La cruel lanza había desgarrado el ala derecha y herido la pata trasera izquierda de Immolatus, y también le había causado un corte en el vientre. El dragón regresó cojeando a su cubil, mientras su sangre caía como lluvia en el suelo, y al llegar allí se encontró con que, en su ausencia, los ladrones le habían robado su tesoro.
Sus bramidos iracundos hendieron la cumbre de la montaña; juró, antes de entregarse al sueño, que jamás tendría nada que ver con humanos a no ser para arrancarles la cabeza y triturar sus huesos. Y tampoco quería saber nada de la Reina de la Oscuridad, que había traicionado a sus servidores.
Las heridas se le curaron y su cuerpo recuperó las fuerzas durante el largo sueño de siglos; no olvidó su juramento. Siete años atrás, el espíritu de la diosa Takhisis, ahora atrapada en el Abismo, se les había aparecido a sus dragones, había llamado a Immolatus para despertarlo del largo sueño y que de nuevo se uniera a ella en otra guerra que acabaría con todas las guerras.
El espíritu de la reina Takhisis había aparecido en su cueva, su pobre y vacío cubil, y expresó sus exigencias.
Immolatus había intentado morderla; al ser imposible tal cosa (no es fácil hundir los dientes en un espíritu), el dragón rodó sobre sí mismo y volvió a quedarse dormido, de vuelta a sus hermosos sueños de humanos despedazados y un cubil lleno de oro, perlas y zafiros.
Pero el sueño no llegaba, y cuando sí lo hacía, ocurría algo que le impedía disfrutarlo. Takhisis estaba siempre rondando, molestándolo, enviando mensajeros con órdenes y despachos. ¿Por qué no lo dejaba en paz? ¿Es que no se había sacrificado ya más que suficiente por su causa? ¿A cuántos mensajeros tendría que achicharrar para dejar claro lo que pensaba del asunto?
Estaba disfrutando inmensamente con el recuerdo del último humano que había visto cómo se convertía en cenizas, sonriendo al evocar el tufillo de carne humana quemándose, cuando el agradable sueño de Immolatus cambió. Empezó a soñar con moscas.
A los dragones no les molestaban esos insectos. A las que atormentaban eran a las criaturas inferiores, seres que no estaban dotados con las benditas escamas, animales con pelo y pieles. Aun así, Immolatus soñó con moscas, con una mosca que le picaba. No era doloroso, pero sí molesto, irritante, de modo que el dragón soñó que se rascaba para espantarla y, amodorrado, levantó una de las patas traseras para hacerlo. La mosca dejó de picarle, y el dragón se acababa de acomodar, de nuevo tranquilo, cuando los malditos picotazos se reanudaron, esta vez en otro punto. La mosca había saltado de un sitio a otro.
Ahora realmente irritado, Immolatus despertó brusca y furiosamente de su sueño. La claridad de la mañana entraba en la caverna a través de una perforación en la cara de la [montaña. Immolatus giró la enorme cabeza, mirando con ojos relucientes en derredor para localizar al latoso insecto que estaba en su hombro izquierdo, con las fauces abiertas para acabar con el problema rápidamente, de un mordisco; el reptil se quedó pasmado al ver, no a una mosca, sino a una humana.
—¿Qué? —bramó, cogido completamente por sorpresa.
La humana iba vestida con armadura y una capa forrada de zalea, y estaba encaramada a su hombro, allí sentada tranquilamente, como uno de aquellos condenados caballeros a lomos de un caballo de guerra. Immolatus la miró de hito en hito, estupefacto a más no poder ante tamaña audacia, y la humana arremetió dolorosamente con la punta de una espada en su carne.
—Tienes una escama suelta aquí, mi señor dragón —dijo la humana mientras levantaba la escama, que era del tamaño de una losa e igualmente pesada—. ¿Lo sabías?
Immolatus, cuya mente estaba embotada por el sueño y los soporíferos efectos de la carne de cabra montes, inhaló profundamente, presto a enviar a aquella irritante criatura al siguiente plano de la no existencia. No obstante, frenó en la garganta la abrasadora exhalación cuando su mente se despejó un poco más y le advirtió que no sólo freiría a la indeseable intrusa, sino también su hombro.
Immolatus gargareó un poco y se tragó la llama que borboteaba en su estómago. Tenía otras armas, entre ellas un buen número de hechizos, aunque éstos requerían cierto esfuerzo del reptil para ejecutarlos, y se sentía demasiado perezoso para intentar recordar las complicadas palabras que se precisaban para llevarlos a cabo. Su mejor y más eficaz arma era el miedo; sus inmensos ojos rojos, cuyas pupilas eran más grandes que la cabeza de la humana, se clavaron en los oscuros de la intrusa, y proyectó en aquella pequeña mente escenas de su propia muerte: calcinada por fuego, desgarrada por uñas y dientes, aplastada y convertida en pulpa al rodar sobre ella.
La humana se estremeció bajo su asalto mental, se tornó pálida, pero, al mismo tiempo, la hoja de la espada se hundió más.
—Imagino, mi señor, que nunca has cortado un pollo en trozos para hacer un guiso —dijo la humana con un leve temblor en la voz, que enseguida controló y suprimió—. ¿Estoy en lo cierto? Sí, eso suponía. Lástima, porque si hubieses cortado un pollo, mi señor, sabrías que este tendón, que pasa justo por aquí, controla tu ala. —Mientras hablaba, pinchó una y otra vez con la punta de la espada—. Si cortara ese tendón —la hoja se hundió un poco más—, ya no podrías volar.
Ni que decir tiene que Immolatus nunca había troceado un pollo —por lo general se los comía enteros, varias docenas a la vez—, pero sí tenía un profundo conocimiento de su propia anatomía. Y también de las consecuencias de heridas recibidas en sus alas, las cuales le habían dejado recluido en su cubil, incapacitado para volar o cazar, soportando los aguijonazos del hambre y de la sed.
—Eres poderoso, mi señor —dijo la humana—. Y muy diestro con la magia. También me podrías matar de un mordisco. Pero no antes de que te hubiese ocasionado un daño considerable.
Para entonces, la irritación de Immolatus había desaparecido. El dragón había dominado la ira y tampoco estaba hambriento; de eso se había encargado la cabra montes. El reptil empezaba a sentirse fascinado.
La humana era respetuosa, dirigiéndose a él como «mi señor». Absolutamente adecuado y apropiado. La humana había sentido miedo, pero lo había domeñado, e Immolatus aplaudía semejante valor. Estaba impresionado con su inteligencia, su ingenio. Había conseguido despertar su curiosidad y deseaba continuar la conversación. Además, podía matarla después.
—Bájate de mi hombro —dijo—. Me está entrando tortícolis al tener la cabeza girada así para mirarte.
—Cómo lo siento, mi señor —contestó la humana—, pero sin duda entiendes que al bajarme de aquí me quedo en desventaja. Entregaré mi mensaje desde donde estoy.
—No te haré daño. Al menos, de momento.
—¿Y por qué tanta magnanimidad, mi señor?
—Digamos que tengo curiosidad. ¡Por nuestra voluble reina, quiero saber por qué estás aquí! ¿Qué quieres de mí? ¿Qué puede ser tan importante para que te arriesgues a morir por hablar conmigo?
—Te puedo contestar a todo desde donde estoy sentada, mi señor —repuso la humana.
—¡Condenación! —bramó el reptil—. ¡Baja de ahí y hablemos cómodamente! Si decido acabar contigo, te avisaré antes, te permitiré preparar tus ridículas armas, aunque sólo sea para divertirme. ¿Conforme?
La humana consideró la propuesta y decidió aceptarla.
Saltó ágilmente de su hombro al suelo de piedra de la caverna; el, ¡ay!, vacío suelo de su cubil. Immolatus contempló aquella vaciedad con sombría melancolía.
—N o puede ser la codicia por mi tesoro lo que te trajo. A no ser que tengas un deseo ardiente de apoderarte de unas cuantas piedras. —Soltó un profundo suspiro y apoyó la cabeza en una roca, con lo que tuvo a la mujer al nivel de los ojos—. Eso está mejor. Mucho más cómodo. Y ahora, dime quién eres y por qué has venido.
—Me llamo Kitiara Uth Matar —empezó la mujer.
—Uth Matar —retumbó Immolatus—. Suena a solámnico. —Frunció el ceño y se planteó la idea de matarla cuanto antes—. No siento ningún aprecio por los solámnicos.
—Sin embargo, sé que nos respetas —adujo, orgullosa, Kitiara—. Como también nosotros te respetamos a ti, mi señor. —Inclinó la cabeza—. No como los otros necios del mundo, que se ríen cuando se menciona a los dragones y aseguran que sólo son cuentos de kender.
—¡Cuentos de kender! —Immolatus alzó la cabeza—. ¿Es eso lo que dicen de nosotros?
—En efecto, mi señor.
—¿Nada de canciones de holocausto y conflagración? ¿Nada de ciudades incendiadas y cuerpos carbonizados ni relatos de bebés asesinados y tesoros robados? ¿Que somos…? —Immolatus apenas podía hablar por la indignación—. ¿Que somos cuentos de kender?
—Por eso estoy aquí, mi señor. Lamentablemente —añadió Kitiara.
Immolatus sabía que él, sus hermanos y hermanas habían estado durmiendo muchas décadas, incluso siglos, pero había creído que el temor reverencial que inspiraban los dragones, las historias sobre sus magníficas hazañas, el miedo y el odio que engendraban se habrían transmitido de generación en generación.
—Piensa en los viejos tiempos —continuó Kitiara—. Recuerda los días de tu juventud. ¿Cuántas veces salieron partidas de caballeros para buscarte y matarte?
—Muchísimas —dijo Immolatus—. Diez, o incluso veinte, al tiempo aparecían al menos dos veces al año.
—¿Y cuan a menudo entraban ladrones en tu cubil, resueltos a apoderarse de tu tesoro, mi señor?
—Cada mes —contestó el dragón, cuya cola se sacudió al evocar esos recuerdos—. Y con más frecuencia si se daba el caso de que el número de enanos en la zona aumentaba. Unas criaturas molestas, los enanos.
—Y en la actualidad, ¿cada cuánto han intentado los ladrones robar tu tesoro?
—¡No tengo ningún tesoro que robar! —gritó, dolido, Immolatus.
—Pero los ladrones ignoran ese detalle —arguyo Kitiara—. ¿Cuántas veces te han atacado en la caverna? Me atrevería a decir que la respuesta es ninguna, mi señor. ¿Y por qué? Porque nadie cree ya en vosotros, nadie sabe de vuestra existencia. Los dragones sólo sois un mito, unas criaturas de leyenda, un cuento para entretenerse un rato mientras se toman una jarra de cerveza fresca.
Immolatus rugió con tanta fuerza que las paredes de roca se sacudieron, se desprendió una rociada de piedras del techo de la caverna y se abrieron grietas en el suelo; la humana tuvo que agarrarse a una estalactita que tenía a mano para no caerse.
—¡Es verdad! —El dragón chascó los dientes de un modo salvaje—. ¡Lo que dices es cierto! Nunca se me había ocurrido enfocarlo así. A veces me preguntaba por qué no aparecía nadie, pero siempre supuse que era el miedo el que los mantenía alejados de aquí. ¡No el… el olvido más absoluto!
—La reina Takhisis se propone hacerles que lo recuerden, mi señor —manifestó fríamente Kitiara.
—¿De veras? —Immolatus rezongó entre dientes y su inmenso corpachón rebulló. Pasó las garras sobre el suelo de piedra, dejando profundas marcas en la roca—. Quizá la juzgué mal. Creí que… En fin, qué más da. No tiene ninguna importancia. ¿De modo que te ha enviado con un mensaje para mí?
—Sí. —Kitiara inclinó nuevamente la cabeza—. Me manda el general Ariakas, jefe supremo del ejército de la Reina Takhisis, con un mensaje para Immolatus, el más grande y fuerte dragón de Su Oscura Majestad. —Kitiara sacó el rollo de vitela—. Si mi señor tiene a bien leerlo…
Immolatus movió una zarpa en ademán displicente.
—Léelo tú. Me cuesta trabajo descifrar los garabatos de los humanos.
Kitiara inclinó la cabeza por tercera vez, desenrolló el papel y leyó lo escrito. Cuando llegó al párrafo que decía «Cuatro son las veces que has desdeñado mi orden. No habrá una quinta. Estoy perdiendo la paciencia», Immolatus se encogió un poco, a despecho de sí mismo. Percibía claramente la ira de su soberana en aquellas palabras.
—Pero ¿cómo iba yo a imaginar que el mundo había llegado a esto? —masculló entre dientes el reptil—. ¡Los dragones olvidados! O, lo que es peor, ¡siendo objeto de mofa!
—«Adopta una forma humana y regresa a Sanction con el portador de esta misiva y de mi sello para, una vez allí, presentarte ante lord Ariakas, designado como general de mis ejércitos de los Dragones.» —continuó leyendo Kitiara.
—¡Una forma humana! —Immolatus resopló y una breve llamarada salió por sus ollares—. No pienso hacerlo —manifestó, malhumorado—. Conque el mundo ha olvidado a los dragones ¿no? Entonces saldrá muy pronto de su error. Me contemplará en toda mi gloria. ¡Caeré sobre la gente como un rayo! ¡Entonces sabrán lo que son los dragones, por nuestra Oscura Señora! ¡Creerán que Takhisis ha asido el ardiente sol y ha hecho que caiga sobre ellos!
Kitiara frunció los labios.
—Bien, ¿qué pasa? —Immolatus la miró ceñudo—. Si crees que me preocupa desobedecer las órdenes de Takhisis, quítatelo de la cabeza —manifestó enfurruñado—. ¿Quién es ella para proclamarse nuestra reina? El mundo nos fue entregado a los
dragones
para que hiciésemos lo que quisiéramos, y entonces se presentó ante nosotros haciéndonos promesas, una distinta con cada una de sus cinco bocas. ¿Y adonde nos llevaron esas promesas? ¡A la punta aguzada de la lanza de algún caballero! ¡O, lo que es peor, a acabar hechos pedazos por uno de esos condenados Dragones Dorados!
—Y eso precisamente será lo que pasará si llevas adelante tu plan, mi señor—adujo Kitiara.
Immolatus bramó y la montaña se estremeció; salió humo entre las fauces del reptil, que entreabrió la horrenda boca.
—Estás empezando a hartarme, humana. Ten cuidado. Me he dado cuenta de que empiezo a tener hambre.
—Bien, sales al mundo ¿y qué harás? —inquirió la mujer mientras señalaba la boca del cubil del dragón—. Destruir unas cuantas casas, quemar algunos graneros y puede que incluso destruyas un castillo o dos. Unos pocos de cientos de personas morirán. —Se encogió de hombros—. ¿Y qué? No puedes matarlos a todos, y los supervivientes se agruparán, vendrán a buscarte y te encontrarán… solo, sin respaldo, abandonado por tus hermanos, olvidado por nuestra reina. Y también vendrán los Dragones Dorados. Y los Plateados. Porque no habrá nada que los detenga. Eres poderoso, Immolatus, pero sólo eres uno y ellos, muchos. Acabarás cayendo.
La cola del dragón descargó un latigazo y la montaña se estremeció. Sin embargo, la humana no se arredró. Dio un paso adelante, osando acercarse más a los enormes dientes que podían partirla en dos de un mordisco. Aunque la ira ardía en sus entrañas como si fuera azufre, Immolatus no pudo menos que sentirse impresionado por el valor de la mujer.