Read Raistlin, mago guerrero Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, mago guerrero (7 page)

Kit había oído otros términos para encuentros de ese tipo, pero se abstuvo de mencionarlos. Tenía una pobre opinión de las mujeres en general, y eso incluía a la supuesta Reina de la Oscuridad. Kitiara se había criado en un mundo en el que los dioses no existían, un mundo en el que el ser humano dependía exclusivamente de sí mismo para llegar a ser alguien y alcanzar sus metas. Oyó los primeros rumores sobre esa recién llegada Reina de la Oscuridad año s atrás, en sus viajes por todo Ansalon. Había desestimado dichos rumores, suponiendo que la tal Reina Oscura era otra invención de algún clérigo charlatán para estafar a los crédulos. Igual que la embaucadora sacerdotisa del falso dios serpiente Belzor, una sacerdotisa que había muerto a manos de Kit, con su cuchillo clavado en la garganta. Para sorpresa de la guerrera, el culto a la Reina de la Oscuridad no había decaído. Por el contrario, había crecido en poder y en número de seguidores, y ahora se hablaba de que Takhisis intentaba salir del Abismo, donde había sido confinada hacía mucho tiempo, para regresar al mundo y conquistarlo.

Kit estaba más que dispuesta a conquistar el mundo, pero se proponía hacerlo en su propio nombre.

—¿Es apuesto el tal Ariakas? —preguntó.

—¿Qué has dicho?

Estaban pasando por el mercado de esclavos, y los dos se habían llevado la mano a la nariz para evitar el hedor. Esperaron a reanudar la conversación hasta dejar bastante atrás el lugar.

—¡Puag! —exclamó Kit—. Y yo que pensaba que el olor a huevos podridos era desagradable. Te preguntaba si Ariakas era un hombre bien parecido.

—Sólo a una mujer se le ocurriría hacer esa pregunta. —Balif parecía irritado—. ¿Y cómo demonios voy a saber eso? No es mi tipo, eso puedo jurarlo. Es un hechicero —añadió, como si lo uno fuese al hilo de lo otro.

Kit frunció el ceño. Era descendiente de solámnicos, y su padre había sido un Caballero de Solamnia antes de que sus fechorías provocaran su expulsión de la Orden, de modo que Kitiara había heredado la desconfianza y el desagrado de su familia hacia los magos.

—N o es una buena recomendación, precisamente —repuso, escueta.

—¿Qué hay de malo en que sea hechicero? —demandó Balif—. Tu propio hermanito tiene escarceos con el arte. Que yo recuerde, fuiste tú quien lo ayudó a dar el primer paso.

—Raistlin era demasiado débil para hacer otra cosa —replicó Kit—. Tenía que encontrar un modo de sobrevivir en este mundo, y yo sabía que no sería con la espada. Por lo que me has contado, el tal general Ariakas no tiene esa excusa.

—Tampoco es que haga tanto uso de su magia —dijo Balif a la defensiva—. Es guerrero hasta la médula, pero nunca está de más disponer de otra arma a mano. Igual que tú tienes un cuchillo guardado en la bota.

—Supongo que sí —convino Kitiara de mala gana. Hasta el momento, no estaba muy impresionada por lo que había oído sobre el general Ariakas.

A Balif no se le pasó por alto su actitud y la interpretó a la perfección. Estaba a punto de lanzarse a contar otra hazaña de su admirado general, un relato que estaba seguro que Kit sabría apreciar —la historia de cómo había ascendido Ariakas al poder asesinando a su propio padre—, pero Kit ya no le prestaba atención. La mujer se había parado a la puerta de una forja y contemplaba ensimismada una reluciente espada que se exhibía en un astillero, a las puertas del taller.

—¡Oh, mira eso! —exclamó mientras alargaba la mano hacia el arma.

Era una ronfea o espada «de palmo y medio», ya que su hoja era más larga y estrecha que la conocida como espada bastarda, un factor muy apreciado por Kit puesto que los adversarios varones solían tener los brazos más largos. Con un arma así compensaba su alcance más corto.

Kitiara no había visto una espada tan maravillosa en toda su vida; parecía hecha a propósito para ella. La cogió con mimo del astillero, casi con miedo de probarla, temerosa de encontrarle alguna imperfección. Ciñó la mano al puño forrado con cuero. Casi todos los mangos de las espadas bastardas estaban hechos para la mano de un hombre y resultaban demasiado gruesos para la de ella. Sus dedos se cerraron amorosamente en torno a la espiga; le encajaba perfectamente.

Comprobó el equilibrio, asegurándose de que la hoja no era pesada en exceso, lo que ocasionaría dolor en el codo, ni demasiado ligera, comprobando que el peso de la empuñadura compensaba el de la hoja. El equilibrio era ideal; la espada parecía una prolongación de su mano.

Se estaba enamorando del arma, pero tenía que actuar con tiento, fríamente, sin precipitarse. Sostuvo la espada de manera que la luz incidiera en ella y la examinó meticulosamente, parte por parte, tirando de ellas, sacudiéndolas, a fin de asegurarse de que ninguna de ellas tintineaba ni bailaba por estar floja o tener holgura. Superada esa prueba, comprobó el conjunto de la empuñadura, la separación entre la guarda y su mano y la sensación al manejarla, para lo que realizó pequeños movimientos de ensayo con la muñeca. Los gavilanes y la guarda eran un exquisito trabajo de talla y resultaba una delicia mirarlos, pero una apariencia bonita importaba poco si no servían para parar golpes contrarios y defender la mano y el antebrazo.

Kit salió al centro de la calle, adoptó la postura de combate y sostuvo el acero ante ella, tomando nota de la longitud y de la sensación percibida al extender el arma. Realizó un par de golpes de prueba, interrumpiéndolos bruscamente a mitad de recorrido a fin de calcular el impulso y ver si un movimiento, una vez iniciado, podía cambiarse con facilidad.

Por último, apoyó la punta del acero en el suelo, sostuvo la espada por los gavilanes con las dos manos e hizo presión hasta que la hoja se curvó en un suave arco. Un guerrero no querría depender de una cuchilla tan frágil que se rompiera o tan blanda que se doblara y se quedara combada. Pero esta hoja era tan flexible y dúctil como la caricia de un amante.

El forjador estaba trabajando dentro del taller; su ayudante, que había estado ojo avizor a posibles clientes y ahuyentando kenders, se acercó presuroso a la puerta.

—Tenemos espadas mucho mejores dentro, señor —dijo al tiempo que hacía una obsequiosa reverencia y señalaba el interior caluroso y lleno de humo—. Si hacéis el favor de entrar, señor… ¡Oh!, os pido disculpas, señora. ¡Eh…! puedo mostraros el trabajo del maestro.

—¿Es éste un trabajo suyo? —preguntó Kit, aferrando con fuerza la espada.

—No, no, señora —contestó el ayudante con actitud desdeñosa—. Si gustáis entrar, examinad esas otras armas.

Son obra de mi maestro. —De nuevo intentó convencerla para que entrara en el taller, donde la tendría a su merced.

—¿Quién hizo esta espada? —preguntó Kitiara, que había tomado buena nota de las otras armas, advirtiendo la mala calidad del acero y del trabajo.

—¿Que cómo se llama? —El ayudante arrugó la frente, intentando recordar un detalle tan nimio—. Ironfeld, creo. Theros Ironfeld.

—¿Dónde está su taller? —inquirió la guerrera.

—En ningún sitio. Se quemó —contestó el ayudante, poniendo en blanco los ojos—. No por accidente, ya sabéis a lo que me refiero. Era un tipo demasiado arrogante para el gusto de algunas personas de Sanction. Se lo tenía muy creído. Había que darle una buena lección. Normalmente no tendríamos un trabajo tan malo en nuestro taller, pero el pobre tipo que nos vendió esta espada estaba pasando una mala racha, y mi maestro es un hombre muy generoso. Parecéis ser una dama que sabe elegir, exigente. Podemos hacer algo mucho mejor para vos. Bien, si hacéis el favor de entrar al taller…

—Quiero esta espada —dijo Kit—. ¿Cuánto pides?

El ayudante frunció los labios en ademán desaprobador, y dedicó un momento más en intentar persuadirla, tras lo cual dijo un precio. Kit enarcó las cejas.

—Eso es mucho para una espada de tan mala calidad —comentó.

—Ha estado ocupando sitio en el astillero —repuso secamente el ayudante—. Pagamos demasiado por ella, pero el pobre tipo estaba…

—Pasando una mala racha. Sí, ya lo has dicho antes.

Kitiara regateó con el hombre y al final accedió a pagar el precio que había pedido si incluía una vaina de cuero y un cinturón.

—Págale —le dijo a Balif—. Te lo devolveré tan pronto como tenga dinero.

Balif sacó su bolsa y contó las monedas, todas ellas de acero y acuñadas con el busto de Ariakas.

—¡Qué ganga! —dijo Kit mientras se abrochaba el cinturón, ajustándolo de manera que le resultara cómodo y que dejara la espada al alcance de la mano. Si hubiese sido dos dedos más baja, la larga hoja habría arrastrado por el suelo—. ¡Esta espada vale diez veces el precio que ese necio pidió! Te devolveré el dinero —añadió.

—No es necesario que lo hagas —contestó Balif—. He sabido abrirme camino y las cosas me van bien.

—No quiero deberle nada a ningún hombre —espetó Kitiara, cuyos oscuros ojos centellearon—. Siempre pago mis deudas. O accedes o te quedas con la espada. —Se llevó la mano a la hebilla del cinturón, como si fuera a quitárselo en ese mismo instante.

—¡Bien, de acuerdo! —Balif se encogió de hombros—. Como tú digas. Ven, nos dirigimos hacia allí, al otro lado del río de lava. El cuartel general de Ariakas está en el interior del gran templo construido en honor de la Reina Oscura. El Templo de Luerkhisis. Muy impresionante.

Un largo y ancho puente natural, de granito, se extendía sobre el río de lava, como lo conocían los contados oriundos de Sanction que quedaban tras la llegada de las fuerzas de la Reina de la Oscuridad. El río ardiente fluía desde los Señores de la Muerte, tres volcanes activos de la cordillera de la Muerte, una estribación de las montañas Khalkist; los cauces de la abrasadora corriente rodeaban Sanction por tres lados y desembocaban, siseando, en el Nuevo Mar. La ciudad estaba aislada, bien protegida, ya que sólo había dos pasos transitables en las montañas, y estaban fuertemente guardados. Cualquiera que fuese sorprendido en uno de esos pasos era apresado y llevado a Sanction, a un segundo santuario, el Templo de Duerghast, construido después del Cataclismo en honor de una deidad a la que se ofrecían sacrificios humanos.

Allí, todos los que entraban en Sanction eran sometidos a interrogatorio y aquellos que daban las respuestas adecuadas quedaban en libertad. A quienes no tenían las respuestas correctas les aguardaban los calabozos, con la cámara de tortura situada convenientemente cerca del depósito de cadáveres; «a un paso», como había dicho un kender, y fueron sus últimas palabras.

Los que abandonaban Sanction por medios más agradables y menos permanentes, necesitaban un pase firmado por el propio general Ariakas. A todos los demás se los retenía y sólo les quedaban dos alternativas: o se quedaban en Sanction a la fuerza o eran escoltados al temido Templo de Duerghast.

Balif había proporcionado a Kitiara un salvoconducto y un santo y seña, por lo que se le había permitido entrar en la ciudad sin hacer esos recorridos previos. La mujer había llegado en barco, la única vía aparte de los dos pasos de montaña para entrar y salir de Sanction.

El puerto estaba bloqueado por barcos del ejército de Ariakas, los cuales realizaban la vigilancia de la superficie, en tanto que las profundidades estaban guardadas por monstruos marinos. Todas las embarcaciones de recreo y los pequeños barcos pesqueros de los habitantes de Sanction habían sido apresados y quemados a fin de que la gente no pudiera utilizarlos para escapar, escabulléndose a través del bloqueo. De ese modo, el general Ariakas mantenía la concentración de tropas en secreto para el resto de Ansalon, aunque probablemente nadie lo habría creído.

Por aquel entonces, casi cuatro años antes del comienzo de lo que se llamaría la Guerra de la Lanza, el general Ariakas empezaba a reunir su fuerza militar. Los espías como Balif, absolutamente leales y totalmente dedicados a la causa, viajaban de incógnito de una punta a otra de Ansalon y entraban en contacto con todos aquellos inclinados a seguir el camino de la oscuridad, apelando a su avaricia y a sus odios, prometiendo saqueos, botines y la destrucción de sus enemigos si firmaban y entregaban sus vidas a Ariakas y sus almas a Takhisis.

Bandas de goblins y hobgoblins, hostigados a lo largo de los años por los Caballeros de Solamnia, acudieron a Sanction jurando tomar venganza. A los ogros se los engatusó para que dejaran sus bastiones en las montañas con promesas de masacres sin cuento. Los minotauros llegaron para alcanzar honor y gloria en la batalla. También acudieron humanos con la esperanza de compartir las riquezas que se conquistarían cuando los elfos fuesen expulsados de sus antiguos reinos y el resto de Ansalon fuera aplastado bajo la bota del general Ariakas. Los clérigos oscuros se deleitaron con su recién hallado poder clerical, un poder que nadie más tenía en Ansalon, ya que la Reina Oscura había mantenido su regreso al mundo en secreto para los demás dioses, con la excepción de uno, su hijo Nuitari, dios de la magia negra. En su nombre, hechiceros Túnicas Negras realizaban sus trabajos arcanos en secreto y se preparaban para el glorioso retorno al mundo de su reina.

Nuitari tenía dos primos: Solinari, hijo del dios Paladine y la diosa Mishakal; y Lunitari, hija del dios Gilean. El primero era el dios de la magia blanca, y la segunda, de la magia neutral. Estas tres deidades estaban muy unidas por el vínculo de su amor a la magia. Sus tres lunas —la blanca, la roja y la negra— orbitaban alrededor de Krynn, de modo que resultaba difícil que uno de los dioses mantuviera algo en secreto de los otros dos, incluso el frío, oscuro y sigiloso Nuitari.

En consecuencia, había en Ansalon quienes veían las sombras proyectadas por negras alas y habían empezado a hacer sus propios preparativos. Cuando finalmente la Reina Oscura atacó, cuatro años después de que tuvieran lugar los acontecimientos del presente relato, no pilló completamente desprevenidas a las fuerzas del Bien.

Pero ese día no había llegado aún; sólo se preveía su devenir.

El puente de piedra cruzaba el río de lava y llevaba al recinto del Templo de Luerkhisis; estaba custodiado por la guardia personal de Ariakas que, en aquel momento, era la única tropa bien adiestrada en Sanction. Kitiara y Balif esperaron en la fila, detrás de un mísero comerciante que había insistido en hablar personalmente con Ariakas.

—¡Sus hombres destrozaron mi establecimiento! —explicó mientras se retorcía las manos—. ¡Rompieron los muebles, se bebieron mi mejor vino, insultaron a mi esposa, y cuando les ordené que se marcharan me amenazaron con incendiar mi posada! Me dijeron que el general Ariakas pagaría los daños, y he venido para pedírselo.

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