Read Raistlin, mago guerrero Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, mago guerrero (14 page)

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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Al principio, el guerrero se había mostrado reacio a dejar solo a su hermano, pero Raistlin le aseguró que no corría peligro, y era verdad. Más de un asaltante de caminos, al ver la luz del sol destellar en la piel dorada de Raistlin y reverberar en la bola de cristal que coronaba el bastón, obviamente mágico, se escabullía para probar suerte con otro viajero. De hecho, los gemelos se sentían bastante decepcionados porque no habían tenido la oportunidad de probar sus nuevas habilidades marciales con nadie durante el largo viaje.

Caramon olisqueó, hambriento, el guiso de conejo. Los gemelos, cortos de dinero, hacían sólo una comida al día, y ésta era de lo que cazaban ellos mismos.

—¿Todavía no está hecho? Me muero de hambre. A mí me parece que ya está.

—Hasta una liebre puesta al sol sobre una roca te lo parecería, hermano —replicó Raistlin—. A las patatas y las cebollas aún les falta un rato, y la carne tiene que cocer otra media hora por lo menos.

El guerrero suspiró e intentó hacer oídos sordos a los insistentes rugidos de su estómago; para olvidar el hambre, contestó a la pregunta que su hermano le había hecho antes sobre el barón.

—La verdad es que es un poco raro —admitió—. Cada vez que pregunto por Ivor de Arbolongar, todo el mundo se ríe y hace comentarios socarrones sobre el Barón Loco, pero no parece que hablen de él con mala voluntad, ya me entiendes.

—N o, no te entiendo —repuso Raistlin, encrespado. No tenía muy buena opinión sobre la capacidad de observación de su hermano.

—Los hombres sonríen, y las mujeres suspiran y dicen que es un caballero encantador. Y si está loco, entonces a otras zonas de Ansalon por las que hemos pasado no les vendría mal esa clase de locura. Las calzadas están bien cuidadas, la gente bien alimentada, sus casas bien construidas y sin reparaciones pendientes. No se ven mendigos por las calles, ni bandidos en los caminos. Los campos están cultivados. En vista de todo eso, pensé que…

—¡Tú! ¡Pensar! —Raistlin resopló con sorna.

Caramon no lo escuchó. Toda su atención estaba puesta en el puchero, como si con mirarlo el conejo fuera a hacerse antes.

—¿Qué pensaste? —preguntó finalmente el joven mago.

—¿Eh? No sé. Déjame ver… ¡Ah, sí, ya me acuerdo! Pensé que quizá llamaban al tal Ivor el Barón Loco igual que en Solace solíamos llamar a Meggin la Arpía o Meggin la Chiflada. Quiero decir que yo siempre creí que esa mujer estaba tocada, pero tú afirmabas que no, y que era víctima de la
maleficencia.

—Maledicencia —corrigió Raistlin, mirando severamente a su gemelo.

—¡Pues eso! ¡Lo que he dicho! —contestó el guerrero, asintiendo con aire avisado—. Significa lo mismo, ¿no?

Raistlin miró hacia la calzada, por la que había un tránsito constante de hombres, jóvenes y viejos, a pie o a caballo, todos en dirección al castillo de Arbolongar. Saltaba a la vista que muchos de ellos eran veteranos, como los dos a los que Raistlin observaba en ese momento. Encima de las túnicas de cuero llevaban coseletes de malla, de cuyo borde inferior colgaban tiras de cuero que formaban una especie de faldillas. Las espadas tintineaban a sus costados, y sus brazos y piernas —desnudos bajo las túnicas—, así como sus rostros, estaban llenos de feos costurones. Al parecer, los dos veteranos se habían encontrado con un amigo, ya que los tres hombres se abrazaron y se palmearon las espaldas.

—¡Fíjate en esas cicatrices! —exclamó Caramon, que soltó un suspiro—. Algún día yo…

—¡Chitón! —ordenó perentoriamente el joven mago—. Quiero oír lo que están diciendo. —Se retiró un poco la capucha para escuchar mejor.

—Vaya, parece que te has cuidado bien durante el invierno —dijo uno de los hombres mientras miraba el abultado estómago de su amigo.

—¡Demasiado! —contestó el otro, gimiendo. Se enjugó el sudor que perlaba su frente, a pesar de que el sol se estaba poniendo y el aire empezaba a ser fresco—. Entre las comidas de Marria y la cerveza de la taberna… —Sacudió tristemente la cabeza—. Y que además mi cota de malla ha encogido…

—¡Encogido! —Sus amigos rechiflaron con sorna.

—Lo ha hecho —insistió el otro, ofendido—. ¿Recordáis aquella vez, en el asedio de Munston, cuando tuve que estar de guardia durante un aguacero? La condenada cota me aprieta desde entonces. Mi cuñado es herrero, y me dijo que había visto bastantes cotas que habían encogido por la humedad. ¿Por qué creéis que los herreros meten las espadas en agua cuando las están forjando, eh? —Miró intensamente a sus compañeros, ceñudo—. Para que el metal se comprima, por eso.

—Ya —dijo uno de los hombres, que le guiñó el ojo al otro—. Y apuesto a que tu cuñado te dijo también que tirases esa vieja cota de malla y le encargaras una nueva.

—Anda, pues claro —contestó el orondo soldado—. No podía unirme a las tropas del Barón Loco llevando una cota que había encogido, ¿o sí?

—¡No, no, claro! —convinieron sus amigos, que pusieron los ojos en blanco y disimularon sus sonrisas.

—Además —continuó el otro—, tenía los agujeros «de polillas.

—¡Agujeros de polillas! —exclamó uno, conteniendo a duras penas la carcajada—. ¿Agujeros de polillas en tu armadura?

—Sí, polillas del hierro —repuso el soldado con aire digno—. Cuando descubrí agujeros en mi cota, pensé que se debía a tener eslabones defectuosos, pero mi cuñado me dijo que no, que los eslabones estaban bien, pero que hay esas polillas que comen hierro y…

Aquello era más de lo que los otros dos podían aguantar. Empezaron a reírse con tantas ganas que uno de ellos tuvo que sentarse en la calzada, sujetándose el estómago con las manos y con los ojos llorosos, y el otro se vio obligado a recostarse en un árbol para sostenerse.

—Polillas del hierro —repitió Caramon muy impresionado. Echó una mirada preocupada a su recién estrenado coselete de brillante cota de malla, que había comprado antes de marcharse de Haven y del que estaba tremendamente orgulloso—. Raist, echa un vistazo a mi coselete, ¿quieres? ¿Ves si hay alguna…?

—¡Chist! —El mago asestó una mirada furiosa a su gemelo y Caramon guardó silencio, sumiso.

—Bueno, no te preocupes —dijo uno de los hombres mientras palmeaba la espalda de su regordete amigo—. El instructor Quesnelle te quitará toda esa grasa en un visto y no visto.

—¡Y que lo digas! —El hombre suspiró hondo—. ¿Qué nos tienen preparado para este verano? ¿Hay algún trabajo en puertas? ¿Habéis oído algo?

—No. —El hombre se encogió de hombros—. ¿Y a quién le importa? El Barón Loco escoge bien sus batallas. Mientras la paga sea buena…

—Que lo será —abundó el otro—. Cinco piezas de acero a la semana por cabeza.

Los gemelos intercambiaron una mirada.

—¡Cinco piezas de acero! —exclamó, pasmado, Caramon—. Eso es más en una semana que lo que yo ganaba en meses trabajando en la granja.

—Empiezo a pensar que tienes razón, hermano mío —susurró Raistlin—. Si este barón está loco, debería haber más lunáticos como él.

Luego siguió observando a los veteranos. Durante todo ese tiempo, los tres habían estado parados en la calzada, riendo e intercambiando los últimos chismes. Al cabo, echaron a andar calzada adelante marcando el paso por la fuerza de la costumbre. Lo de dormir al raso no rezaba para esos hombres, reflexionó Raistlin. Ni lo de cenar conejos escuálidos y patatas de siembra, que los gemelos habían comprado a la esposa de un granjero con el último dinero que les quedaba. Esos hombres tenían acero en sus bolsas y pasarían la noche en una cómoda posada.

—Raist, ¿podemos comer ya? —inquirió Caramon.

—Si no te importa masticar conejo poco hecho, supongo que sí. ¡Cuidado, utiliza el…!

—¡Ay! —Caramon retiró prestamente los dedos quemados y se los llevó a la boca—. Quema —masculló mientras se los chupaba.

—Sí, ésa es una de las propiedades del agua hirviendo —comentó cáustico su hermano—. ¡Toma, utiliza el cucharón! No, yo no quiero carne, sólo un poco de caldo y patatas. Cuando hayas terminado, prepárame la infusión.

—Claro, Raist —contestó Caramon con la boca llena—. Pero deberías comer algo de carne. Te mantiene fuerte. Y te hará falta estarlo cuando llegue el momento de luchar.

—Yo no tomaré parte en ninguna lucha física, Caramon. —Raistlin sonrió con desdén ante la ignorancia de su hermano—. Por lo que he leído, un mago guerrero se queda apartado, lejos de la línea de combate, rodeado por soldados que lo protegen. Eso lo capacita para ejecutar hechizos con relativa seguridad. Como los conjuros requieren tanta concentración, el mago no puede correr el riesgo de que lo distraigan.

—Yo estaré allí para protegerte, Raist —aseguró Caramon cuando pudo hablar, una vez que hubo engullido la patata entera que se había metido en la boca.

Raistlin suspiró y recordó aquella vez en que había estado tan enfermo con pulmonía y su hermano entraba de puntillas en la habitación y le tapaba bien con las mantas. Había habido momentos en que, estremecido por los escalofríos, tales atenciones fueron bien recibidas. Pero en otras ocasiones, cuando estaba ardiendo de fiebre, había pensado que las mantas iban a asfixiarlo.

Como un recordatorio de aquella enfermedad, Raistlin empezó a toser y a toser hasta que las costillas le dolieron y los ojos se le pusieron llorosos. Caramon, la viva imagen de la preocupación, lo miraba con ansiedad.

El mago apartó a un lado el cuenco con el caldo, que no se había tomado, y se arrebujó en la capa, tiritando.

—¡Mi infusión! —pidió con voz ronca.

Caramon se levantó de un salto, tirando al suelo el plato de madera con el resto de la cena, y se apresuró a preparar la tisana extraña, de sabor horrible y peor olor, que calmaba la tos a su hermano, le suavizaba la garganta y mitigaba el incesante dolor.

Arropado con su manta, Raistlin sostuvo la taza de madera entre las manos ahuecadas y bebió la infusión a sorbos, lentamente.

—¿Quieres algo más, Raist? —preguntó Caramon, que observaba a su hermano con preocupación.

—Que te ocupes de algo útil —ordenó de malas maneras—. ¡Me sacas de mis casillas! ¡Déjame en paz para que pueda descansar un poco!

—Claro, Raist —musitó Caramon—. ¡Eh…! Lavaré los platos…

—¡Estupendo! —dijo el mago entre dientes, y cerró los ojos.

Las pisadas del guerrero sonaron de un lado para otro. El puchero tintineó, los platos de madera entrechocaron. La leña mojada siseó y chisporroteó al echarla al fuego. Raistlin se tumbó y se tapó la cabeza con la manta, oyendo el trajinar de su gemelo que se esforzaba, con escaso éxito, en no hacer ruido.

«Caramon es como esa infusión —pensó, medio dormido—. Mis sentimientos hacia él se mezclan con la culpabilidad y la envidia. El sabor es amargo y cuesta de tragar, pero una vez que se ha tomado, un agradable calorcillo invade mi cuerpo, el dolor se calma y puedo dormir tranquilo por la certeza de que está ahí, a mi lado, en la noche, velando mi sueño.»

10

La ciudad de Arbolongar del Prado había crecido alrededor del castillo del barón, que ofrecía protección a sus habitantes y también, en días pasados, un mercado donde abastecerse. En la actualidad, era una ciudad próspera, con una población pequeña pero creciente que producía todo lo necesario no sólo para sí misma, sino también para el castillo y sus habitantes. Había un ambiente bullicioso y ajetreado, ya que era la leva de primavera y la población de la ciudad aumentaba enormemente con el regreso de los veteranos y la llegada de nuevos voluntarios.

Arbolongar del Prado era un lugar tranquilo durante el invierno, cuando los vientos helados soplaban desde las lejanas montañas y traían cellisca y nieve. Una ciudad tranquila, pero no aletargada. El herrero y sus ayudantes pasaban la estación fría trabajando duro en la forja, haciendo espadas y dagas, cotas de malla y petos, espuelas, ruedas de carreta y herraduras, todo lo cual tendría gran demanda cuando los soldados volvieran en primavera.

Los campesinos que no podían trabajar sus campos cubiertos de nieve se dedicaban a ejercer un segundo oficio. El invierno era la época para hacer objetos de buen cuero, y las mismas manos que empuñaban la azada en verano, cosían cinturones, guantes, túnicas y flamantes vainas para espadas y dagas. La mayoría de las piezas eran sencillas y resistentes, pero algunas estaban adornadas con repujados de complejo diseño que les daban un alto precio. Las esposas de los granjeros ponían en conserva huevos y manos de cerdo, y preparaban tarros de mermelada, jalea y miel para vender en los mercados al aire libre. Los molineros molían harina y maíz para hacer pan. Los tejedores trabajaban en sus telares, haciendo tejidos para mantas, capas y camisas, todas ellas bordadas con el emblema del barón: el bisonte.

Los taberneros y posaderos pasaban los grises meses de invierno limpiando, haciendo reformas, almacenando grandes cantidades de cerveza, vino, aguamiel y licores cordiales, además de recuperar el sueño perdido, que siempre era escaso cuando las tropas llegaban a la ciudad. Los joyeros, orfebres y plateros creaban piezas hermosas con las que tentar a los soldados a gastarse su acero. Toda la ciudad esperaba con impaciencia la leva de primavera y la campaña de verano. Durante esa agitada y frenética temporada, ganarían dinero suficiente para vivir el resto del año.

Caramon y Raistlin habían visto el Festival de la Cosecha que se celebraba en Haven anualmente y la afluencia de gente les había parecido impresionante a ambos, pero no estaban preparados para lo que les guardaba la leva de primavera en Arbolongar del Prado, cuya población se multiplicaba por cuatro. Los soldados, que abarrotaban la villa, iban por las calles empujándose unos a otros con buen talante, levantaban los tejados de las tabernas con sus carcajadas y sus cantos, acudían en masa a la calle de Espaderos, arengaban a los herreros, gastaban divertidas bromas a las camareras, regateaban con los vendedores o maldecían a los kenders, que estaban por todas partes, como una plaga.

La guardia del barón patrullaba las calles y no perdía de vista a los soldados, presta para intervenir si se producía un altercado, cosa que rara vez ocurría. El barón siempre tenía más voluntarios de los que necesitaba y cualquiera que diese un mal paso perdía su favor de manera definitiva, de modo que los soldados se ocupaban unos de otros: sacaban a los que se habían embriagado por la puerta trasera, ponían fin a peleas antes de que se extendieran a la calle, y se aseguraban de que a los taberneros se les retribuyera generosamente por cualquier desperfecto.

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