños y mujeres mayores, por ejemplo. Además, hay que localizar a los empleados y a la tripulación. Son dieciocho personas más, dispongo de sus direcciones.
—Dijiste que Kafka pensaba que viajaba sola. ¿Tú qué crees?
—Pues no es muy probable que la acompañara nadie. Estaba sola en su camarote que, según el plano de cubierta, se encontraba en el extremo de la popa, en la cubierta mediana.
—Debo reconocer que eso no me dice mucho —reconoció Ahlberg—. Aunque todos los veranos veo pasar esos barcos varias veces a la semana, la verdad es que no sé muy bien cómo son por dentro. Nunca he subido a ninguno. Los tres me parecen iguales.
—No son del todo idénticos, por supuesto. Creo que debemos echar un vistazo al
Diana
. Voy a averiguar dónde se encuentra —dijo Martin Beck.
Le contó su visita al Hotel Gillet y le dio las direcciones del segundo de a bordo y del jefe de máquinas —ambos vivían en Motala— y prometió volver a llamar en cuanto supiera dónde se hallaba amarrado el
Diana
.