Read Retorno a Brideshead Online

Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (7 page)

En cualquier caso, aquellas vacaciones de pascua fueron un trecho corto y llano en el vertiginoso descenso que me había vaticinado Jasper. ¿Descenso o ascenso? Creo que me rejuvenecía con cada hábito adulto que iba adquiriendo. Había vivido una infancia solitaria, y una adolescencia limitada por la guerra y ensombrecida por el luto; a la dura vida de la adolescencia inglesa entre hombres, y a la prematura solemnidad y autoridad del sistema escolar, se añadía mi propio carácter, más bien melancólico y severo. En consecuencia, aquel trimestre de verano junto a Sebastian, era como si me hubiera sido otorgado un breve período de lo que nunca había conocido: una infancia feliz. Y aunque nuestros juguetes fueran camisas de seda, licores y cigarros, y nuestras travesuras figurasen en los primeros puestos de la lista de pecados graves, en todo lo que hacíamos había cierta frescura infantil que no distaba mucho de la alegría de la inocencia. Al final del primer trimestre tuve mis primeros exámenes parciales; había que aprobar para seguir en Oxford, y aprobé tras una semana en la que prohibí a Sebastian la entrada en mis habitaciones, y me quedé despierto hasta altas horas de la noche, con café negro helado y galletas secas, empollando los textos abandonados. No recuerdo ni una sílaba de ellos, pero el otro saber, mucho más antiguo, que adquirí durante aquel trimestre me acompañará bajo una u otra forma hasta mi última hora.

«Me gusta esa mala compañía y me gusta emborracharme durante el almuerzo»; entonces bastaba con eso. ¿Haría falta ahora algo más?

Hoy, cuando veinte años después miro hacia atrás, son muy pocas las cosas que no hubiera hecho o que hubiera hecho de otra forma. A la madurez de gallo de pelea de mi primo Jasper, yo podía oponer un ave más fuerte. Podía decirle que toda la iniquidad de aquella época era como el alcohol que mezclan con la uva pura del Duero, algo embriagador y lleno de oscuros ingredientes; enriquecía y retrasaba a la vez todo el proceso de la adolescencia, de la misma forma que el alcohol retiene el proceso de fermentación del vino, lo vuelve imbebible, y debe permanecer en la oscuridad, año tras año, hasta que por fin se lo puede sacar a la luz listo para servir.

Podía decirle también que conocer y amar a otro ser humano, aunque sea uno solo, es la raíz de toda sabiduría. Pero no sentía la menor necesidad de estos sofismas mientras estaba sentado frente a mi primo, mientras le veía, liberado de su combate todavía inconcluso con Píndaro, con su traje oscuro, su corbata blanca y su toga de erudito, mientras oía los tonos graves de su voz y disfrutaba, al mismo tiempo, del perfume de los alhelíes en flor debajo de mis ventanas. Poseía mi propia defensa, secreta y segura; la llevaba en mi pecho como un talismán, la buscaba en momentos de peligro, la encontraba y la asía firmemente. De modo que le dije lo que, de hecho, no era verdad: que a aquella hora yo tenía por costumbre tomar una copa de champaña, y le invite a acompañarme.

El día que siguió a la Gran Reprimenda de Jasper recibí otra, en términos distintos y de una fuente inesperada.

Durante el trimestre había frecuentado a Anthony Blanche más de lo que justificaba mi simpatía por él. Vivía entre sus amigos, pero nuestros frecuentes encuentros eran más cosa suya que mía, pues a mí me inspiraba un temor reverente.

Era poco mayor que yo, pero parecía cargado por el peso de la experiencia del judío Errante. Era, ciertamente, un nómada sin nacionalidad fija.

En su infancia habían intentado hacer de él un inglés; pasó dos años en Eton; luego, en plena guerra, desafió a los submarinos para reunirse con su madre en la Argentina. A su séquito de mayordomo, doncella, dos chóferes, un pequinés y un segundo marido se añadía un listo y audaz colegial. Viajó con ellos de aquí para allá alrededor del mundo, habituándose a la perversidad como un paje de Hogarth. Al llegar la paz, volvieron a Europa, a los hoteles y las villas amuebladas, a los balnearios, casinos y baños de mar. A los quince años, para ganar una apuesta, lo disfrazaron de niña y lo llevaron a jugar a la mesa grande del Jockey Club de Buenos Aires. Cenó con Proust y Gide, y conoció más íntimamente a Cocteau y Diaghilev. Firbank le mandaba sus novelas con ardientes dedicatorias. Provocó tres enemistades irreconciliables en Capri. Y, según él mismo contaba, había practicado la magia negra en Cefalú, se había curado de la adicción a las drogas en California y de un complejo de Edipo en Viena.

A veces todos parecíamos niños a su lado; a veces, pero no siempre, porque había en Anthony algo de la bravuconería y el entusiasmo de los que el resto de nosotros se había desprendido en algún momento durante nuestra más apacible adolescencia, en el campo de deporte o en el aula. Sus vicios apuntaban menos a la búsqueda de placer que al deseo de escandalizar y, cuando estaba en el apogeo de sus refinadas exhibiciones, me recordaba a menudo a un golfillo que vi una vez en Nápoles haciendo cómicas cabriolas con gestos obscenos, inequívocos, ante un grupo de turistas ingleses. Cuando contaba la historia de aquella noche en la mesa de juego, por la viveza del movimiento de sus ojos se podía ver perfectamente cómo había mirado disimuladamente, de reojo, el menguante montón de fichas colocado ante los amigos de su padrastro. Mientras nosotros nos revolcábamos en el fango del campo de fútbol y nos atiborrábamos de bollos, Anthony ayudaba a untarse de aceite a bellezas marchitas en arenas subtropicales y sorbía su
apéritif
en pequeños bares de moda, de manera que el salvaje que habíamos dominado en nosotros aún se debatía en su interior. Era también cruel, como los niños que torturan alegremente a los insectos, y temerario como un niño cargando con la cabeza baja y los puñitos en ristre contra los mayores del colegio.

Me invitó a cenar y me desconcertó un poco descubrir que íbamos a estar solos.

—Iremos a Thame —dijo—. Allí hay un hotel encantador que por suerte no tiene el menor atractivo para los de Bullingdon. Beberemos vino del Rin e imaginaremos que estamos en… ¿dónde? No en una e-e-excursión con J J Jorrocks, desde luego. Pero primero tenemos que tomar un
apéritif
.

En el George pidió «cuatro cócteles Alexandra, por favor», los alineó delante de él y los sorbió con un «ñam-ñam» agudo que llamó la indignada atención de toda la concurrencia.

—Supongo que preferirías jerez, pero, mi querido Charles, te vas a quedar sin jerez. ¿No es un brebaje delicioso? ¿No te gusta? Entonces lo beberé por ti. Uno, dos, tres, cuatro… ¡ya no está! ¡
Cómo
miran los estudiantes!

Me llevó afuera, al coche que nos esperaba.

—Espero que allí no encontraremos estudiantes. No simpatizamos mucho en estos momentos. ¿Te enteraste de lo que me hicieron el jueves? Creo que se pasaron un poco. Menos mal que llevaba mi pijama más gastado y hacía una noche de calor agobiante, porque si no es muy posible que me hubiera enfadado en serio.

Anthony tenía la costumbre de acercar mucho la cara a su interlocutor: en su aliento noté el olor dulce y cremoso del cóctel. Me aparté de él y me recosté en el rincón del coche alquilado.

—Imagínatelo, querido: allí estaba yo, solo y aplicado. Acababa de comprar un libro más bien ominoso titulado
Antic Hay
, que me propuse leer antes de ir a Garsington el domingo, porque estaba seguro de que todo el mundo hablaría de él… y es tan trivial decir que no has leído el libro de moda si de verdad no lo has leído… Supongo que la solución sería no ir a Garsington, pero no se me ocurrió hasta ahora. Como decía, querido, me comí una tortilla, un melocotón y tome una botella de agua de Vichy, me puse el pijama y me dispuse a leer con toda tranquilidad. Debo admitir que mis pensamientos empezaron a vagar, pero seguía pasando las páginas mientras contemplaba cómo se iba desvaneciendo la luz del día, algo que en Peckwater
[8]
, querido, es toda una experiencia: mientras cae la noche, parece que la piedra se va desintegrando literalmente bajo tu mirada. Me hacía pensar en aquellas fachadas leprosas del
vieux port
de Marsella, cuando, de repente, me sorprendieron unos gritos y una algarabía como nunca había oído, y allí abajo, en la pequeña
piazza
, vi a una pandilla de unos veinte muchachos horribles, y ¿sabes lo que estaban salmodiando? «Queremos a Blanche. Queremos a Blanche», como una especie de letanía. ¡Una declaración tan
pública
! Bueno, me di cuenta de que el señor Huxley iba a salir perdiendo esa noche, y confieso que había llegado a un grado de tedio tal que cualquier interrupción era bienvenida. Los bramidos sí que me intimidaron, pero ¿sabes una cosa? Cuanto más fuerte gritaban, más tímidos parecían. Repetían una y otra vez: «¿Dónde está Boy?». «Es amigo de Boy Mulcaster.» «Boy tiene que traerle aquí.» Tú conoces a Boy, claro; siempre está entrando y saliendo de las habitaciones de Sebastian. Es lo que nosotros, los latinos, esperamos de un lord inglés. Un gran partido, te lo aseguro. Todas las jóvenes de Londres andan detrás de él. Es muy altanero con ellas, según me dicen. Querido, lo que pasa es que está aterrorizado. Un gran papanatas, ese Mulcaster, y además, querido,
un sinvergüenza
.
Vino
a Le Touquet por pascua y, por alguna razón inexplicable, le invité a quedarse. Perdió una suma infinitesimal a las cartas y, por lo tanto, esperaba que yo le pagara todos sus caprichos… Bueno, pues Mulcaster formaba parte de la pandilla; vi su figura desmañada arrastrando los pies allá abajo y le oí decir: «Es inútil, ha salido. Vamos a tomar una copa». Entonces saqué la cabeza por la ventana y le llamé: «Buenas noches, Mulcaster, vieja esponja, adulón, ¿te escondes ahora entre los adolescentes? ¿Has venido a devolverme los trescientos francos que te dejé para pagar a aquella pobre ramera que encontraste en el Casino? Era una suma muy mezquina para las molestias que ella se tomó y ¡
qué
molestias, Mulcaster! ¡Sube y págame, desgraciado rufián!». Eso, querido, les hizo despabilarse un poco, y subieron alborotando por las escaleras. Unos seis entraron en la habitación, y el resto se quedó despotricando afuera. Querido, su aspecto era francamente
extraordinario
. Habían estado en una de las ridículas cenas de su club y todos llevaban frac de colores… como una especie de librea. «Queridos», les dije, «parecéis una horda
muy
indisciplinada de lacayos». Entonces uno de ellos, a decir verdad un bocado bastante sabroso, me acusó de vicios pervertidos. «Querido», le repliqué, «es posible que sea invertido, pero no insaciable. Vuelve cuando estés
solo
». Entonces empezaron a blasfemar de manera muy grosera hasta que yo también empecé a irritarme. «La verdad», me dije, «pensar en todo el escándalo que se armó cuando tenía diecisiete años y el duque de Vincennes (el viejo Armand, naturalmente, no Philippe) me retó a duelo por un asunto de corazón (y de muchísimo más que corazón, puedo asegurártelo) con la duquesa (Stephanie, claro, no la vieja Poppy), y ahora tener que aguantar la impertinencia de estos donceles llenos de granos y alcohol…». Bien, pues abandoné mi tono de burla ligera y me permití ser
un poquitín
ofensivo.

»Entonces empezaron a decir: "Cogedle. Metedle en Mercurio". Bueno: como tú sabes, tengo en mi sala esculturas de Brancusi y algunas cosas bonitas, y no quería que empezaran a ponerse violentos, así que dije, apaciguador: "Estimados truhanes, si supiérais algo de psicología sexual sabríais que nada me daría mayor placer que verme manoseado por muchachotes fuertes como vosotros. Sería un éxtasis de los más pervertidos. O sea que si alguno de vosotros quiere ser mi pareja en la felicidad, que venga por mí. Si, por el contrario, simplemente deseáis verme en el agua para satisfacer alguna libido oscura y menos fácil de clasificar, acompañadme a la fuente, queridos patanes".

»¿Sabes una cosa? Cuando dije eso, todos se sintieron un poco ridículos. Bajé las escaleras con ellos y nadie se me acercó a menos de un metro. Entonces me metí en la fuente y, figúrate, la verdad es que resultó tan refrescante, que me quedé jugueteando un rato en el agua y adopté algunas poses, hasta que dieron media vuelta y se fueron malhumorados a casa. Oía como Boy Mulcaster decía: "Bueno, al menos conseguimos meterle en Mercurio".

»¿Sabes, Charles? Eso es exactamente lo que estarán diciendo dentro de treinta años. Cuando estén todos casados con mujeres flacuchas como gallinas y tengan por hijos a unos porcinos majaderos exactamente iguales a ellos, se emborracharán en las mismas cenas del club, con las mismas chaquetas de colores y seguirán diciendo, cuando alguien mencione mi nombre: "Le metimos en Mercurio una noche", y sus rústicas hijas reirán tontamente y pensarán que su padre echó su canita al aire en su día, lástima que se haya vuelto tan aburrido. ¡Oh,
la fatigue du Nord
!

No era, me constaba, la primera vez que habían tirado a Anthony al agua, pero el incidente parecía obsesionarle, porque otra vez durante la cena volvió al tema.

—Es imposible concebir que una cosa tan
desagradable
le ocurriera a Sebastian, ¿verdad?

—Sí —reconocí—; es imposible.

—No; Sebastian tiene tal encanto. —Levantó su vaso de vino del Rin a la luz de las velas y repitió—:
Tantísimo
encanto… ¿sabes? Fui a hacerle una visita al día siguiente. Pensé que el relato de mis aventuras nocturnas podría divertirle. ¿Y qué crees tú que encontré… aparte, naturalmente, del
divertidísimo
oso de peluche? A Mulcaster y a dos de sus compinches de la noche anterior. Ellos sí que se sintieron muy ridículos al verme, y Sebastian, tan sereno como la señora P-p-ponsonby-de-Tomkyns en
Punch
, dijo: «Conoces a lord Mulcaster, naturalmente», y los zoquetes, a su vez, dijeron: «Oh, sólo hemos venido a ver cómo estaba Aloysius». Porque ellos encuentran el osito de peluche tan divertido como nosotros… O me atrevería a insinuar que, incluso, un
poquito
más. Y se marcharon. Yo dije: "S-s-sebastian, ¿te das cuenta de que esos adulones calumniadores me insultaron anoche, y si no fuera por el buen tiempo que hace hubiera podido coger un g-g-grave resfriado?". "Pobrecitos", replicó; "imagino que estarían borrachos". Tiene una palabra caritativa para todo el mundo, ¿entiendes? Tiene tanto encanto…

»Me doy cuenta de que te ha cautivado por completo, querido Charles. Bueno, no me sorprende. Claro que no le conoces tanto como yo. Estuve en la escuela con él. No lo creerás, pero en aquella época la gente solía decir de él que era un
bastardo
. Bueno, sólo algunos muchachos malvados que le conocían bien. Los mejores deportistas le querían, claro, y los profesores también. Supongo que en el fondo tenían celos de él. Nunca le veías en aprietos. A los demás nos pegaban constantemente, de la manera más salvaje, con los pretextos más frívolos, pero a Sebastian nunca. Era el único a quien nunca le pegaron. Aún lo recuerdo bien a la edad de quince años. No tenía granos ¿sabes? Todos los demás tenían. Boy Mulcaster era literalmente escrofuloso. Pero Sebastian no. O quizá sí tenía alguno, uno algo pertinaz en la nuca. Me parece, pensándolo bien, que sí. Narciso con una pústula. El y yo éramos católicos, así que solíamos ir a misa juntos. Pasaba
tantísimo
tiempo en el confesionario que me preguntaba qué podría tener que confesar, porque nunca hacía nada malo; nunca nada
del todo
malo. Al menos, nunca le castigaron. Quizá se limitaba a prodigar su encanto a través de la rejilla. Yo me marché, como suelen decir, envuelto en una nube de desprestigio ¿sabes?… No llego a comprender esta expresión. Más bien me parecía un resplandor indeseable. El proceso exigió una serie de entrevistas desgarradoras con mi tutor. Fue desconcertante descubrir hasta qué punto aquel viejo afable resultó ser un observador. Las
cosas
que sabía de mí, y que yo creía nadie sabía excepto, quizá, Sebastian.

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