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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (9 page)

En Cornmarket un grupo de turistas discutían con su chófer sobre un mapa de carreteras en las escalinatas del hotel Clarendon y enfrente, saludé, a través de la venerable arcada de Golden Cross, a un grupo de estudiantes de mi College que habían desayunado allí y que ahora, fumando sus pipas, hacían tiempo en el patio de paredes cubiertas de hiedra. Una tropa de
boyscouts
, que también iban hacia la iglesia, envueltos en cintas y escudos de colores, pasaron a medio galope en formación nada militar; y en la encrucijada de Carfax encontré al alcalde y su séquito, con sus togas escarlatas y cadenas doradas, precedidos por los portadores de la vara, entre la mayor indiferencia, en procesión para escuchar el sermón en la iglesia de la ciudad. En St. Aldate me crucé con una fila de niños cantores de cuellos almidonados y extrañas gorras, camino de Tom Gate y de la catedral. De esta forma, a través de un mundo piadoso, llegué a las habitaciones de Sebastian.

Había salido. Leí las cartas —ninguna de ellas muy reveladora— que encontré desperdigadas por su escritorio, y examiné las invitaciones sobre la chimenea… no había ninguna nueva. Entonces me puse a leer
Lady into Fox
hasta que él volvió.

—He estado en la misa del Antiguo Palacio —dijo—. No he ido durante todo el trimestre, y monseñor Bell me invitó a cenar dos veces la semana pasada. Sé muy bien lo que eso significa: mamá le ha escrito varias cartas. Así que me senté delante de todos, donde por fuerza hubo de verme, y recé a gritos las avemarías del final; se acabó. ¿Qué tal tu cena con Anthony? ¿De qué hablasteis?

—Bueno, fue él quien habló casi todo el tiempo. Dime una cosa, ¿le conociste en Eton?

—Le expulsaron durante mi primer trimestre. Recuerdo haberle visto por allí. Siempre ha llamado la atención.

—¿Iba a la iglesia contigo?

—Me parece que no, ¿por qué?

—¿Conoce a algún miembro de tu familia?

—Charles, ¡qué raro estás hoy! No. Lo dudo mucho.

—¿No conoció a tu madre en Venecia?

—Creo que ella dijo algo al respecto, pero he olvidado qué. Me parece que ella estaba en casa de unos primos míos italianos, los Fogliere, y Anthony se presentó en el hotel con su familia. Los Fogliere dieron una fiesta a la que no fueron invitados. Sé que mamá dijo algo al respecto cuando le comenté que era amigo mío. No se me ocurre la razón para querer asistir a una fiesta de los Fogliere. La princesa está tan orgullosa de su sangre inglesa que nunca habla de otra cosa. En fin, tengo entendido que Anthony no molestaba especialmente a nadie. Era su madre quien resultaba difícil de aceptar.

—¿Y quién es la duquesa de Vincennes?

—¿Poppy?

—Stephanie.

—Eso debes preguntárselo a Anthony. Afirma haber vivido un idilio con ella.

—¿Y es verdad?

—Podría ser. Creo que es algo más o menos obligatorio en Cannes. ¿Por qué te interesa tanto?

—Sólo quería averiguar cuánto de verdad hay en lo que me contó anoche.

—Me extrañaría que te hubiera dicho una sola verdad. En eso reside su gran encanto.

—Tú quizá le encuentres encantador. Yo creo que es diabólico. ¿Sabes que se pasó toda la velada intentando ponerme en tu contra, y que casi lo logra?

—¿De verdad? Qué tonto. Aloysius no lo aprobaría en absoluto, ¿verdad que no, viejo osito pomposo? Y entonces entró Boy Mulcaster en la habitación.

3

Volví a casa para las largas vacaciones de verano sin dinero y sin proyectos. Cubrí los gastos de fin de curso vendiendo mi biombo a Collins por diez libras, de las cuales me quedaban cuatro. El último talón que firmé dejó en descubierto unos chelines, y en el banco me dijeron que no podía disponer de más dinero sin una autorización de mi padre. Mi próxima asignación no llegaría hasta octubre, por lo tanto, me esperaba un sombrío porvenir y, al pensar en él, me invadió una sensación parecida al remordimiento por el despilfarro de las últimas semanas.

Había empezado el trimestre con los gastos de manutención y matrícula pagados y más de cien libras en el bolsillo. Lo gasté todo, a pesar de que nunca pagaba ni un penique al contado si podía conseguir crédito. No tenía ninguna razón particular para hacer eso: obrar así tampoco me proporcionó un placer especial; el dinero se esfumó en tonterías. Sebastian solía burlarse de mí diciendo:

—Gastas el dinero como un corredor de apuestas.

Y, sin embargo, lo había gastado en él y con él. Su propia situación económica no era nada clara y siempre estaba en apuros.

—Todas esas cosas las llevan los abogados —explicaba, deprimido—, y supongo que distraen una buena parte del dinero. De todas formas, a mí no me llega gran cosa. Claro que mamá me daría lo que le pidiese.

—Entonces ¿por qué no le pides una asignación decente?

—Bueno, es que a mamá le gusta que todo sea un regalo. Es tan buena… —dijo, añadiendo una pincelada más al retrato que yo me estaba formando de ella.

Y ahora Sebastian había desaparecido para llevar su otra vida, de la que yo estaba excluido, y me quedé abandonado y arrepentido.

¡Con qué falta de generosidad renegamos, andando el tiempo, de los buenos propósitos de nuestra juventud, al evocar largos días de verano de irreflexiva disipación! No es sincero el relato sobre la historia de un muchacho, entre adolescente y adulto, si no describe la nostalgia que siente por la sana moral de los niños, el arrepentimiento, el propósito de enmienda, y esas horas negras que, como el cero en la ruleta, aparecen con una prevista regularidad.

Así transcurrió mi primera tarde en casa. Erré de una habitación a otra, mirando por los cristales, ya al jardín, ya a la calle, mientras me hacía amargas recriminaciones.

Sabía que mi padre estaba en casa, pero su estudio era inviolable y no salió a saludarme hasta la hora de la cena. Tenía entonces cerca de sesenta años, pero se esforzaba por aparentar muchos más; viéndolo se le daban setenta años, oyéndolo, casi ochenta. Vino a mi encuentro con su paso característico, arrastrando los pies al estilo mandarín, y con una tímida sonrisa de bienvenida dibujándose en sus labios. Cuando cenaba en casa, y pocas veces cenaba en otra parte, vestía esmoquin de terciopelo, que tan de moda estuvo hace muchos años y que volvería a estarlo más tarde, pero que en aquel momento era un arcaísmo deliberado.

—Mi querido muchacho, nadie me dijo que estabas aquí. ¿Has tenido un viaje muy fatigoso? ¿Te sirvieron el té? ¿Te encuentras bien? Acabo de hacer una adquisición algo audaz en Sonerscheins: un toro de terracota del siglo V. Lo estaba examinando y me olvidé de tu llegada. ¿Estaba muy lleno tu compartimiento? ¿Conseguiste asiento al lado de la ventanilla?

El viajaba tan poco que los relatos de viajes de los demás despertaban su curiosidad.

—¿Te dio Hayter el periódico de la tarde? Noticias no hay, claro… Sólo un montón de tonterías.

Se anunció la cena. Siguiendo una costumbre de largos años, mi padre se llevó un libro a la mesa y, al recordar mi presencia, lo dejó caer furtivamente debajo de su silla.

—¿Qué te apetece beber? Hayter, ¿qué tenemos para el señorito Charles?

—Queda algo de whisky.

—Queda whisky. ¿Prefieres quizá otra cosa? ¿Qué más tenemos?

—No hay nada más en la casa, señor.

—No hay nada más. Debes decirle a Hayter lo que te gusta beber y te lo conseguirá. Últimamente no tengo vino en casa. A mí me lo han prohibido y nadie viene a verme. Pero mientras estés aquí debes tomar lo que más te guste. ¿Te quedarás mucho tiempo?

—No lo sé con certeza, padre.

—Estas vacaciones son muy largas —dijo con nostalgia—. En mi época solíamos hacer lo que llamábamos excursiones instructivas, siempre a regiones montañosas. ¿Por qué? ¿Por qué —repitió, irritado— se piensa que el escenario alpino es propicio para el estudio?

—Había pensado inscribirme en una escuela de arte… en las clases de dibujo al natural.

—Mi querido muchacho, las encontrarás todas cerradas. Los alumnos se van a Barbizon o sitios así y pintan al aire libre. En mis tiempos había una cosa llamada «club de dibujo»: jóvenes de uno y otro sexo [resuello], todos en bicicleta [resuello],
knickers
de mezclilla, sombrillas de holanda y, según se decía, amor libre [resuello]. ¡
Cuánta
tontería! Supongo que siguen existiendo. Podrías probar.

—Uno de los problemas que tengo estas vacaciones es el económico, padre.

—Bueno, a tu edad una cosa así no debería preocuparte.

—Verá, es que ando un poco escaso.

—¿Ah, sí? —comentó mí padre sin la menor muestra de interés.

—En realidad, no sé exactamente cómo voy a arreglármelas durante los próximos dos meses.

—Bueno, yo soy la persona menos indicada para darte consejos. Nunca me he quedado «escaso», como tan penosamente lo llamas tú. Sin embargo, ¿de qué otra forma podrías haberlo expresado? ¿Sin blanca? ¿En la penuria? ¿Apurado? ¿Sin cinco? ¿Con el bolsillo vacío? [resuello]. ¿En las últimas? ¿A dos velas? Digamos que te encuentras apurado, y dejémoslo así. Tu abuelo me dijo una vez: «Debes vivir dentro de tus posibilidades, pero si alguna vez te ves en un aprieto, recurre a mí. No acudas nunca a los judíos». ¡Cuántas tonterías! Pruébalo. Vete a ver a esos caballeros de Jermyn Street que ofrecen adelantos sólo a cambio de tu firma. Mi querido muchacho, no te darán ni una libra.

—¿Qué sugiere que haga entonces?

—Tu primo Melchior hizo unas inversiones imprudentes y se encontró en
muy
graves apuros.
Él
se marchó a Australia.

No había visto a mi padre tan regocijado desde que halló dos páginas de papiros del siglo II entre las hojas de un breviario lombardo.

—Hayter, se me ha caído el libro.

Le fue devuelto de debajo de sus pies. Lo apoyó contra el
épergne
y durante el resto de la cena guardó silencio, exceptuando un resuello de júbilo que se le escapaba de vez en cuando y que, estoy convencido, no estaba provocado por lo que estaba leyendo.

Nos levantamos de la mesa, fuimos a sentarnos en la sala y, sin más, dejó de pensar en mi persona. Sus pensamientos, yo lo sabía, estaban muy lejos. Estaba reviviendo aquella época lejana en la que se desenvolvía a sus anchas, en la que el tiempo transcurría por siglos, las cifras quedaban desfiguradas y los nombres de sus compañeros no eran más que una falsa interpretación de palabras cuyo significado era totalmente distinto. Su manera de sentarse habría resultado del todo incómoda para cualquier otra persona: con el cuerpo torcido en su butaca de respaldo recto, mantenía el libro en alto y oblicuo con respecto a la luz. De vez en cuando sacaba un lápiz dorado de la cadena del reloj y anotaba algo al margen. Las ventanas estaban abiertas a la noche veraniega y los únicos sonidos audibles eran el tictac de los relojes, el murmullo distante del tráfico en Bayswater Road, y el ruido que hacía mi padre al pasar las páginas a intervalos regulares. Había pensado que sería poco diplomático fumar un puro después de proclamar mi pobreza, pero ahora, desesperado, subí a mi habitación en busca de uno. Mi padre ni siquiera levantó la cabeza. Lo perforé, lo encendí, y con renovada confianza dije:

—Padre, no querrá que pase todas las vacaciones aquí con usted, ¿verdad?

—¿Cómo?

—¿No le resultará muy pesado tenerme en casa durante tanto tiempo?

—Confío en que nunca exteriorizaría semejante sensación aunque la sintiera —repuso mi padre tranquilamente. Y volvió a su lectura.

La velada terminó: los muchos relojes repartidos por toda la sala dieron las once en diversos tonos musicales. Mi padre cerró el libro y se quitó las gafas.

—Sé bienvenido, mi querido muchacho. Quédate el tiempo que te convenga. —Al llegar a la puerta se detuvo y volvió a mirarme.— Tu primo Melchior se ganó el pasaje a Australia
al pie del mástil
[resuello]. Me pregunto qué significaría eso de «al pie del mástil».

Durante la semana siguiente, húmeda y bochornosa, las relaciones con mi padre se deterioraron de manera evidente. Le veía muy poco durante el día, pues pasaba interminables horas encerrado en la biblioteca. De vez en cuando salía y se acercaba a la barandilla, desde donde gritaba:

—Hayter, llame un coche.

Y se marchaba, algunas veces durante media hora o menos, otras durante todo el día. Nunca dio una explicación de sus ausencias. Yo veía a menudo que le subían bandejas a horas extrañas, con refrigerios frugales, más apropiados para niños: galletas, un vaso de leche, plátanos… Si por casualidad nos encontrábamos en un pasillo o en las escaleras, me miraba inexpresivamente y me decía: «Ajá» o «Mucho calor ¿eh?» o «Perfecto, perfecto»; por la noche, cuando bajaba a la sala con su esmoquin de terciopelo, siempre me saludaba con toda formalidad.

La mesa del comedor era a la hora de la cena nuestro campo de batalla.

La segunda noche me llevé un libro a la mesa. Su mirada afable y observadora se fijó en él con repentina atención y, al pasar por el vestíbulo, con gesto furtivo, dejó el suyo sobre una mesita. Una vez sentados ambos, dijo con tono quejumbroso:

—En serio, Charles, podrías hablar conmigo. He tenido un día muy agotador. Esperaba con ilusión poder conversar un rato.

—Naturalmente, padre. ¿De qué podríamos hablar?

—Anímate. Ayúdame a salir de mí mismo —dijo, malhumorado—. Háblame de los estrenos de teatro.

—Pero ¡si no he ido a ninguno!

—Deberías hacerlo, ¿sabes?, te lo digo en serio. No es natural que un muchacho pase todas las noches encerrado en casa.

—Bueno, padre, ya se lo dije. No me sobra dinero para permitirme el lujo de ir al teatro.

—Mi querido muchacho, no deberías dejarte dominar de esa forma por el dinero. Fíjate, a tu edad tu primo Melchior era copropietario de una obra musical. Fue una de sus pocas empresas logradas. Deberías ir al teatro como parte de tu educación. Si lees biografías de hombres eminentes, descubrirás que al menos la mitad de ellos iniciaron sus conocimientos del género dramático desde el gallinero. Tengo entendido que no hay mayor placer. Es allí donde se encuentran los críticos y aficionados de verdad. A eso se le llama «sentarse con los dioses». El gasto es irrisorio e, incluso mientras haces cola, en la calle actúan los saltimbanquis para entretenerte. Tú y yo nos sentaremos con los dioses una noche de éstas. ¿Qué te parece la cocina de la señora Abel?

—Igual que siempre.

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