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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (10 page)

BOOK: Retorno a Brideshead
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—Fue tu tía Philippa quien la inspiró. Dio diez menús a la señora Abel y ella nunca los ha variado. Cuando estoy solo, no me doy cuenta de lo que como, pero ahora que estás aquí tenemos que pedir otras cosas. ¿Qué te apetecería? ¿Qué es lo propio de esta época del año? ¿Te gusta la langosta? Hayter, dígale a la señora Abel que mañana haga langosta para cenar.

Aquella noche la cena consistía en una sopa blanca e insípida, unos filetes de lenguado demasiado hechos, acompañados por una salsa rosada, costillas de cordero apoyadas contra un cono de puré de patatas, y de postre unas peras hervidas sobre una especie de bizcocho, cubiertas de gelatina.

—Ceno tanto únicamente por respeto a tu tía Philippa. Insistió en que una cena de tres platos era muy de clase media. «Si dejas que los criados se salgan con la suya, aunque sólo sea una vez», decía, «verás cómo acabas cenando todas las noches nada más que una costilla». La verdad es que me encantaría. Con toda confianza, eso es exactamente lo que hago cuando la señora Abel tiene la noche libre y ceno en el club. Pero tu tía dio orden de que cuando estoy en casa debo tomar sopa y tres platos: unas veces toca pescado, carne y un postre no dulce; otras, carne, un plato dulce y otro no dulce. Existen varias combinaciones posibles. Es asombroso cómo algunas personas logran imponer su voluntad de forma contundente. Tu tía poseía ese don.

»Es curioso pensar que hubo un tiempo en que ella y yo cenábamos juntos todas las noches…, exactamente como lo estamos haciendo tú y yo, hijo. Ella sí se esforzaba incansablemente en ayudarme a salir de mí mismo. Solía hablarme de sus lecturas. Tenía el propósito de que formáramos un hogar ¿sabes? Pensaba que me volvería un excéntrico si vivía solo. A lo mejor es cierto que me he vuelto raro. ¿A ti qué te parece? Pero no funcionó. Al final conseguí que se fuera.

Lo dijo en un inequívoco tono de amenaza.

En gran parte a causa de mi tía Philippa me sentía como un extraño en casa de mi padre. Vino a vivir con nosotros tras la muerte de mi madre, con la idea, como acababa de decir mi padre, de formar su hogar junto a nosotros. Yo ignoraba entonces el mal rato que representaba todas las noches la hora de la cena. Mi tía se propuso convertirse en mi compañera, y yo la acepté sin resistencia. Aquello duró un año. Luego todo cambió: primero, mi tía volvió a abrir su casa de Surrey, que había pensado vender, y vivía en ella durante el curso escolar. Sólo pasaba en Londres unos días para ir de compras y ver algún espectáculo. Y luego, durante mi último trimestre en el colegio, se marchó de Inglaterra. «Al final conseguí que se fuera», dijo mi padre con tono de burla y triunfo al referirse a aquella bondadosa mujer, y a él le constaba que yo había captado cierto desafío en sus palabras y que debía darme por aludido.

Al salir del comedor, mi padre preguntó:

—Hayter, ¿ha hablado ya con la señora Abel de las langostas que encargué para mañana?

—No, señor.

—Pues no lo haga.

—Muy bien, señor.

Y cuando llegamos a la sala y nos dispusimos a sentarnos, dijo:

—Me pregunto si Hayter tenía realmente la intención de decirle lo de las langostas. Me parece más bien que no. ¿Sabes una cosa? Creo que él ha pensado que lo decía
en broma
.

Al día siguiente, por pura casualidad, hallé un arma para contraatacar: me encontré en la calle con un antiguo compañero de colegio, llamado Jorkins. Nunca había simpatizado demasiado con él. Una vez, en tiempos de mi tía Philippa, había venido a tomar el té, y ella dictaminó que posiblemente fuera encantador en el fondo, pero muy poco atractivo a primera vista. Le saludé con entusiasmo y le invité a cenar. Vino y demostró no haber cambiado apenas. Hayter debía haber prevenido a mi padre de que había un invitado, porque en vez de su esmoquin de terciopelo vestía frac, chaleco negro, un cuello muy alto y una corbata blanca muy estrecha. Llevaba esa indumentaria con aire melancólico, como si fuera un traje de luto riguroso. Aquel aire lo había adoptado en su primera juventud y, al descubrir que el estilo le iba bien, decidió conservarlo. Nunca tuvo un esmoquin normal.

—Buenas noches, buenas noches. Qué amable, haber venido de tan lejos.

—Oh, no de tan lejos —replicó Jorkins, que vivía en Sussex Square.

—La ciencia acaba con las distancias —sentenció mi padre, desconcertándonos—. ¿Está aquí por cuestión de negocios?

—Bueno,
yo me dedico a los negocios
, si es lo que quiere saber.

—Yo tenía un primo que era hombre de negocios… no lo conocerá; era de otros tiempos. Precisamente la otra noche hablaba de él con Charles. He estado pensando mucho en él. Fracasó —en este punto, mi padre hizo una pausa para impresionarnos con el adjetivo—… estrepitosamente.

Jorkins emitió una risa nerviosa, y mi padre fijó en él una mirada cargada de reproche.

—¿Estima usted que su desgracia es motivo de risa? Quizá la palabra que he empleado no sea muy corriente; sin duda usted diría que «su empresa se vino abajo».

Mi padre era dueño de la situación. Había creado para su propio uso una pequeña fantasía según la cual Jorkins era norteamericano y, durante toda la velada, jugó con él, como practicando un delicado juego de salón, explicándole los términos típicamente ingleses que surgían en la conversación, traduciendo libras en dólares y dirigiéndose cortésmente a él con expresiones tales como: «Claro, según el criterio de
ustedes
…»; «Todo esto le debe parecer muy provinciano, señor Jorkins»; «En esas enormes extensiones a las que está
usted
acostumbrado…». De manera que mi invitado se quedó con la vaga sensación de que se había establecido de algún modo un concepto equivocado en cuanto a su identidad, pero nunca tuvo oportunidad de aclararlo. Una y otra vez buscó la mirada de mi padre, durante la cena, esperando descubrir en ella una simple prueba de que aquel modo de dirigirse a él era una broma refinada, pero se encontró con una mirada de tan bondadosa complacencia que le dejó perplejo.

En un momento dado, creí que mi padre se había excedido cuando dijo:

—Me temo que, si vive en Londres, debe echar mucho de menos su deporte nacional.

—¿Mi deporte nacional? —preguntó Jorkins, quien pese a su falta de agudeza intuía que por fin había encontrado la oportunidad de aclarar el asunto.

Mi padre le miró primero a él y luego a mí, y su expresión amable se tornó maliciosa, para volver a reflejar amabilidad cuando se dirigió de nuevo a Jorkins. Era la mirada de un jugador que muestra una mano de cuatro ases contra un
full
.

—Su deporte nacional —insistió suavemente—,
el cricket
—resolló sin poder controlarse, mientras le temblaba todo el cuerpo y se secaba los ojos con la servilleta—. Seguramente, ya que trabaja en la City, le queda muy poco tiempo para acudir a los campos de cricket.

Nos dejó en la puerta del comedor.

—Buenas noches, señor Jorkins. Espero que nos volverá a visitar la próxima vez que «cruce el charco».

—Oye, ¿qué quería decir tu progenitor con eso? Al parecer, me toma por americano.

—A veces es un poco raro.

—Me refiero a todo eso de aconsejarme que visite la abadía de Westminster… Me ha parecido muy extraño.

—Sí, me cuesta explicarlo.

—Por un momento he pensado que me estaba tomando el pelo —dijo Jorkins confundido.

Mi padre lanzó su contraataque unos días más tarde. Me buscó para decirme:

—¿Sigue aquí el señor Jorkins?

—No, padre; claro que no. Sólo vino a cenar.

—Vaya, pensaba que estaba de visita. Un joven tan
versátil
… Pero tú sí que cenas en casa, ¿verdad?

—Sí.

—He invitado a algunas personas para aliviar un poco la monotonía de tus veladas en casa. ¿Crees que la señora Abel estará a la altura de las circunstancias? No lo creo. Pero nuestros invitados no son exigentes. Sir Cuthbert y lady Orme-Herrick serán el centro de la reunión. Espero poder escuchar un poco de música después de la cena. Pensando en ti, he incluido en las invitaciones a algunas personas jóvenes.

Los presentimientos que el proyecto de mi padre me provocaron fueron ampliamente superados por la realidad. Mientras los invitados se iban reuniendo en lo que mi padre, con toda naturalidad, llamaba «la galería», me di perfecta cuenta de que habían sido elegidos cuidadosamente para incomodarme. Las «personas jóvenes» eran la señorita Gloria Orme-Herrick, estudiante de violoncelo; su novio, un joven calvo que trabajaba en el Museo Británico, y un editor «monóglota» de Munich. Vi que, mientras hablaba con ellos, mi padre me dirigía disimuladamente una mirada llena de burla desde atrás de una caja que contenía objetos de cerámica. Esa noche se había puesto a modo de caballeresco escudo de batalla, una pequeña rosa roja en el ojal.

La cena duró mucho y fue elegida, al igual que los invitados, conforme a una intención de esmerada burla. No era uno de los menús de la tía Philippa; se había inspirado en una época muy anterior a ella, y antes de que mi padre tuviera edad para cenar en el comedor con los mayores. Las fuentes estaban dispuestas según cierto criterio ornamental, alternando los colores rojo y blanco. Tanto la comida como el vino eran insípidos. Después de cenar, mi padre llevó al editor alemán al piano y luego, mientras éste tocaba, salió del salón para enseñar a sir Cuthbert Orme-Herrick el toro etrusco de la galería.

Fue una velada horrorosa y, cuando por fin se marcharon los invitados, quedé sorprendido al descubrir que sólo pasaban unos minutos de las once. Mi padre se sirvió un vaso de agua de cebada y dijo:

—¡Qué amigos tan pesados tengo! ¿Sabes? Sin el aliciente de tu presencia, nunca me habría animado a invitarlos. He abandonado mucho mis deberes sociales últimamente. Pero ahora que me estás haciendo una visita tan larga, organizaré muchas veladas así. ¿Te ha caído bien la señorita Gloria Orme-Herrick?

—No.

—Ah, ¿no? ¿Fue su bigotito lo que no te ha gustado, o sus pies francamente grandes? ¿Crees que ella lo ha pasado bien?

—No.

—Esa misma ha sido mi impresión. Dudo de que alguno de nuestros invitados recuerde esta noche como una de sus veladas más felices. Aquel joven extranjero tocó, en mi opinión, de modo atroz. ¿Dónde pude haberle conocido? Y la señorita Constantia Smethwick… ¿dónde la habré conocido? Pero hay que cumplir con las obligaciones de la hospitalidad. Mientras estés aquí, no te aburrirás.

La batalla resultó recíprocamente destructiva durante los siguientes quince días. Pero no fue él quien más sufrió, porque tenía mayores reservas para sacar partido, y un territorio más amplio para maniobrar, mientras yo estaba sujeto a mi cabeza de puente entre las montañas y el mar. El nunca declaraba sus objetivos bélicos y aún hoy ignoro si eran puramente punitivos… No sé si tan sólo estaba obsesionado con alguna idea geopolítica de echarme fuera del país, del mismo modo que mi tía Philippa se vio obligada a marcharse a Bordighera y el primo Melchior a Darwin, o bien —y esto parecía lo más probable— si luchaba por el simple placer de mantener una batalla en la que, no cabe duda, llevaba la voz cantante.

Recibí una sola carta de Sebastian, un sobre impresionante que un mediodía me entregaron en presencia de mi padre mientras comíamos. Observé que lo miraba con curiosidad, y me lo llevé para leer tranquilamente a solas. El sobre y el papel eras de un pesado papel de luto victoriano, con la corona y los bordes negros. Leí ansiosamente:

Castillo de Brideshead

Wiltshire

Me pregunto qué fecha será

Querido Charles:

Encontré una caja de este papel de cartas en el fondo de un escritorio: lo utilizo porque estoy de luto por mi inocencia perdida. Nunca pareció que fuera a vivir. Los médicos desesperaron desde el primer momento.

Pronto me marcho a Venecia a vivir con mi papá en su pecaminoso palacio. Ojalá vinieras tú también. Ojalá estuvieras aquí.

Nunca me encuentro del todo solo. Siempre hay miembros de mi familia que se presentan para recoger sus cosas y volverse a marchar, pero las frambuesas blancas ya están maduras.

Me parece que no voy a llevar a Aloysius a Venecia. No quiero que conozca a esos horribles osos italianos y adquiera malas costumbres.

Un abrazo, o lo que prefieras.

Hacía tiempo que yo estaba familiarizado con sus cartas, después de haber recibido algunas en Rávena. No debería haberme decepcionado, pero ese día, al romper la regia hoja de papel y dejarla caer en la papelera, mi vista recorrió los descuidados jardines y desiguales fachadas posteriores de las casas de Bayswater, el revoltijo de cañerías de desagüe y escaleras de incendio y las pequeñas galerías sobresaliendo de las paredes, y evoqué la cara pálida de Anthony Blanche mirándome a través de un claro entre las escasas hojas, del mismo modo que miraba a través de la llama de una vela en Thame y, por encima del murmullo del tráfico, oí su voz clara…

—No debes reprocharle a Sebastian que a veces parezca un poco insulso… Cuando le oigo hablar, me recuerda a aquel dibujo, en cierto modo nauseabundo, de
Bubbles
.

Durante muchos días después de recibir la carta, creí que odiaba a Sebastian. Y un domingo por la tarde llegó un telegrama suyo, que disipó esa sombra para tender otra más oscura.

Mi padre había salido y al volver me halló en un estado de ansiedad febril. De pie en la entrada, tocado aún con su panamá, su expresión rebosaba alegría.

—¿A que no sabes dónde he pasado el día? He estado en el zoológico. Ha sido sumamente agradable. ¡Los animales parecían disfrutar tanto del sol!

—Padre, tengo que marcharme en seguida. —Ah, ¿sí?

—Un gran amigo mío… ha sufrido un terrible accidente. Debo ir a verle en seguida. Hayter me está preparando el equipaje. Salgo en tren dentro de media hora.

Le enseñé el telegrama, que decía simplemente: «Gravemente herido. Ven en seguida. Sebastian».

—Vaya —dijo mi padre—. Lamento verte tan preocupado. Por el mensaje yo no diría que el accidente haya sido tan grave como pareces creer…; si fuera así, difícilmente lo habría firmado la propia víctima. Pero en fin… Claro, es posible que esté totalmente consciente, pero ciego o paralizado y con la columna rota. ¿Por qué es tan necesaria tu presencia? No tienes conocimientos médicos. Tampoco eres sacerdote. ¿Esperas una herencia?

—Ya se lo he dicho; es un gran amigo.

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