Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—A Motala.
—¿Vas a quedarte muchos días?
—No sé.
—¿Es por esa chica?
—Sí.
—¿Crees que te llevará mucho tiempo?
—No sé gran cosa, sólo lo que ha salido en los periódicos.
—¿Por que tienes que coger el tren?
—Los demás se fueron ayer. Al principio yo no iba a ir.
—Te estarán tomando el pelo, como siempre.
Respiró hondo y miro fijamente al exterior. Pareció que escampaba.
—¿Dónde te alojarás?
—En el Stadshotellet.
—¿A quien llevarás contigo?
—A Kollberg y a Melander. Se marcharon ayer, como te dije.
—¿En coche?
—Sí.
—¿Y tú tienes que ir hasta allí traqueteando?
—Sí.
A su espalda, la oyó fregar la taza con la muesca en el borde y las rosas azules.
—Tengo que pagar la factura de la luz y las clases de equitación de la pequeña esta semana.
—¿No tienes suficiente?
—Es que no quiero ir al banco, ya sabes.
—Claro.
Sacó la cartera del bolsillo interior de la americana y echó un vistazo dentro.
Extrajo un billete de cincuenta coronas, lo observó, lo volvió a meter y se guardó la cartera en el bolsillo.
—Odio sacar dinero —insistió ella—. Es el comienzo del fin cuando uno empieza.
Sacó el billete de nuevo, lo dobló, se dio la vuelta y lo dejó encima de la mesa de la cocina.
—Te he hecho la maleta —dijo ella.
—Gracias.
—Cuídate la garganta. El tiempo es traicionero en esta época del año, sobre todo por las noches. Y llueve.
—Sí.
—¿Vas a llevarte esa horrible pistola?
«Sí, no... Pito, pito, colorito...», pensó Martin Beck.
—¿De qué te ríes? —preguntó ella.
—De nada.
Entró en el salón, abrió el cajón de la cómoda con la llave y sacó el arma. La introdujo en uno de los bolsillos de la maleta y lo cerró.
Era una Walter de 7,65 milímetros, fabricada con licencia en Suecia. No servía para casi nada, y además él no tenía buena puntería.
Salió al recibidor y se puso la gabardina. Cuando estaba con su sombrero negro en la mano, echaron el periódico por la ranura de la puerta que cayó a sus pies.
—¿No te vas a despedir de Rolf y de la pequeña?
—Es ridículo llamar «pequeña» a una niña de doce años.
—Me parece muy mono.
—Me da pena despertarlos. Además, ya saben que me voy.
Se puso el sombrero.
—Hasta luego. Te llamaré.
—Hasta luego, ten cuidado.
Estaba en el andén esperando el tren de cercanías mientras pensaba que no le importaba viajar a pesar de haber dejado a medias el buque Danmark.
Martin Beck no era jefe de la Brigada Nacional de Homicidios y no aspiraba a serlo. A veces incluso dudaba si llegaría a comisario algún día, aunque lo único que realmente lo podría impedir sería la muerte o alguna falta grave derivada de su puesto. Tenía el cargo de subinspector primero de la Policía Criminal de la policía estatal y llevaba ya ocho años en la brigada. Había gente que le consideraba el mejor interrogador del país.
Había pasado media vida en la policía. A los veintiún años empezó a trabajar en la comisaría del distrito de Jakob, y después de seis años patrullando como agente en distintos distritos del centro de Estocolmo hizo el curso de subinspector en la Academia de Policía. Quedó entre los mejores de su promoción y al acabar el curso fue promocionado a subinspector de la Policía Criminal. Tenía veintiocho años.
Su padre murió aquel año y volvió a su barrio, Soder, a la casa de su madre, para cuidar de ella. Abandonó la habitación que tenía alquilada en Klara. El verano de ese mismo año conoció a su mujer. Había alquilado una casa de campo junto con una amiga en una isla del archipiélago, adonde él llegó con su barco de vela. Se enamoró profundamente y en otoño, cuando ya estaban esperando un niño, se casaron en el Ayuntamiento; él se fue a vivir al pequeño apartamento de ella en Kungsholmen.
Un año después del nacimiento de su hija ya no quedaba gran cosa de aquella chica alegre y vital de la que se había enamorado y el matrimonio se vio abocado a la rutina.
Martin, sentado en un banco verde de escay del vagón de metro, miraba al exterior a través de una ventana salpicada de gotas de lluvia. Pensaba perezosamente en su matrimonio, pero cuando se dio cuenta de que estaba autocompadeciéndose, sacó el periódico del bolsillo de la gabardina e intentó concentrarse en la página del editorial.
Tenía cara de cansado y su bronceada piel parecía amarillenta con la luz gris del día. Rostro fino, frente ancha y mandíbula bastante pronunciada. Su boca, bajo una nariz recta y corta, era delgada y larga con dos profundos surcos en las comisuras de los labios; al sonreír se le veían los dientes, blancos y sanos. De cabello oscuro y peinado hacia atrás, tenía el nacimiento del pelo recto y aún sin canas; la mirada de sus ojos gris azulado era clara y tranquila. Estaba delgado, no era especialmente alto y andaba un poco encorvado. Había mujeres que le encontraban atractivo, pero la mayoría lo consideraba normal y corriente. Nunca vestía de forma llamativa, sino más bien demasiado discreta.
El vagón estaba cargado y hacía bochorno, sintió un ligero malestar, como le ocurría a menudo en el metro. Al entrar en la Estación Central, ya esperaba junto a las puertas con la maleta en la mano. Odiaba ir en metro, pero los coches le gustaban aún menos y el piso céntrico soñado seguía siendo una quimera, así que se veía condenado a este medio de transporte.
El tren expreso a Gotemburgo salía a las siete y media de la Estación Central. Martin Beck hojeó el periódico, pero no halló ni una sola línea sobre el asesinato. Volvió a la página de cultura y se puso a leer un artículo sobre el antropósofo Rudolf Steiner, pero en Stuvsta se durmió.
Se despertó justo a tiempo para hacer transbordo en Hallsberg. Le volvió ese sabor a plomo a pesar de los tres vasos de agua que bebió.
Llegó a Motala a las diez y media, entonces ya no llovía. Como era la primera vez, preguntó en el quiosco de la estación por el camino al hotel, y aprovechó para comprar un paquete de Florida y el periódico local.
El hotel estaba en la plaza mayor, a unas pocas manzanas de la estación, y el corto paseo le espabiló. Una vez en la habitación, se lavó las manos, deshizo la maleta y se bebió una botella de agua mineral Medevi que había comprado al recepcionista. Permaneció un rato junto a la ventana mirando a la plaza, con una estatua que suponía que era Balizar von Platen. Luego abandonó la habitación para dirigirse a la comisaría. Como sabía que estaba justo enfrente, no se llevó la gabardina.
Se presentó al policía de guardia en la recepción y le llevaron enseguida a un despacho de la primera planta. Ponía «Ahlberg» en la placa de la puerta.
El hombre sentado tras la mesa era ancho, achaparrado y ligeramente calvo. Tenía colgada la americana en el respaldo de la silla y bebía café en un vaso de papel. Un cigarrillo se consumía en el borde del cenicero, donde se amontonaban bastantes colillas.
Martin Beck tenía la habilidad de atravesar las puertas sin ser visto, costumbre que molestaba a algunos. Alguien dijo que dominaba el arte de entrar en una habitación después de cerrar la puerta tras de sí, a la vez que llamaba a esa misma puerta desde fuera.
Al hombre de la mesa le cogió desprevenido. Posó el vaso y se levantó.
—Me llamo Ahlberg —dijo.
Había algo en su actitud que le hacía estar a la expectativa. Martin Beck lo había notado antes y sabía a qué se debía. Él era el experto de Estocolmo y el hombre tras la mesa un policía de provincias que se había quedado estancado en una investigación. Los próximos dos minutos iban a ser decisivos para su colaboración.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Martin Beck.
—Gunnar.
—¿Qué hacen Kollberg y Melander?
—Ni idea. Algo que se me habrá olvidado a mí, supongo.
—¿Llegaron con aire de «esto-lo-arreglamos-en-un-plis-plas»?
El otro se rascó su pelo ralo. Luego dibujó una sonrisa torcida en la cara y se sentó en la silla giratoria.
—Más o menos —dijo.
Martin Beck se sentó frente a él, sacó el paquete de Florida y lo dejó en la mesa.
—Pareces cansado —observó.
—Mis vacaciones se han ido a la mierda.
Ahlberg vació el vaso de café, lo apretujó y lo tiró debajo de la mesa en dirección a la papelera.
El desorden del escritorio resultaba llamativo. Martin Beck recordó el suyo en Kristineberg, con un aspecto bien distinto.
—Bueno —dijo—, ¿cómo van las cosas?
—No van —se lamentó Ahlberg—. Después de más de una semana sólo sabemos lo que nos han contado los forenses.
Por costumbre, pasó a la típica jerga.
—Extinta por estrangulamiento con dosis de una brutal violencia de naturaleza sexual. Su autor, un salvaje. Indicios de inclinaciones perversas.
Martin Beck sonrió. El otro le miró inquisitivamente.
—Has dicho extinta. Yo también empleo esos términos de vez en cuando.
—Redactamos demasiados informes...
—Joder con los condenados informes.
Ahlberg suspiró y se rascó la cabeza.
—La sacamos hace ocho días —recordó—. Desde entonces no hemos descubierto nada. No sabemos quién es, no tenemos ni lugar del crimen ni sospechoso. No hemos encontrado ni una sola pista que pudiera tener alguna relación razonable con ella.
«Extinta por estrangulamiento», pensaba Martin Beck.
Estaba repasando un montón de fotografías que Ahlberg había recuperado entre el desorden de su mesa. Las fotos mostraban la presa de la esclusa, la draga, el cucharón en primer plano, el cadáver sobre la lona y sobre la camilla de la morgue.
Martin Beck le enseñó a Ahlberg la foto que tenía en la mano y dijo:
—Podemos hacer siluetear y retocar esta foto en la que se la ve más limpia. Luego ponemos en marcha un dispositivo de visitas puerta por puerta. Si es de por aquí, alguien tendrá que reconocerla. ¿Cuántos hombres podrías destinar?
—Tres como mucho —contestó Ahlberg—. Ahora mismo nos falta gente. Tres de los chicos tienen vacaciones y uno está en el hospital con la pierna rota. Aparte del fiscal, Larsson y yo mismo, sólo hay ocho hombres en comisaría.
Contaba con los dedos.
—Bueno, de los cuales una es mujer. Y alguien debe de ocuparse del resto de las tareas.
—De acuerdo, en el peor de los casos, podemos ponernos nosotros mismos. Llevará tiempo. ¿Y cómo estáis de delincuentes sexuales?
Ahlberg golpeaba pensativo el bolígrafo contra los dientes. De repente rebuscó en el cajón del escritorio y sacó un papel.
—Hemos tomado declaración a uno. Un tipo de Vastra Ny. Violador. Lo arrestaron en Linköping anteayer, pero tenía coartada para toda la semana, según este informe de Blomgren. Él se ha encargado de buscar en las cárceles.
Metió el papel en una carpeta verde que descansaba sobre la mesa.
Permanecieron un rato en silencio. A Martin Beck le hacía ruido el estómago y pensó en su esposa y en cómo le daba la lata con lo de las comidas regulares. Llevaba veinticuatro horas sin probar bocado.
El ambiente estaba cargado de humo. Ahlberg se levantó y abrió la ventana. Desde una radio cercana se oyeron las señales horarias.
—Es la una —dijo—. Si tienes hambre puedo pedir algo. Yo tengo un hambre de mil demonios...
Martín Beck asintió con la cabeza y Ahlberg descolgó el teléfono. Al cabo de un rato llamaron a la puerta y una chica con una bata azul y delantal rojo entro con una cesta.
Cuando Martin Beck se termino el bocadillo de jamón y el café, que se bebió sorbo a sorbo, dijo:
—¿Cómo crees que pudo acabar allí?
—No lo sé. Durante el día siempre hay gente en las esclusas, así que es poco probable que ocurriera entonces. Es posible que la arrojaran al agua desde el muelle o el rompeolas, y que la fuerza de atracción de los barcos la hubiera arrastrado fuera. O que la hubieran lanzado desde algún barco.
—¿Qué tipo de embarcaciones pasan por las esclusas? ¿Pequeños barcos y veleros de recreo?
—Algunos, pero tampoco tantos. En general, se trata de tráfico de mercancías. Barcos de carga. Y luego los barcos del canal, claro. El
Diana
, el
Juno
y el
Wilhelm Tham
.
—¿Podemos bajar hasta allí para verlo? —propuso Martin Beck.
Ahlberg se levantó, cogió la foto que Martin Beck había elegido y dijo:
—Venga, vámonos ahora mismo. De camino dejaré esta foto en el laboratorio.
Habían dado casi las tres cuando volvieron de Borenshult. El tráfico de las esclusas era intenso y a Martín Beck le habría gustado quedarse entre los veraneantes y los pescadores deportivos del muelle para ver los barcos.
Habló con la tripulación de la draga, salió al rompeolas y vio la presa de la esclusa. A lo lejos, en el lago Boren, divisó un velero navegando con la animada brisa y empezó a sentir nostalgia del suyo, que había vendido hacía unos años. En el camino de vuelta a la ciudad hizo memoria y recordó sus travesías veraniegas por el archipiélago.
Sobre la mesa de Ahlberg encontraron ocho copias recién salidas del laboratorio fotográfico. Uno de los agentes, que también era fotógrafo, había retocado la foto y el rostro de la chica casi parecía el de alguien vivo.
Ahlberg las reviso, guardó cuatro copias en la carpeta verde y dijo:
—Muy bien, las distribuiré entre los chicos para que se pongan en marcha enseguida.
Cuando volvió unos minutos más tarde, Martin Beck estaba junto al escritorio frotándose el entrecejo.
—Pensaba hacer unas llamadas —dijo.
—Puedes meterte en el despacho del final del pasillo.
La habitación era más grande que la de Ahlberg y tenía ventanas en dos de las paredes. Estaba amueblada con dos mesas, cinco sillas, armarios archivadores y una mesa para la máquina de escribir, una vieja y destartalada Remington.
Martin Beck se sentó, dejó el paquete de tabaco y las cerillas sobre la mesa, abrió la carpeta verde y empezó a repasar los informes. No le aportaron mucho más de lo que ya le había contado Ahlberg.
Hora y media más tarde, se le acabó el tabaco. Había mantenido un par de conversaciones telefónicas infructuosas y había conocido al fiscal y al comisario Larsson, los dos parecían cansados y nerviosos. Justo cuando aplastaba la cajetilla de tabaco vacía le llamó Kollberg.