Read Raistlin, mago guerrero Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, mago guerrero (9 page)

—Lord Ariakas, os pido disculpas por el acto de insubordinación…

Ariakas lo interrumpió agitando una mano.

—No, no te preocupes por eso. Estamos tratando de transformar una pandilla de bufones y rufianes en una fuerza de combate relativamente decente. Eran de esperar algunos contratiempos. A decir verdad, he de felicitarte, jefe de compañía. Tus hombres se comportan muy bien, todos están aprendiendo mejor de lo que esperaba. Que no se enteren de lo que he dicho, sin embargo. Que crean que estoy disgustado con ellos. Dentro de quince minutos, regresad y reanudad la instrucción de la compañía. El mismo ejercicio: arremetida y recuperación. Una vez que dominen eso perfectamente, podrán aprender cualquier cosa.

—Señor —dijo el jefe de la segunda compañía—, ¿hemos de ordenar a los sargentos que azoten a los hombres si es necesario?

—No, Beren, la flagelación es mi arma. Quiero que me teman. El respeto va de la mano con el miedo. —Esbozó una mueca—. Contentaos con ser odiados, caballeros. Conformaos con miradas severas y unas cuantas palabras bien escogidas. Si alguno de los hombres desobedece, enviádmelo, y yo me encargaré de él.

—Sí, señor. ¿Alguna otra orden, señor?

—Sí. Seguid con la instrucción al menos otra hora y media, después parad para la cena y que los hombres se retiren a descansar. Cuando sea noche cerrada y los hombres estén profundamente dormidos, despertadlos y sacadlos de los catres. Haced que trasladen las tiendas de la zona norte del campamento a la zona sur. Tienen que aprender a despertarse rápidamente cuando se dé la alarma, y a trabajar en la oscuridad y mantenerse organizados para que así puedan levantar el campamento a cualquier hora y con cualquier clase de tiempo.

Los cuatro oficiales se volvieron para marcharse.

—Una cosa más —les. dijo Ariakas—. Kholos, te pondrás al mando de este regimiento dentro de dos semanas. Para entonces yo empezaré a instruir a un nuevo regimiento de reclutas. Beren, tú te quedarás conmigo como mi jefe superior de compañía. Y vosotros dos iréis con Kholos. Nombraré nuevos oficiales para cubrir el resto de los puestos. ¿Está claro?

Los cuatro saludaron y regresaron junto a sus compañías. Kholos parecía particularmente complacido. Además de ser un buen ascenso, su promoción demostraba que, a pesar del infortunado incidente, Ariakas todavía confiaba en él.

Ariakas cambió de postura en el catre y gimió,, deseando que se aflojara la tensión de los músculos de su espalda. Recordó los días de su juventud, cuando hacía marchas de quince kilómetros cargado con los catorce kilos de la cota de malla y el peto de acero y todavía le sobraba energía para disfrutar con la batalla, y deleitarse en el estimulante amor por la vida que se experimenta cuando se está a punto de perderla, y oír de nuevo el ensordecedor choque cuando las primeras líneas se encuentran, y recordar la feroz brega que determina quién ha de vivir y quién ha de morir…

—Señor. ¿Estáis despierto, señor? —Su asistente estaba junto al poste de la entrada.

—¿Acaso soy un viejo para regalarme con una pequeña siesta a media tarde? —Ariakas se incorporó rápidamente y asestó una mirada desabrida al asistente—. Bien, ¿qué pasa?

—El capitán Balif está aquí, señor, como se le ordenó. Y ha traído una visita.

—¡Ah, sí! —Ariakas recordó a la bonita joven que estaba en un extremo del campo de entrenamiento. ¡Por los dioses, sí que tenía que estar viejo para haberse olvidado de ella! Sólo llevaba encima las botas y las faldillas hechas con tiras de cuero que se ponía debajo de la cota de malla, pero si lo que le habían contado sobre esa mujer era verdad, no le molestaría ver a un hombre medio desnudo—. Hazlos pasar.

Ella fue la primera en entrar, seguida de Balif, que saludó y se puso firme. La mujer captó todo el entorno en una sola ojeada y después su mirada se quedó prendida en la de Ariakas. No era una doncella tímida con los párpados entornados modestamente, desde luego. Y tampoco era una moza descarada, cuyos parpadeos ocultaran el duro brillo de la codicia. La mirada de esta mujer era directa, penetrante y audaz. Ariakas, que, ni que decir tiene, había esperado ser él quien hiciera el escrutinio, se encontró con que era él quien estaba siendo examinado. La mujer lo estaba sopesando, evaluando, y si no le gustaba lo que veía, se marcharía.

En cualquier otro momento, Ariakas podría haberse sentido ofendido, incluso insultado, pero estaba contento por el modo en que las tropas habían actuado hoy, y esta mujer, con su cabello rizoso, su bien torneada figura y sus oscuros ojos, lo intrigaba poderosamente.

—Señor —dijo Balif—, os presento a Kitiara Uth Matar.

Solámnica. Así que de ahí le venía ese orgullo, ese aire desafiante, como si retara al mundo a interponerse en su camino. Alguien le había enseñado cómo llevar una espada, con soltura, como si formara parte de su cuerpo; y un cuerpo muy hermoso, dicho fuera de paso. Empero, había algo artificioso en la tal Kitiara. Aquella sonrisa ambigua no era herencia de un puritano Caballero de Solamnia.

—Kitiara Uth Matar, bienvenida a Sanction —dijo Ariakas, plantando sus fuertes manos en el cinturón de las faldillas de cuero. Sus ojos se entrecerraron—. Creo que nos hemos visto antes.

—No tengo ese honor, señor —contestó Kitiara. La sonrisa ambigua se ensanchó, y en los oscuros ojos asomó un destello ardiente—. Estoy segura de que lo recordaría.

—La habéis visto, señor —intervino Balif, cuya presencia casi había olvidado Ariakas—, pero no os conocisteis. Fue en Neraka, el año pasado, cuando estuvisteis allí para supervisar la construcción del gran templo.

—¡Ah, sí, ahora me acuerdo! —Se volvió hacia Kit—. Habías estado explorando Qualinesti, según recuerdo. Al comandante Kholos le complació mucho tu informe. Te alegrará saber que nos proponemos hacer buen uso de esa formación contra los sectarios elfos.

La sonrisa ambigua se crispó un instante y después se endureció. El fuego de los ojos centelleó de nuevo, pero fue rápidamente ahogado. Ariakas se preguntó contra qué pedernal había golpeado su acero para hacer saltar esa chispa.

—Me complace haberos sido de utilidad, señor —fue todo cuanto dijo la mujer; sin embargo, su tono sonó frío, respetuoso.

—Sentaos los dos, por favor. ¡Andros! —Ariakas dio unas palmadas y acudió un esclavo, un chico de unos dieciséis años, capturado durante una incursión a alguna infortunada ciudad y que llevaba las marcas de una vida dura llena de abusos en su rostro magullado—. Trae vino y carne para nuestros invitados. Supongo que compartiréis mi cena, ¿verdad?

—Será un placer, señor —dijo Kitiara.

Otro esclavo fue enviado a traer más sillas plegables de campaña. Ariakas tiró al suelo un mapa de Abanasinia que había sobre una mesa y los tres tomaron asiento.

—Perdonad la tosquedad del refrigerio. —Ariakas se dirigió a sus dos invitados, aunque sus ojos estaban prendidos sólo en uno de ellos—. Cuando vengáis a visitarme a mi cuartel general, os agasajaré con la mejor cocina de Ansalon. Una de mis esclavas es una cocinera excelente. Eso es lo que le salvó la vida, de modo que se esmera al máximo en su trabajo.

—Estoy deseando que llegue ese día, señor —dijo Kitiara.

—¡Comed, comed! —animó Ariakas, señalando con un gesto de la mano la pata de venado recién asada que los esclavos habían traído en una siseante bandeja de barro. El general sacó el cuchillo que llevaba al cinto y cortó una tajada de carne—. No os andéis con ceremonias. ¡Por Su Oscura Majestad, estoy hambriento! Hemos tenido un día movido de trabajo ahí fuera.

Observó a la guerrera para ver qué decía. Kitiara, que asía su propio cuchillo, cortó otra tajada de carne para ella.

—Imponéis una férrea disciplina, señor —comentó, y atacó el trozo de carne con el entusiasmo de un veterano de campaña que no sabe con certeza cuándo o dónde tomará su próxima comida—. Y, a juzgar por lo que he visto, tenéis tropas de sobra. O es eso o es que planeáis reunir otro ejército de soldados muertos.

—Los que se enrolan en mi ejército reciben buena paga —replicó Ariakas—. Y puntualmente. A diferencia de otros generales, yo no licencio a la mitad de mis tropas en otoño para que puedan ir a casa y recojan sus cosechas. A mis soldados no se les exige vivir fuera de las ciudades que capturan y saquean. Esa es una bonificación. Una paga regular da orgullo a un hombre; es una recompensa por un trabajo bien hecho. Pero aun así —encogió los inmensos hombros—, siempre hay descontentos, como en cualquier ejército. Es mejor librarse de ellos al momento. Si empiezo a mimarlos, a consentirles todos los caprichos, los demás aflojarán el ritmo. Me perderán el respeto, a mí y a mis oficiales, y a continuación perderán el respeto por sí mismos. Y cuando un ejército pierde el respeto, está acabado.

Kitiara había dejado de comer para escucharlo y hacerle el cumplido de prestarle toda su atención. Cuando el general hubo terminado, le hizo un mayor cumplido al meditar sus palabras; después asintió con un breve y seco cabeceo, mostrando su conformidad.

—Cuéntame cosas sobre ti, Kitiara Uth Matar —dijo Ariakas mientras hacía una seña al esclavo para que llenara de nuevo las copas. Advirtió que la mujer bebía de la suya saboreándola, disfrutando el vino, pero que también sabía dejar la copa a un lado. Al contrario que Balif, que había vaciado la primera, había acabado de un trago con la segunda y ya empezaba con la tercera.

—N o hay mucho que contar, señor —dijo la guerrera—. Nací y me crié en Solace, una pequeña ciudad de Abanasinia. Mi padre era Gregor Uth Matar, un solámnico de noble cuna, un Caballero de Solamnia. Fue uno de los mejores guerreros —agregó, manifestándolo como un hecho, no alardeando—. Pero no aguantaba las absurdas e insignificantes reglas de la Orden, el modo en que intentaban dirigir la vida de un hombre. Así que decidió vender su espada y sus aptitudes allí donde él quisiera. Me llevó a presenciar mi primera batalla cuando tenía cinco años, y me enseñó a utilizar la espada, me enseñó a luchar. Se marchó de casa cuando era una chiquilla y no lo he vuelto a ver desde entonces.

—¿Y tú? —inquirió Ariakas.

—Soy digna hija de mi padre, señor —respondió Kit, alzando la barbilla.

—¿Con eso quieres decir que no te gustan las reglas? —Ariakas frunció el ceño—. ¿No te gusta obedecer órdenes?

La mujer hizo una pausa, meditando bien sus palabras, lo bastante perspicaz para comprender que su futuro dependía de ellas, pero con la firmeza, el orgullo y la seguridad en sí misma suficientes como para decir la verdad.

—Si encontrara un general al que admirara, un jefe en quien pudiera poner mi confianza y mi respeto, un hombre que poseyera sentido común e inteligencia, obedecería las órdenes dadas por una persona así. Y… —Vaciló.

—¿Y? —repitió Ariakas, instándola a continuar con una sonrisa.

La mujer entrecerró los párpados y sus ojos centellearon bajo las espesas pestañas.

—Y, por supuesto, un superior así tendría que conseguir que me mereciera la pena tal obediencia.

Ariakas se echó hacia atrás en la silla y estalló en carcajadas. Rió tanto y con tantas ganas, golpeando con su copa en la mesa, que uno de sus asistentes, desafiando todos los convencionalismos, se asomó para ver qué había hecho tanta gracia a su señoría. Ariakas no era célebre por su buen humor, precisamente.

—Creo que puedo prometerte un general que satisfará todas tus exigencias, Kitiara Uth Matar. Necesito varios oficiales más y creo que tú encajas en el puesto. Tendrás que demostrar tu valía, desde luego. Demostrar tu valor, tu destreza y tus recursos.

—Estoy dispuesta a ello, señor —manifestó fríamente Kitiara—. Encargadme la tarea que queráis.

—Capitán Balif, me has hecho un buen servicio —dijo lord Ariakas—. Me ocuparé de que se te recompense por ello. —El general garabateó algo en un trozo de papel y llamó a voces a su asistente, que entró en la tienda con prontitud—. Acompaña al capitán Balif a la contaduría y entrega esto a los pagadores. —Le tendió la nota—. Ven a verme mañana, capitán. Tengo otra misión para ti.

Balif se incorporó con movimientos un tanto inestables. Aceptó la orden implícita de que se marchara con buen talante, ya que había visto la cifra escrita en el vale. Sabía perfectamente que había perdido a Kitiara, que la mujer había ascendido a un nivel superior, uno al que él no podía seguirla. También la conocía lo suficiente para deducir que no era probable que hiciera nada en su favor en el futuro. Ya había tenido su recompensa. Posó la mano en el hombro de la mujer cuando pasó junto a ella; Kitiara se la quitó de encima con un movimiento brusco^ y de ese modo se separaron sus caminos.

Habiéndose librado de su asistente y del capitán Balif, Ariakas cerró la solapa de entrada de la tienda. Se acercó a Kitiara, parándose a su espalda, agarró un puñado de oscuros y crespos rizos, tiró de su cabeza hacia atrás, y la besó en los labios con fuerza, rudamente.

Su pasión había retornado, y con una intensidad que lo sorprendió. Ella devolvió el beso fieramente, e hincó las uñas en los brazos desnudos del hombre. Y entonces, cuando Ariakas ansiaba más, Kitiara se apartó de él.

—¿Es así como he de demostrar mi valía, señor? —preguntó—. ¿En vuestro lecho?

—¡No, maldita sea! Claro que no —contestó con voz enronquecida. La agarró por la cintura y la atrajo hacia sí—. Pero eso no quita que podamos pasar un rato agradable!

Ella se inclinó hacia atrás, retirándose, arqueando la espalda y poniendo las manos en el torso masculino. No estaba actuando con remilgo ni se le estaba resistiendo. De hecho, a juzgar por el brillo de sus ojos y el modo en que su respiración se había acelerado, estaba luchando contra sus propios deseos.

—¡Pensadlo, señor! Decís que queréis nombrarme oficial,

—Así es. ¡Lo haré!

—Entonces, si ahora me metéis en vuestra cama, se comentará entre los soldados que habéis ascendido a oficial a vuestra amante, como una diversión.

Ariakas la observó en silencio. Nunca había conocido a una mujer así; una mujer capaz no sólo de igualarlo, sino de amerarlo en su propio terreno. Con todo, no la soltó. También era la primera vez que conocía a una mujer que le resultara tan tentadora.

—Dejadme que os demuestre mi valía, señor —continuó Kitiara, que, en lugar de retirarse, se aproximó más a él, lo suficiente para que sintiera la calidez de su cuerpo, su estremecida tensión—. Permitid que primero gane renombre en vuestro ejército por mis propios méritos, que vuestros soldados se hagan lenguas de mi arrojo en la batalla. Entonces dirán que lord Ariakas lleva a una guerrera a su cama, no a una puta.

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