—Insigne señor, escúchame. Su Majestad tiene un plan. Ha despertado a sus dragones —explicó Kitiara—, a todos sus dragones. Cuando llegue el momento oportuno, los enviará a la guerra. No habrá nada en Krynn que pueda aguantar el embate de su furia, y el mundo estará a su merced. Tú y los tuyos gobernaréis Krynn en nombre de la reina.
—¿Y cuándo llegará ese glorioso momento? —demandó Immolatus.
—Lo ignoro, mi señor —contestó humildemente Kitiara—. Sólo soy un mensajero y, por ende, sin acceso a los secretos de mi superior. Pero si vienes conmigo al campamento del general Ariakas, con forma humana como recomienda Su Majestad, sin duda tendrás información puntual de todo cuanto haya que saber.
—¡Mírame! —gruñó el dragón—. ¡Contempla mi magnificencia! ¿Y aun así tienes la audacia de pedirme que me rebaje a adoptar la forma de un cuerpo ridículo, débil, blando, insignificante como el tuyo?
—No soy yo quien te pide tal sacrificio, mi señor —adujo Kitiara, haciendo una reverencia—. Es nuestra reina quien lo pide. Puedo asegurarte una cosa, mi señor Immolatus: eres un elegido de Su Majestad. Sólo a ti se te ha pedido que salgas al mundo en este momento para aceptar tan difícil desafío. Ninguno de los otros ha recibido tal honor. Su Majestad necesita al mejor, y ha acudido a ti.
—¿A ninguno de los otros? —inquirió Immolatus, sorprendido.
—A ninguno, mi señor. Eres el único de sus dragones a quien se ha confiado esta misión importante.
Immolatus soltó un hondo suspiro, que levantó el polvo de siglos posado en las rocas y envolvió a la humana en una nube que la hizo toser, medio asfixiada. Otro ejemplo de la lamentable naturaleza del cuerpo que se le estaba pidiendo que adoptara.
—Está bien —dijo el dragón—. Tomaré una forma humana y te acompañaré al campamento de ese general tuyo. Oiré lo que tenga que decirme, y después decidiré si procedo o no.
La humana trató de decir algo, pero todavía respiraba con dificultad.
—Sal —ordenó el dragón—. Espérame fuera. Cambiar de forma ya es bastante degradante de por sí para, además, tenerte ahí plantada, mirándome boquiabierta.
—Sí, mi señor. —La mujer hizo otra reverencia y a renglón seguido agarró una cuerda que colgaba por el conducto de aire; el dragón no había reparado en esa cuerda hasta ahora. Luego empezó a trepar ágilmente por ella hasta el techo de la caverna y salió por el orificio de la roca, tras lo cual recogió la soga.
Immolatus observó esta maniobra con el ceño fruncido. Después de que la humana hubo desaparecido, aferró una roca con su garra y la encajó en el orificio del conducto, para que así ningún otro intruso volviera a colarse de rondón en su cubil.
La caverna estaba ahora demasiado oscura para su gusto, y menos aireada; los gases sulfúreos de su respiración empezaban a dejar una peste insufrible en el cubil. Tendría que abrir otro conducto de aire, con molestias sin cuento y un trabajo considerable por su parte. ¡Humanos! ¡Malditos fueran! Qué criaturas tan fastidiosas. Merecían que los abrasaran. A todos ellos.
Se ocuparía de eso más adelante. Entretanto, era lógico y justo que la reina Takhisis acudiera a él en busca de ayuda. Aunque la consideraba egoísta e intrigante, arrogante y exigente, Immolatus no podía decir nada en contra de la inteligencia de Su Majestad.
Kitiara esperó en la ladera a que el dragón se reuniese con ella. La experiencia había sido dura, extenuante; admitió sin reparos que no quería volver a pasar por otra igual en toda su vida. Se sentía exhausta; la tensión causada por mantener controlado su miedo, de tratar de ser más lista que la perspicaz criatura, la había agotado hasta lo indecible. Estaba tan cansada como si hubiese marchado doce leguas vestida con armadura completa y sosteniendo una batalla durante todo el camino. Se sentó pesadamente entre las rocas, bebió agua de la cantimplora y luego se enjuagó la boca en un intento de quitarse el sabor a azufre.
Sin embargo, a pesar de su cansancio, estaba satisfecha consigo misma y complacida por el éxito de su plan. Pero no sorprendida. Todavía no había conocido a ningún miembro del sexo masculino de ninguna especie que fuese inmune a la adulación. Y todavía tendría que seguir con la pantomima de los halagos exagerados durante todo el viaje de vuelta a Sanction a fin de mantener dócil a su arrogante y potencialmente letal compañero de viaje.
Kitiara se reclinó en un peñasco, apoyando la cabeza en las manos. Un hombre con armadura se acercó corriendo hacia ella; tenía la boca abierta en un grito silencioso y su rostro estaba contraído en un gesto de miedo y dolor, pero la mujer lo reconoció.
—¡Padre! —Kitiara se puso en pie de un salto.
El hombre corría directamente hacia ella, envuelto en llamas, las ropas y el pelo ardiendo. Se estaba abrasando vivo; en su piel se levantaban ampollas y su carne siseaba…
—¡Padre! —gritó Kitiara.
El roce de una mano la despertó.
—Vamos, gusano —dijo una voz chirriante.
Kitiara se frotó los ojos soñolientos y se esforzó en despejar su mente embotada. Cuando pasaron junto al cadáver, lo miró con suma atención y se sintió aliviada al comprobar que el hombre había sido un palmo más bajo que Gregor Uth Matar. Aun así, Kit no pudo reprimir un escalofrío. El sueño había sido muy real.
El dragón la empujó por la espalda con una uña larga y afilada.
—¡No te pares, sabandija! Quiero acabar cuanto antes con esta onerosa tarea.
Kitiara apretó el paso cansinamente. Los próximos cinco días iban a hacérsele muy, muy largos.
Ivor de Arbolongar era conocido en la comarca como el Barón Loco. Sus vecinos y arrendatarios creían realmente que estaba chiflado. Lo querían, casi lo adoraban, pero cuando lo veían cruzar a galope en su corcel por los pueblos, saltando por encima de carretas de heno, espantando gallinas y agitando su sombrero adornado con plumas mientras pasaba, sacudían la cabeza una vez que se había perdido a lo lejos, arreglaban el estropicio y se decían: «Sí, está guillado».
El barón tenía treinta años largos, y era descendiente de un Caballero de Solamnia, sir Jon de Arbolongar, quien, con muy buen juicio, había liado los bártulos y se había marchado discretamente de Solamnia con su familia durante la confusión que siguió al Cataclismo. Viajó hacia el sur hasta una ensenada del Nuevo Mar y allí, en un valle apartado, construyó una empalizada y estableció su hogar. Trabajó la tierra mientras su esposa recogía, alimentaba y vestía a los pobres exiliados que habían sido desplazados de -u tierra natal tras la devastación ocasionada cuando la ¡montaña ígnea cayó sobre Krynn. Muchos de aquellos exiliados decidieron vivir cerca de la empalizada y ayudar en su defensa contra las incursiones de goblins y ogros. \. Los años pasaron. El hijo mayor de Arbolongar sucedió a -u padre; los hijos más jóvenes emprendieron campañas y combatieron por causas justas y nobles. Si acaecía que dichas causas se recompensaban con un buen pago, los hijos volvían al hogar llevando sus ganancias a los cofres familiares. Si no era así, les quedaba la satisfacción de saber que habían actuado noblemente y, cuando regresaban a casa, el peculio familiar los mantenía. Las hijas se ocupaban de la gente, aliviando la pobreza y ayudando a los enfermos, hasta que llegaba el momento de casarse y marchaban a su nuevo logar, donde continuaban con su labor y así extendían la buena obra iniciada por su madre.
La comarca prosperó. El fortín se convirtió en un castillo al que rodeaba una villa, la ciudad de Arbolongar del Prado. Varios pueblos y aldeas surgieron en el amplio valle; más poblaciones se establecieron en el valle vecino, y los habitantes de todas esas comunidades prometieron lealtad a los Arbolongar. La familia alcanzó tal prosperidad que Jon III decidió anteponer el título de barón a su nombre y considerar sus tierras como una baronía. Los lugareños, tanto de la ciudad como de los pueblos y aldeas, se sintieron orgullosos de pertenecer a una baronía y se mostraron más que dispuestos a hacer feliz a su señor aceptándolo como tal.
Después del primer barón de Arbolongar, los hijos llegaron y los hijos partieron, mayormente esto último, ya que los Arbolongar amaban por encima de todo participar en una buena batalla y siempre eran llevados de vuelta al castillo por sus apesadumbrados compañeros o medio muertos o ya cadáveres. El actual barón era el segundo hijo. Jamás esperó convertirse en barón, pero había accedido al título a la prematura muerte de su hermano mayor, que había caído defendiendo una de las poblaciones limítrofes de la comarca contra una tribu de hobgoblins.
Siendo el hijo menor, Ivor había esperado ganarse la vida con su espada. Eso era lo que había hecho, aunque no exactamente de acuerdo con el consagrado estilo tradicional. Tras haber sopesado sus facultades y aptitudes innatas, Ivor había llegado a la conclusión de que le iría mejor contratando a otros hombres que lucharan para él que a la inversa.
Ivor era un extraordinario cabecilla, un buen estratega, valeroso pero no imprudente, y un convencido seguidor del lema «El honor es mi vida», el Código de los Caballeros de Solamnia, aunque no de las estancadas y restrictivas reglas de la Medida. Bajo de estatura —algunos lo confundían con un kender, error que no cometían por segunda vez—, Ivor era delgado y de piel atezada, largo cabello negro y grandes ojos castaños. Sus hombres acostumbraban decir que aunque su talla era de un metro cincuenta y siete, su coraje medía palmo y medio más.
Era muy hábil en la batalla, y más fuerte de lo que su apariencia enjuta, fibrosa, daba a entender. Su peto y su cota de malla pesaban más que algunos hombres adultos. Montaba uno de los caballos más grandes de la baronía y sus alrededores, y lo hacía bien. Amaba la lucha y el juego, la cerveza y las mujeres, generalmente en ese orden de preferencia, y por ello se había ganado el mote de el Barón Loco.
Y así la baronía prosperó, al igual que Ivor, cuyas proezas estaban alcanzando categoría de leyenda, de manera que el servicio de sus mercenarios tenía gran demanda. No necesitaba dinero, y le ofrecían más trabajos de los que podía aceptar, así que elegía los más acordes con sus ideales. La promesa de grandes sumas de acero no tenía peso para hacerle cambiar de opinión. Le daría la espalda a una cantidad lo bastante abultada como para construir otro castillo si consideraba que era una causa injusta y, por el contrario, gastaría dinero a espuertas y daría su propia sangre para luchar por aquellos que sólo podían pagarle con sus agradecidas bendiciones si la razón estaba de su parte. Ése era otro motivo de que lo llamaran loco.
Aunque había una tercera razón. Ivor, barón de Arbolongar, adoraba a un dios antiguo, un dios que se sabía había dejado Krynn mucho tiempo atrás. Ese dios era Kiri-Jolith, otrora una deidad venerada por los Caballeros de Solamnia. Cuando abandonó su país, sir Jon Arbolongar se llevó consigo esa fe, y su familia y él la habían mantenido viva en sus corazones, como una llama sagrada; una llama que jamás se dejó morir.
Ivor no ocultaba su fe, aunque a menudo era objeto de chanzas por ello. Cuando ocurría tal cosa, reía afablemente y —con igual afabilidad— le atizaba un golpe en la cabeza al bromista. A renglón seguido, Ivor ayudaba a levantarse del suelo a su detractor, le sacudía el polvo y, cuando al guasón dejaban de pitarle los oídos, le aconsejaba que mostrara más respeto por las creencias de otros, aunque él no las compartiera ni las respetara.
Puede que sus hombres no creyeran en Kiri-Jolith, pero sí creían en Ivor. Sabían que le sonreía la fortuna, ya que lo habían visto escapar por pelos de la muerte en plena batalla más veces de las que podían contar. Observaban cómo su Barón Loco rezaba a Kiri-Jolith sin tapujos antes de entrar n combate, aunque jamás dio señales de que el dios hubiese respondido a sus preces.
—Un general no tiene por qué perder el tiempo explicando sus planes de batalla hasta al último condenado soldado de infantería, así que imagino que el General Inmortal tampoco tiene que explicarme sus planes a mí —solía decir el Barón Loco, soltando una alegre carcajada.
Los soldados eran una pandilla de supersticiosos; cualquiera que jugara diariamente con la muerte tendía a depositar su confianza en amuletos como, por ejemplo, patas de conejo, medallones encantados y dijes con un mechón del pelo de sus damas. Por consiguiente, más de uno musitaba una corta plegaria a Kiri-Jolith antes de la carga, y más de dos llevaban encima un trocito de piel de bisonte, animal con el que se representaba a Kiri-Jolith. Puede que no sirviera de ayuda, pero tampoco perjudicaba.
El Barón Loco era el noble a quien debían acudir Caramon y Raistlin para pedir trabajo. Caramon llevaba a buen recaudo, en contacto con la piel, una pequeña bolsa de cuero, dentro de la cual iba la valiosa carta de presentación y recomendación escrita por Antimodes y dirigida al barón Ivor de Arbolongar. Aquella misiva, más preciosa que el acero para los hermanos, representaba las esperanzas y los planes de los gemelos. Era su futuro.
Antimodes no les había contado gran cosa sobre Ivor de Arbolongar (no les había mencionado lo del apodo, imaginando que podría resultarles inquietante). En consecuencia, los gemelos se quedaron considerablemente desconcertados cuando, al desembarcar y preguntar el camino hacia la baronía de Ivor de Arbolongar, recibieron por respuesta sonrisas de oreja a oreja, sacudidas de cabeza y miradas avisadas junto con comentarios tales como: «Vaya, otro par de chiflados que vienen a unirse al Barón Loco».
—Esto no me gusta, Caramon —dijo Raistlin una noche, a unos dos días de marcha del castillo del barón, donde, según un aldeano, el Barón Loco se encontraba haciendo una «vela».
—No creo que ese tipo quisiera decir «vela», sino «leva» —sugirió Caramon—. Es lo que se hace cuando se quiere reclutar hombres para…
—¡Sé lo que significa esa palabra y lo que ese necio quiso decir! —lo interrumpió impaciente Raistlin. Guardó silenció un momento para prestar toda su atención al conejo que se estaba guisando en la olla—. Y no me refería a eso. Lo que no me gusta es el modo en que nos miran, guiñan el ojo y se mofan cada vez que mencionamos a Ivor de Arbolongar. ¿Qué oíste comentar sobre él en la ciudad?
Al joven mago no le gustaba entrar en poblaciones, donde estaba convencido de que atraería miradas y provocaría respingos y exclamaciones ahogadas, le señalarían con el dedo, sería blanco del abucheo de los niños y los perros le ladrarían. Los gemelos habían cogido por costumbre acampar por la noche cerca de la calzada, fuera de pueblos y ciudades, donde Raistlin podía descansar de las fatigas de la caminata del día o, si se sentía lo bastante bien, buscar hierbas que le servirían de ingredientes tanto para hechizos como para realizar curas y condimentar comidas. Caramon visitaba las poblaciones para recabar noticias, comprar vituallas y asegurarse de que viajaban en la dirección correcta.