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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (29 page)

Fue después de la comida. Estábamos sentados sin hacer nada especial, cuando Bill Meadows volvió, muy contento, de responder a una llamada telefónica.

—Vámonos —dijo—. Hay una batalla campal en Commercial Road y… de las buenas.

Condujimos a gran velocidad y, al llegar a nuestro destino, encontramos un cable de acero tendido entre dos faroles, una camioneta volcada y a un policía en la acera, al que media docena de jóvenes estaban propinando puntapiés. A ambos lados de ese núcleo de la refriega y, manteniéndose a cierta distancia, se habían formado los dos grupos adversarios. Al bajar del vehículo, vimos cerca de nosotros a otro policía sentado en la acera, mareado, con la cabeza entre las manos y la sangre corriéndole a través de los dedos. Dos o tres simpatizantes le rodeaban. Al otro lado del cable había un grupo hostil de jóvenes estibadores. Cargamos con alegría, relevamos a los policías y, estábamos a punto de caer sobre el grueso del enemigo, cuando chocamos con un grupo de clérigos y consejeros municipales del barrio que llegó simultáneamente desde otra dirección para intentar poner orden. Fueron nuestras únicas víctimas, ya que en el momento en que caían se oyó un grito: «¡Cuidado! La bofia», y una furgoneta llena de policías se detuvo a nuestra espalda.

La multitud se disolvió y desapareció. Recogimos a los pacificadores (sólo uno estaba seriamente herido), patrullamos algunas calles laterales en busca de camorra y, como no la encontramos, volvimos a Bratt's. Al día siguiente se desconvocó la huelga general y todo el país, menos las minas, retornó a la normalidad. Era como si un monstruo mítico, famoso desde hacía mucho tiempo por su ferocidad, hubiera emergido durante una hora y, tras oler el peligro, hubiese vuelto furtivamente a su guarida. No había valido la pena abandonar París.

Jean, que se había alistado en otra unidad, pasó una semana en el hospital porque una anciana viuda de Camden Town dejó caer una maceta de helechos encima de su cabeza.

Gracias a mi calidad de miembro del escuadrón de Bill Meadows, Julia se enteró de que yo estaba en Inglaterra. Me llamó por teléfono para decirme que su madre tenía muchos deseos de verme.

—Está gravemente enferma —me advirtió.

Fui a Marchmain House el primer día de paz. Me crucé con sir Adrian Porson en el vestíbulo. Se tapaba la cara con un pañuelo y buscaba un sombrero a ciegas. Estaba llorando.

Me hicieron pasar a la biblioteca. Al cabo de medio minuto entró Julia. Estrechó mi mano con una suavidad y gravedad que no le conocía. En la penumbra de la habitación parecía un fantasma.

—Te agradezco muchísimo que hayas venido. Mamá ha preguntado por ti, pero no sé si podrá verte ahora. Acaba de decir adiós a Adrian Porson y la visita la ha cansado mucho.

—¿Es el adiós?

—Sí. Se está muriendo. Es posible que viva una semana o dos, pero también que muera en cualquier momento. Está muy débil. Voy a preguntar a la enfermera.

La quietud de la muerte parecía haber invadido ya la casa. Nadie se sentaba nunca en la biblioteca de Marchamain House. Era la única habitación fea que tenían ambas casas de la familia. Las librerías de roble victoriano contenían volúmenes de Hansard y enciclopedias obsoletas que nadie consultaba; una mesa desnuda de caoba parecía dispuesta para una reunión de comité; en el lugar reinaba una atmósfera a la vez pública y poco frecuentada; la ventana daba sobre el patio, la verja y la tranquila calle sin salida.

Julia no tardó en regresar.

—Pues no, me temo que no podrás verla. Está dormida. Puede quedarse así durante horas. Te diré lo que quería hablar contigo. Vámonos a otra parte. Odio esta habitación.

Atravesamos el vestíbulo hasta la salita de estar donde la familia solía reunirse con los invitados antes de un almuerzo, y nos sentamos a cada lado de la chimenea. Julia parecía reflejar el carmesí y dorado de las paredes y perder parte de su palidez.

—En primer lugar, sé que mamá quería decirte cuánto sentía haberse mostrado tan antipática contigo la última vez que os visteis. Hablaba de eso a menudo. Ahora sabe que se equivocó respecto a ti. Estoy convencida de que lo comprendiste y que ya no pensaste más en ello, pero es el tipo de cosas que mamá
nunca
puede perdonarse; el tipo de cosas que hizo poquísimas veces.

—Te ruego que le digas que comprendí perfectamente.

—La otra cosa la habrás adivinado, claro: Sebastian; quiere que venga. No sé si será posible. ¿Lo es?

—He oído decir que las cosas no le van nada bien.

—También nosotros hemos oído eso. Mandamos un cable a la última dirección que teníamos, pero no hubo respuesta. Es posible que todavía se reciba a tiempo. Pensé en ti como nuestra única esperanza, tan pronto me enteré de que estabas en Inglaterra. ¿Intentarás traerle? Sé que es mucho pedir, pero creo que Sebastian querría venir si supiera lo que ocurre.

—Lo intentaré.

—No hay nadie más a quien se lo podamos pedir. Rex está tan ocupado…

—Sí, he oído hablar de sus actividades en la organización de las instalaciones de gas.

—Ah, sí —dijo Julia, con un deje de su humor seco—. Ha conseguido gran renombre gracias a la huelga.

Hablamos unos minutos sobre el escuadrón de Bratt's. Me dijo que su hermano Brideshead se había negado a participar en ningún servicio público porque no estaba convencido de la justicia de la causa. Cordelia se encontraba en Londres, y en aquel momento estaba en la cama, ya que había estado cuidando a su madre toda la noche. Le conté que ahora me dedicaba a la pintura arquitectónica, que me gustaba mucho. Toda aquella charla no significaba nada: habíamos dicho todo lo que teníamos que decirnos durante los primeros dos minutos. Me quedé a tomar el té y después la dejé.

Air France tenía una línea a Casablanca no del todo regular. Al llegar allí tomé un autobús hasta Fez. Empecé el viaje de madrugada y llegué a la ciudad nueva al atardecer. Llamé al cónsul británico desde el hotel y cené aquella noche con él, en su hermosa casa cerca de las murallas de la ciudad vieja. Era un hombre bondadoso y grave.

—Estoy encantado de que alguien haya venido por fin a ocuparse del joven Flyte. Ha sido un poco como una espina. Este no es un lugar apropiado para un hombre que depende de giros del exterior. Los franceses no lo entienden en absoluto. Creen que todo aquel que no se dedica al comercio es un espía. Si viviera como un milord sería distinto. Aquí las cosas no son fáciles. Aunque no lo parezca se está librando una guerra a menos de treinta millas de esta casa. Tan sólo hace una semana llegaron unos jóvenes idiotas en bicicleta que querían alistarse voluntarios en el ejército de Abd-el-Krim.

»Y después están los árabes, que son muy difíciles; no soportan que una persona beba, y nuestro joven amigo, como usted debe saber, pasa la mayor parte `de su tiempo bebiendo. ¿Por qué tenía que venir aquí? Estaría muy bien en Rabat o en Tánger, donde van muchos turistas. Ha alquilado una casa en la parte indígena de la ciudad ¿sabe? Intenté impedírselo, pero lo consiguió por mediación de un francés del Departamento de Bellas Artes. No digo que pueda resultar peligroso, pero es una preocupación. Vive con él un tipo espantoso, un alemán licenciado de la Legión Extranjera. Un sujeto de la peor calaña, según todos mis informes. Es inevitable que haya problemas.

»Pero entiéndame: Flyte
me cae bien
. No le veo mucho. Solía venir a tomar un baño hasta que instaló uno en su casa. Se portaba siempre maravillosamente, y mi mujer se encariñó mucho con él. Lo que necesita es ocuparse en algo.

Le expliqué el motivo de mi viaje.

—Es posible que ahora le encuentre en casa. Dios sabe que no hay ningún sitio adonde ir en la ciudad vieja. Si quiere, le mandaré al portero para que le indique el camino.

Después de cenar me puse en marcha. El portero del consulado me precedía con la linterna en la mano. Marruecos era un país nuevo y extraño para mí. Mientras lo atravesaba aquel día en autobús, milla tras milla, por la carretera lisa y estratégica entre los viñedos y los campamentos militares, las nuevas y blancas urbanizaciones, las cosechas tempranas ya altas en los enormes campos abiertos, los carteles publicitarios que anunciaban los principales productos de Francia —Dubonnet, Michelin, Magasin du Louvre— llegué a pensar que todo era muy burgués y moderno. Pero de noche, bajo las estrellas, me encontraba en el interior de la ciudad amurallada, cuyas calles no eran más que suaves y polvorientas escaleras. Las paredes, que se alzaban sin ventanas a ambos lados, se cerraban por encima de la cabeza para abrirse otra vez a las estrellas. El polvo se acumulaba entre los lisos pavimentos y las figuras humanas pasaban en silencio, cubiertas de blanco, calzadas con finas babuchas o caminando sobre la planta endurecida del pie descalzo. El aire perfumado de clavo, incienso y humo de leña. Entonces supe lo que había atraído a Sebastian, y lo que le retenía allí tanto tiempo.

El portero del consulado caminaba con arrogancia delante de mí, balanceando su linterna y dando golpes con su largo bastón. A veces una puerta abierta revelaba un grupo silencioso sentado alrededor de un brasero a la luz dorada de la lumbre.

—Gentes muy sucias —dijo el portero con desprecio, hablando por encima del hombro—. Nada de educación. Franceses siempre dejarlos sucios. No como gentes inglesas. Mis gentes, gentes siempre muy británicas.

Era de la policía del Sudán, y veía aquel antiguo centro de su propia cultura con los mismos ojos que un neozelandés podría ver Roma.

Por fin llegamos a la última de la serie de puertas ribeteadas y el portero la golpeó con su bastón.

—Casa de lord británico —dijo.

Apareció la luz de una linterna y una cara morena se asomó al enrejado. El portero del consulado habló con expresión imperiosa. Descorrieron los pestillos y entramos en un patiecillo cubierto por un emparrado y con un pozo en el centro.

—Yo espero aquí —dijo el portero—. Usted vaya con este nativo.

Entré en la casa, bajé un escalón y me encontré en la sala de estar, donde había un gramófono, una estufa de petróleo y, entre ambos objetos, un muchacho. Más tarde, cuando eché una mirada a mi alrededor, me fijé en otros detalles más agradables: las alfombras en el suelo, las sedas bordadas en las paredes, las vigas del techo talladas y pintadas, la pesada lámpara que colgaba de una cadena y proyectaba por toda la habitación suaves sombras que repetían los dibujos de su diseño. Pero en el primer momento, al entrar, me impresionaron el gramófono por el ruido (sonaba un disco francés de una orquesta de jazz), la estufa por el olor y el muchacho por su expresión feroz. Estaba recostado en un sillón de mimbre, con un pie vendado hacia adelante que descansaba sobre una caja; vestía un traje de imitación de
tweed
, de tela delgada al estilo continental, y una camiseta de tenis de cuello abierto. Cubría su pie sano una zapatilla de lona marrón. A su lado había una bandeja de cobre sobre una mesita de madera, con dos botellas de cerveza, un plato sucio y otro más pequeño lleno de colillas. Sostenía un vaso de cerveza en la mano, y un cigarrillo que le colgaba del labio inferior, se le quedaba adherido cuando hablaba. Peinaba hacia atrás, sin raya, el pelo largo y rubio; tenía la cara demasiado arrugada para un hombre evidentemente tan joven. Le faltaba un diente, de manera que algunas sílabas le salían ceceosas, y otras con un silbido desconcertante, que disimulaba con una risita. Los dientes que le quedaban, manchados de nicotina, estaban muy separados.

No cabía duda de que éste era el «sujeto de la peor calaña» que me había descrito el cónsul, el mayordomo de película que me describió Anthony.

—Estoy buscando a Sebastian Flyte. Esta es su casa ¿verdad?

Hablé en voz más bien alta para hacerme oír por encima de la música, pero me contestó suavemente, en un inglés bastante correcto que daba a entender que lo hablaba habitualmente.

—Zí. Pero no eztá aquí. No hay nadie máz que yo.

—He venido de Inglaterra para hablar con él sobre un asunto muy importante. ¿Podrías decirme dónde puedo encontrarle?

El disco llegó a su fin. El alemán le dio la vuelta, dio cuerda a la máquina y esperó a que la música hubiera empezado de nuevo antes de contestarme.

—Zebastian está enfermo. Loz hermanos se lo llevaron a la enfermería. Quizá te dejen verle, quizá no. Yo también tengo que ir allí un día de éztos, para que me miren el pie. Cuando ezté mejor, te dejarán verle.

Había otra silla en la habitación y tomé asiento. Al ver que tenía intención de quedarme, el alemán me ofreció una cerveza.

—No zerás el hermano de Zebastian, ¿verdad? —me preguntó—. ¿Primo, quizá? ¿O quizá te cazaste con su hermana?

—Sólo soy amigo suyo. Estudiamos juntos en la universidad.

—Yo tenía un amigo en la univerzidad. Eztudiamos hiztoria. Mi amigo era más lizto que yo. Un tipo canijo: yo solía levantarle y sacudirlo cuando estaba enfadado. Pero era muy lizto. Luego, un día dijimos: «¡Qué demonios! No hay trabajo en Alemania. Alemania está acabada». Así que nos dezpedimos de nuestros profesores y ellos nos dijeron: «Zí, Alemania, está acabada. Para los estudiantes no hay nada que hacer aquí». Nos marchamos y caminamos y caminamos, finalmente, llegamos aquí. Entonces dijimos: «No hay ejército en Alemania, pero nosotros debemos ser soldados». Y entramos en la Legión. Mi amigo murió de disentería el año pasado, durante una campaña en el Atlas. Cuando le vi muerto, me dije: «¡Qué demonios!». Y me pegué un tiro en el pie. Ahora está lleno de puz, aunque ya ha pasado un año.

—Sí, muy interesante. Pero en estos momentos me interesa mucho más saber de Sebastian. Quizá puedas hablarme de él.

—Zebastian es un tipo eztupendo. Ha sido muy bueno conmigo. Tánger es un lugar apestoso. Me trajo aquí: casa bonita, buena comida, buen criado. Aquí todo es muy bueno para mí, pienso. Me gusta.

—Su madre está muy enferma. He venido a decírselo.

—¿Es rica?

—Sí.

—¿Por qué no le manda más dinero? Entonces podríamos vivir en Casablanca, en un piso bonito. ¿La conoces bien? ¿Podrías hacer que le dé dinero?

—¿Qué le pasa a Sebastian?

—No lo zé. Me parece que quizá bebe demasiado. Los hermanos le cuidarán. Estará bien allí. Los hermanos son buena gente. Muy barato allí.

Dio una palmada y pidió más cerveza.

—¿Lo ves? Un buen criado para cuidarme. Está muy bien.

Me marché en cuanto obtuve la dirección del hospital.

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