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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, mago guerrero (10 page)

Ariakas pasó la mano por el rizoso cabello de la mujer, enredando en él los dedos. Luego los cerró y tiró con fuerza, dolorosamente. Advirtió el brillo de las lágrimas involuntarias en los ojos femeninos.

—Jamás una mujer me ha rechazado y ha vivido para contarlo —dijo.

La contempló largamente, esperando poder vislumbrar un atisbo de miedo en aquellos oscuros ojos. De haberlo visto, le habría roto el cuello sin vacilar.

Kitiara le sostuvo la mirada tranquila, fijamente, en tanto que la sonrisa ambigua se insinuaba en sus labios.

Ariakas se echó a reír, aunque la risa sonaba un tanto pesarosa, y la soltó.

—D e acuerdo, Kitiara Uth Matar. Lo que dices tiene sentido. Te daré la oportunidad de probar tu valía. Necesito un mensajero.

—Imagino que tenéis emisarios de sobra —comentó Kitiara, contrariada—. Yo busco la gloria en la batalla.

—Digamos que «tenía» emisarios de sobra —repuso Ariakas con una sonrisa desagradable. Sirvió dos copas de vino con las que quitar hierro al deseo insatisfecho de ambos—. Su número está menguando. Ya he enviado a cuatro con esta misión y ni uno solo ha regresado.

—Eso suena más prometedor, señor. —Kitiara había recuperado el buen humor—. ¿Cuál es el mensaje y a quién hay que entregarlo?

Las espesas y oscuras cejas de Ariakas se fruncieron, dando al hombre una expresión severa y sombría. Sus dedos apretaron con fuerza la copa de vino.

—E l mensaje es éste: dirás que yo, Ariakas, general de los ejércitos de Su Oscura Majestad, le ordeno, en nombre de Su Oscura Majestad, que se presente ante mí en Sanction. Le dirás que lo necesito, que Su Oscura Majestad lo necesita. Le dirás que si me desobedece, que si desobedece a su reina, será bajo su propia responsabilidad.

—Llevaré vuestro mensaje, señor —prometió Kitiara. Enarcó una ceja—. Aunque cabe la posibilidad de que ese hombre necesite cierta persuasión. ¿Tengo vuestro permiso para hacer lo que sea preciso para forzar su conformidad?

—Tienes mi permiso para intentar obligarlo a que me obedezca, Kitiara Uth Matar. —Ariakas sonrió maliciosamente—. Aunque quizá te encuentres con que no es una tarea sencilla.

—Nunca he conocido un hombre que me diga «no», señor, y haya vivido para contarlo —repuso la mujer, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo se llama? ¿Dónde lo encontraré?

—Vive en una caverna en las montañas aledañas a Neraka. Se llama Immolatus.

—Immolatus —repitió Kit con el entrecejo fruncido—. Qué nombre tan extraño para un hombre.

—Para un hombre sí —convino Ariakas mientras servía otras dos copas de vino. Tenía la sensación de que la mujer iba a necesitarla—. Pero no para un dragón.

7

Kitiara estaba acostada boca arriba entre las mantas, con las manos enlazadas debajo de la cabeza y mirando furibunda a la luna roja, la riente Lunitari. Kit sabía muy bien por qué se reía.

—La caza de la «becada horrendus» —rezongó en voz alta, como si mordiera las palabras—. ¡Es una maldita caza de la becada horrendus!

Incapaz de conciliar el sueño, apartó las mantas, paseó alrededor de la pequeña hoguera, bebió un poco de agua, y luego, aburrida y frustrada, se sentó para atizar las brasas rojas con un palo. Saltó una lluvia de chispas hacia el cielo nocturno; al seguir hurgando la lumbre, la mujer acabó por apagar accidentalmente el ya moribundo rescoldo. Kitiara evocó aquella caza de la becada horrendus, el bromazo que le habían gastado al bobalicón de Caramon.

Todos los Compañeros estaban metidos en la inocentada, con excepción de Sturm Brightblade, quien, si se lo hubiesen contado, les habría soltado un sermón interminable y habría acabado por estropear la diversión. Habría dejado salir del saco a la becada horrendus, por así decirlo.

Cada vez que los amigos se reunían, Kitiara, Tanis, Raistlin, Tasslehoff y Flint hablaban de las excelencias de la caza de la becada horrendus, de lo apasionante del rastreo, de la ferocidad de la criatura cuando se la acorralaba, de la tierna carne, cuyo sabor al parecer rivalizaba con la del pollo. Caramon escuchaba con los ojos y la boca abiertos de par en par, y se oían las ruidosas protestas de su estómago.

—A la becada horrendus sólo se la puede atrapar a la luz de Solinari —había afirmado Tanis.

—Y hay que esperar en el bosque, silencioso como un elfo al acecho, con un saco en la mano —siguió con el juego Flint—. Y después tienes que llamar: «¡Ven al saco a darte un festín, becada horrendus! ¡Ven al saco a darte un festín!».

—Porque, verás, Caramon —le había dicho Kitiara a su hermano—, las becadas horrendus son tan crédulas que cuando oyen esas palabras, corren directamente hacia ti y se meten de cabeza en el saco.

—Y entonces tienes que atar la boca del saco rápidamente —había añadido Raistlin— y agarrarlo fuerte, porque cuando la becada horrendus comprenda que se le ha tendido una trampa, intentará liberarse y, si lo consigue, hará trizas a quien la ha atrapado.

—¿Qué tamaño tienen? —había preguntado Caramon, que parecía un poco arredrado.

—¡Oh, poco más que un tejón! —le había asegurado Tasslehoff—. Pero tienen unos dientes tan afilados como los de un lobo, y unas garras tan aguzadas como las de un zombi, y una cola con un enorme aguijón, como un escorpión.

—Asegúrate de encontrar un saco bien fuerte, muchacho —había sido el consejo de Flint, quien se vio obligado a tapar la boca al kender, porque a éste le había entrado de repente un ataque de risa.

—Pero ¿es que vosotros no vais a venir? —había preguntado Caramon, sorprendido.

—La becada horrendus es sagrada para los elfos —había manifestado Tanis con aire solemne— y nos está prohibido matar ninguna.

—Yo soy demasiado viejo —había exclamado Flint, con un suspiro—. Mis días de la caza de la becada horrendus ya han quedado atrás. Te corresponde a ti defender y mantener alto el pabellón de Solace.

—Yo maté a mi becada horrendus cuando tenía doce años —había dicho Kitiara con orgullo.

—¡Caray! —Caramon estaba impresionado y también alicaído. Al fin y al cabo ya tenía dieciocho años y hasta ahora no había sabido qué era una becada horrendus. Alzó la cabeza, resuelto—. ¡No os defraudaré!

—Sabemos que no, hermano. —Raistlin había puesto las manos en los anchos hombros de su gemelo—. Todos nos sentimos muy orgullosos de ti.

Cómo se habían reído esa noche, reunidos en casa de Flint, al imaginar a Caramon plantado allí fuera toda la noche, pálido y tembloroso en la oscuridad, y llamando: «¡Ven a mi saco a darte un festín, becada horrendus!». Y cómo rieron aún más a la mañana siguiente, cuando apareció Caramon, falto de aliento por la excitación, sosteniendo el saco que contenía la escurridiza becada horrendus, que no dejaba de agitarse en el interior.

—¿Por qué suelta esa especie de risita? —había preguntado Caramon, observando fijamente el saco.

—Es el sonido que emiten todas las becadas horrendus cuando se las atrapa —había explicado Raistlin, al que le costaba hablar por el esfuerzo de contener la risa—. Cuéntanos la cacería, hermano.

Caramon les había relatado cómo había llamado y cómo la becada horrendus había salido corriendo de la oscuridad para saltar al saco, y cómo él, Caramon, con gran arrojo, había cerrado la boca del saco y, tras un forcejeo, había logrado dominar a la peligrosa becada horrendus.

—¿Le atizamos en la cabeza antes de sacarla? —había preguntado Caramon al tiempo que blandía un grueso palo.

—¡No! —chilló la becada horrendus.

—¡Sí! —bramó Flint, que intentó sin ningún éxito quitarle el palo a Caramon.

Y entonces, Tanis, pensando que la broma ya había ido demasiado lejos, liberó a la becada horrendus, que resultó tener un increíble parecido con Tasslehoff Burrfoot.

Nadie había reído con más ganas que el propio Caramon, una vez que le hubieron explicado la broma y le aseguraron que todos se la habían tragado en su momento. Mejor dicho, todos excepto Kit, quien había manifestado que ella nunca había sido tan boba como para ir a cazar la imaginaria becada horrendus.

Al menos, no hasta ahora.

—Tanto daría si estuviera en estas malditas montañas con un saco en la mano y llamando: «¡Ven, dragón, ven! ¡Aquí tengo un festín para ti!». —Soltó una maldición, irritada, y lanzó una patada a los restos chamuscados de un tronco. Se preguntó, como lo había hecho durante los últimos siete días, desde que partió de Sanction, por qué el general Ariakas la había enviado con esta ridícula misión. Ki tiara creía en los dragones tan poco o menos que en las becadas horrendus—. ¡Dragones!

Soltó un resoplido de irritación. La gente de Sanction no hablaba de otra cosa. Sus habitantes afirmaban adorar a los dragones, el Templo de la Reina Oscura tenía la forma de un dragón, Balif le había preguntado una vez si le daría miedo encontrarse con uno de esos reptiles. No obstante, que Kitiara supiera, ninguna de esas personas había visto uno jamás; un dragón de verdad, de los que respiraban fuego y masticaban azufre. El único que conocían era uno tallado en la fría piedra de la ladera de una montaña.

Cuando Ariakas le comunicó que tenía que reunirse con un dragón, Kit se había echado a reír.

—No es cosa de chanza, Uth Matar —le había dicho el general, pero la mujer reparó en el centelleo de sus ojos oscuros.

Entonces, creyendo todavía que se trataba de una broma que él le estaba gastando, Kit se había enfadado. El centelleo había desaparecido de los ojos del general, tornándose fríos, crueles y vacíos.

—Te he encomendado una misión, Uth Matar —le había dicho Ariakas en un tono tan frío y vacío como sus ojos—. La tomas o la dejas.

La tomó, claro, porque ¿qué opción tenía? Había pedido una escolta de soldados, pero el general rehusó tajantemente. Dijo que no podía permitirse el lujo de perder más hombres en esa misión, que tal vez Uth Matar se sentía incapaz de realizar esa tarea sin ayuda, y que a lo mejor convenía que le encargara a otra persona el trabajo. Alguien más interesado en ganarse su favor.

Kitiara había aceptado el reto de Ariakas de ir a las estribaciones de las Khalkist, donde el presunto dragón había vivido durante siglos, o eso dijo Ariakas, antes de que lo despertara la Reina de la Oscuridad. Kitiara no tuvo más remedio que aceptar.

Los tres primeros días que siguieron a su partida de Sanction, Kitiara había estado en guardia, atenta a la emboscada que estaba convencida que se produciría: la emboscada ordenada por Ariakas y que estaba pensada para poner a prueba su destreza combativa. Juró que no sería ella a la que dejarían esperando con el saco abierto y, que si sostenía un saco, dentro habría cabezas.

Pero los tres días pasaron sin incidentes. Nadie saltó sobre ella desde la oscuridad, ni desde detrás de los arbustos, salvo una iracunda ardilla listada a la que molestó mientras se daba un atracón de frutos.

Ariakas le había proporcionado un mapa en el que estaba señalado su punto de destino; un mapa que, según él, pertenecía a los clérigos del Templo de Luerkhisis; un mapa que revelaba la ubicación de la caverna del supuesto dragón llamado Immolatus. Cuanto más se aproximaba a su punto de destino, más desolado se tornaba el paisaje. Kitiara empezó a sentirse intranquila. Ciertamente, si ella hubiese tenido que escoger un lugar donde pudiera encontrarse un dragón, sería este sitio. Al cuarto día, hasta los contados buitres que la habían estado observando con hambrientos y esperanzados ojos, siguiéndola desde Sanction, desaparecieron a la par que emitían graznidos ominosos cuando la mujer trepó más y más arriba por la ladera de la montaña.

Al quinto día, Kit no llegó a ver un solo pájaro, ni un animal terrestre, ni siquiera una chinche. No hubo moscas zumbando alrededor de su comida cuando sacaba la carne seca de ración. No aparecieron hormigas para llevarse las miguitas de pan de munición. Había viajado a buen paso, avanzando mucho. Sanction quedaba oculto tras el pico de la segunda montaña, cuya cumbre desaparecía en la perpetua nube de vapor y humo suspendida sobre los Señores de la Muerte. A veces sentía temblar el suelo bajo sus pies; lo había achacado a los movimientos telúricos de la zona, pero ahora no estaba tan segura. Tal vez los ruidos los hiciera un colosal dragón al rebullir y retorcerse en sueños; sueños de riquezas y de muerte.

Al sexto día, Kitiara empezó a sentirse realmente alarmada. El suelo sobre el que caminaba era absolutamente baldío, sin el menor signo de vida. Había sobrepasado el límite de altura en que crecían árboles y la calidez de la primavera había quedado muy atrás, cierto; sin embargo, tendría que haber encontrado algún que otro arbusto raquítico aferrándose a las rocas, o parches de nieve en las zonas de umbría, pero no quedaba ni rastro del blanco elemento, y la mujer se preguntó qué la habría derretido. El único matojo que encontró en la senda estaba ennegrecido, y las rocas chamuscadas, como si un incendio forestal hubiese arrasado la vertiente. Empero, no podía haber un incendio forestal en un área donde no crecían árboles.

Cavilando sobre este fenómeno, acababa de llegar a la conclusión de que debía de haber sido la descarga de un rayo, cuando, al rodear un peñasco, tropezó con el cadáver.

Kit lo miró de hito en hito y reculó un paso. Había visto muchos hombres muertos con anterioridad, pero no así. El cuerpo estaba calcinado, consumido por un fuego tan abrasador que sólo había dejado los huesos más grandes, como el cráneo, las costillas, la columna vertebral y las piernas. Los huesos más pequeños, los de los dedos de las manos y los pies, se habían convertido en cenizas.

El cadáver yacía boca abajo. Sin duda estaba huyendo de su enemigo cuando el fuego lo alcanzó, devorando la carne del cuerpo. Kitiara reconoció el emblema del chamuscado yelmo que todavía cubría el cráneo; el mismo que lucía la espada tirada varios pasos detrás de él. Supuso que si le daba la vuelta al cadáver para mirar el peto sobre el que yacían los huesos, como un costillar socarrado sobre una bandeja metálica, encontraría repetido el mismo emblema: el águila negra con las alas extendidas. El emblema del general Ariakas.

Kitiara empezó a creer.

—Puede que seas tú el último que se ría, Caramon —dijo, pesarosa, mientras alzaba la vista hacia la cumbre de la montaña, estrechando los ojos para protegerlos del resol.

No vislumbró nada salvo el cielo azul, pero se sintió vulnerable y desprotegida en mitad de la empinada ladera, de modo que se agazapó detrás del peñasco, advirtiendo de paso que el granito también había sido alcanzado por el fuego y que la piedra se había derretido en parte.

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