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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (2 page)

BOOK: Retorno a Brideshead
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Así pues, aquella mañana del traslado, sentía una completa indiferencia por cuál pudiera ser nuestro destino. Seguiría haciendo mi trabajo, pero sin más entusiasmo que el de la mera resignación. Nuestras órdenes eran subir a un tren a las 09.15, en una vía muerta cercana, con lo que quedaba de la ración del día en la mochila; era lo único que yo tenía que saber. El segundo oficial de la compañía había salido ya con un pequeño grupo de avanzada. Las provisiones de la compañía estaban en el tren desde el día anterior. Hooper había recibido órdenes de inspeccionar las líneas férreas. A las 07.30 la compañía estaba formada con los petates amontonados delante de los barracones. Se habían producido muchas maniobras parecidas desde aquella mañana tan emocionante de 1940, cuando creímos equivocadamente que se nos destinaba a la defensa de Calais. Desde entonces, nos habíamos trasladado tres o cuatro veces al año. Esta vez, nuestro nuevo comandante había llevado a cabo un desacostumbrado despliegue de «seguridad», y hasta se había preocupado de hacer quitar todos los distintivos de uniformes y vehículos. Lo llamaba «entrenamiento valioso, realizado en condiciones de servicio activo».

—Y si encuentro algunas de esas vivanderas en el lugar a donde nos dirigimos —dijo—, sabré que ha habido una filtración.

El humo de las cocinas se desvanecía en la neblina y el campamento se revelaba como un laberinto de atajos sin ninguna planificación, superpuesto sobre las obras iniciales de un proyecto de viviendas, como si mucho tiempo después las hubiera desenterrado un equipo de arqueólogos.

Los yacimientos Pollock nos proporcionan una conexión de incalculable valor entre las comunidades de ciudadanos-esclavos del siglo XX y la anarquía tribal que habría de sucederlas. Podemos observar aquí a un pueblo de cultura avanzada, capaz de realizar un complejo sistema de drenaje y de construir carreteras permanentes, conquistado por una raza inferior.

De esta forma, pensé, podrían escribir los eruditos del futuro; y aparté la vista para saludar al sargento mayor de la compañía:

—¿Está por ahí el señor Hooper?

—No lo he visto en toda la mañana, señor.

Nos dirigimos a las desmanteladas oficinas de la compañía, donde descubrí que se había roto una ventana después de estar cerrado el libro de registro de daños.

—El viento de esta noche, señor —dijo el sargento mayor.

(Se atribuían todos los destrozos a eso, o bien a «ejercicios de zapadores, señor».)

Apareció Hooper; era un joven cetrino con el cabello peinado hacia atrás, sin raya, y con un claro acento de las Midlands; llevaba dos meses en la compañía.

Hooper no caía bien a los soldados porque no dominaba su trabajo y a veces les trataba individualmente de «George» durante los descansos en la instrucción, pero yo experimentaba por él un sentimiento casi de afecto, sobre todo después de un incidente ocurrido la primera noche que compareció en la sala de oficiales.

Por entonces, hacía menos de una semana que el nuevo coronel estaba con nosotros y aún no lo conocíamos bien. Había aguantado a pie firme varias rondas de ginebra en la cantina y, cuando se fijó en Hooper por primera vez, estaba un poco alborotado.

—Aquel joven oficial es de los suyos ¿verdad, Ryder? —me preguntó—. Necesita un buen corte de pelo.

—Es verdad, señor —le dije. Era verdad—. Me ocuparé del asunto.

El coronel bebió otro trago de ginebra y, mirando fijamente a Hooper, comentó en voz alta:

—¡Dios mío; vaya oficiales nos mandan ahora!

El coronel estaba obsesionado con Hooper aquella noche. Después de cenar, dijo de repente y en voz muy alta:

—En mi antiguo regimiento, si un oficial joven se hubiera presentado así, los demás alféreces le hubieran cortado el pelo por las buenas o por las malas.

Nadie mostró el más mínimo entusiasmo por ese deporte y nuestra indiferencia pareció enfurecer al coronel.

—Usted —dijo, dirigiéndose a un buen muchacho de la Compañía A—, vaya a buscar unas tijeras y córtele el pelo a ese joven oficial.

—¿Es una orden, señor?

—Es el deseo de su comandante y, que yo sepa, no hay mejor orden que ésa.

—Muy bien, señor.

Y así, en un ambiente tenso de vergüenza ajena, Hooper se sentó en una silla mientras le practicaban unos tímidos cortes en los mechones de la nuca. Al empezar la operación me marché de la sala, y más tarde pedí disculpas a Hooper por aquella recepción.

—No suelen ocurrir estas cosas en el regimiento —aclaré.

—Bah, no te preocupes —dijo Hooper—, sé aguantar las bromas.

Hooper no se hacía ilusiones con respecto al ejército o, mejor dicho, no se hacía la menor ilusión de que la milicia se destacara de la niebla gris a través de la cual contemplaba el universo entero. Había llegado al ejército sin entusiasmo, a la fuerza, después de hacer lo poco que estaba en sus manos para conseguir una prórroga. Lo aceptaba, decía, «como el sarampión». No era ningún romántico. De chico, jamás montó el caballo de Ruperto
[1]
ni se sentó entre las fogatas a orillas del Xanthos
[2]
; a la edad en que a mí lo único que me hacía llorar era la poesía —ese período estoico que nuestras escuelas insertan entre la lágrima fácil del niño y el hombre— Hooper había llorado a menudo, pero nunca por el discurso del rey Enrique V en la función del día de San Crispín, ni por el epitafio de las Termópilas. En la historia que le habían enseñado, no se mencionaban demasiadas batallas pero, en cambio, abundaban los detalles sobre la legislación humana y las recientes transformaciones industriales. Gallípoli, Balaclava, Quebec, Lepanto, Bannockburn, Roncesvalles y Maratón; nada significaban estas batallas para Hooper, ni la del Oeste en la que cayó Arturo ni tampoco cientos de nombres cuyas resonancias de clarín —en el estado de apatía y desconcierto en el que yo estaba—, me llamaban irresistiblemente a través de los años con toda la claridad y fuerza de la juventud.

Rara vez se quejaba. Aunque fuera hombre al que no se le podía confiar la tarea más sencilla, tenía un respeto absoluto por la eficacia, y, refiriéndose a su modesta experiencia comercial, criticaba a menudo el sistema de pagos y abastecimientos del ejército y el uso del concepto «trabajo de un hombre por hora»:

—Así no llegarían muy lejos en los negocios.

Hooper siempre dormía como un tronco mientras que mis nervios me impedían descansar.

En las semanas que estuvimos juntos, se convirtió a mis ojos en un símbolo de la «Joven Inglaterra» y, cada vez que leía un discurso público en el que se proclamaba el Futuro que exigía la juventud, y lo que el mundo debía a la juventud, comprobaba la validez de esas generalizaciones procediendo a la sustitución de «Juventud» por «Hooper». Y así, durante la hora sombría que precedía al toque de diana, a veces rumiaba: «Concentraciones Hooper», «Albergues Hooper», «Organización de cooperación Hooper» y «la Religión de Hooper». Hooper significaba la prueba de ácido de todas estas aleaciones.

Si en algo Hooper había cambiado, era en ser aun menos marcial que cuando salió del curso de formación de oficiales. Aquella mañana, cargado con el equipo completo, no parecía humano. Se cuadró con una especie de paso de baile y se llevó a la frente una mano enguantada de lana.

—Sargento mayor, quiero hablar con el señor Hooper… ¿Dónde diablos te habías metido? Te dije que inspeccionaras las vías.

—¿Llego tarde? Lo siento. Estaba haciendo el equipaje.

—Para eso tienes un asistente.

—Bueno, sí, supongo que rigurosamente así es. Pero ya sabes lo que pasa. Él tenía cosas que hacer. Si te pones a malas con estos chicos, se las arreglan para hacerte la pascua.

—Bueno, vete ahora mismo a inspeccionar las vías.

—A la carrera.

—Y por el amor de Dios no digas «a la carrera».

—Lo siento. De verdad que intento acordarme. Pero se me escapa.

Al marcharse Hooper, volvió el sargento mayor.

—El comandante viene ya por el camino, señor —me dijo. Salí a su encuentro.

Gotas de sudor perlaban los pelos erizados de su bigotito rojo. —¿Todo en orden por aquí?

—Creo que sí, señor.


¿Cree?
Su deber es saberlo.

Sus ojos repararon en la ventana rota.

—¿Lo han apuntado en el registro de daños?

—Aún no, señor.


¿Aún no?
Me pregunto qué hubiera ocurrido si yo no lo hubiera visto.

Se sentía incómodo conmigo, y su bravata tenía mucho de timidez, pero no por ello me caía mejor.

Me llevó por detrás de los barracones a una alambrada que separaba mi zona de la del pelotón de transporte, la saltó ágilmente y se dirigió a una zanja cubierta de maleza que había servido originalmente como límite de los terrenos de la granja. Empezó a escarbar con su bastón como un cerdo en busca de trufas y, de repente, lanzó un grito triunfal. Había descubierto uno de aquellos depósitos de basura, tan arraigados en el concepto de orden del soldado raso: un palo de escoba, una tapa de estufa, un cubo completamente oxidado, un calcetín y una barra de pan asomaban por debajo de los arbustos y ortigas, entre paquetes de cigarrillos y latas vacías.

—¡Fíjese en esto! —dijo el comandante—. ¡Vaya impresión vamos a causar al regimiento que nos reemplace!

—Esto no está nada bien —admití.

—Es una vergüenza. Encárguese de quemarlo todo antes de abandonar el campamento.

—Muy bien, señor. Sargento mayor, vaya al pelotón de comunicaciones y dígale al capitán Brown que el comandante quiere ver limpia esta zanja.

Me pregunté si el coronel aceptaría aquel desaire; él también se lo preguntaba. Permaneció un momento indeciso, hurgando con el bastón en la basura de la zanja. Luego dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.

—No debió hacer eso, señor —comentó el sargento mayor, que había sido mi guía y sostén desde que llegué a la compañía—. Se lo digo en serio.

—No era nuestra basura.

—Quizá no, señor. Pero ya sabe lo que pasa. Si uno se pone a mal con los superiores se las arreglan para fastidiarle en otras cosas.

Cuando pasamos por delante del manicomio, dos o tres de los locos más viejos farfullaron algunas palabras y esbozaron amables muecas a través de las rejas.

—Hasta luego, amigos, ya nos veremos; no tardaremos en volver; mantened esos ánimos… —les gritaban los hombres.

Yo marchaba con Hooper a la cabeza del pelotón de vanguardia.

—Oye ¿tienes alguna idea de adónde vamos?

—En absoluto.

—¿Crees que esta vez va en serio?

—No.

—¿Alguien se ha puesto nervioso?

—Sí.

—Todos dicen que esta vez va en serio. La verdad es que no sé qué pensar. Parece tonto, ¿verdad?, tanta instrucción y tanto entrenamiento si no vamos a entrar en acción…

—Yo no me preocuparía. Cuando toque habrá suficiente para todos.

—Bueno, tampoco quiero
demasiada acción
. Sólo para decir que he participado.

En el andén nos estaba esperando un tren de anticuados vagones, al mando de un oficial de transporte. Un grupo de soldados con uniforme de faena estaba trasladando los últimos petates desde los camiones al furgón de equipajes. Media hora más tarde estábamos listos para partir. Partimos al cabo de una hora.

Mis tres jefes de pelotón y yo teníamos un compartimiento para nosotros solos. Ellos comían bocadillos y chocolate, fumaban y dormían. Ninguno se había llevado un libro. Durante las primeras tres o cuatro horas se fijaban en los nombres de los pueblos por los que pasábamos y se asomaban por las ventanillas cuando, como ocurría a menudo, parábamos entre dos estaciones. Luego perdieron interés. Al mediodía y al anochecer nos sirvieron unos tazones de cacao tibio. El tren avanzaba lentamente hacia el sur a través de un paisaje llano y monótono.

La «Reunión de órdenes de campaña» convocada por el coronel fue el acontecimiento más relevante del día. Nos reunimos en el compartimiento del coronel a petición de un ordenanza y los encontramos a él y a su ayudante con el casco de acero puesto y cargados con todo el equipo. Lo primero que dijo fue:

—Esto es una «Reunión de órdenes de campaña» y deberían asistir con la indumentaria apropiada. El hecho de encontrarnos a bordo de un tren no debe influir para nada.

Creí que nos iba a mandar de nuevo al compartimiento, pero, tras dirigirnos una mirada feroz, dijo:

—Siéntense. El campamento quedó en un estado lamentable. Por todas partes encontré muestras claras de que los oficiales no cumplen con su deber. El estado en que se deja un campamento es la mejor prueba de la eficacia de los oficiales de un regimiento. El buen nombre de un batallón y de sus mandos se basa en cosas como ésa. Y —¿lo dijo de verdad o me estoy inventando las palabras para expresar la indignación que traducían su voz y su mirada?— no tengo la menor intención de ver comprometida mi reputación por la incuria de unos cuantos oficiales temporarios.

Nos sentamos, con un lápiz y una libreta a punto para anotar los detalles de nuestras próximas tareas. Un hombre más sensible hubiera advertido que no había logrado impresionarnos lo más mínimo; quizá sí lo había advertido porque, en el tono petulante de un maestro de escuela, añadió:

—Lo único que pido de ustedes es su leal cooperación. —Luego miró sus notas y leyó—: Ordenes de campaña. Información: el batallón se encuentra en tránsito entre el Emplazamiento A y el Emplazamiento B. Es un movimiento de tropas significativo y puede ser objeto de bombardeo o ataque de gas por parte del enemigo. Intención: mi intención es llegar al Emplazamiento B. Método: el tren llegará a destino a las 23.15 aproximadamente…

Y así prosiguió su exposición.

El golpe vino al final, en el apartado «Administración». La Compañía C, menos un pelotón, tenía la responsabilidad de descargar el tren al llegar a la vía muerta, donde estarían esperando tres camiones de tres toneladas, para trasladar el equipo del batallón al depósito provisional del nuevo campamento; el trabajo debía continuar hasta acabar; el pelotón montaría guardia en el depósito provisional y colocaría centinelas en el perímetro de la zona del campamento.

—¿Alguna pregunta?

—¿Se podría repartir cacao al grupo de trabajo?

—No. ¿Más preguntas?

Cuando le transmití las órdenes, el sargento mayor me dijo:

—Pobre Compañía C, ¡le ha vuelto a tocar la peor parte!

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