Read Raistlin, mago guerrero Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, mago guerrero (5 page)

Caramon tuvo novias a montones. Se enamoraba varias veces a la semana y siempre estaba a punto de comprometerse con alguna, pero nunca lo hacía. Las chicas acababan casándose invariablemente con algún otro, alguien más rico o que no tenía un hermano hechicero. A Caramon nunca se le partió el corazón realmente, aunque muy a menudo juraba que así era, y se pasó muchas tardes con Lemuel asegurándole que había terminado con las mujeres para siempre, bien que esa misma noche acabara enredado en un par de dulces y tiernos brazos.

El mocetón había descubierto una taberna, Armas de Haven, de la que había hecho su segundo hogar. La cerveza era casi tan buena como la de Otik, y el picadillo de carne de cerdo, rebozado con harina de maíz y aplastado en tortitas, también era mucho mejor que el de Otik, aunque Caramon habría dejado que lo cocinaran a fuego lento antes que admitirlo en voz alta. El mocetón nunca iba a la taberna ni a trabajar ni salía de casa antes de estar seguro de que su hermano no lo necesitaba.

La relación entre los dos —tirante al punto de romperse después del terrible incidente en la Torre— se tornó más distendida a lo largo del invierno. Raistlin le había prohibido a Caramon mencionar siquiera el suceso, de modo que no lo discutieron nunca.

Gradualmente, tras meditarlo mucho, Caramon llegó a creer que su supuesto asesinato a manos de su gemelo era culpa suya, un convencimiento que Raistlin no rebatió.

«Merecía que mi hermano me matara», era la idea que alentaba en un rincón de su mente. No culpaba en absoluto a su gemelo. Una parte de su ser se sentía acongojada y desdichada, pero Caramon la pisoteó a conciencia hasta enterrarla en lo más hondo de su alma, cubriéndola con culpabilidad y regándola generosamente con aguardiente enano. Después de todo, él era el gemelo fuerte. Su hermano era débil y necesitaba protección.

En el fondo de su ser, Raistlin sentía vergüenza por su virulento ataque de celos. Lo consternaba saber que era capaz de matar a su hermano. También él enterró sus emociones y pisoteó la tierra hasta allanarla para que así nadie —él quien menos— descubriese jamás que allí se había sepultado algo. Raistlin se consoló con la idea de que había sabido desde el principio que la imagen de Caramon era ficticia, que sólo había matado una figura fruto de la ilusión.

Para Yule, la relación entre los gemelos casi había vuelto a ser la existente antes de la infausta Prueba. A Raistlin no le gustaban el frío y la nieve; nunca salía de la cómoda casa de Lemuel y disfrutaba escuchando los chismes que contaba Caramon. Le producía satisfacción comprobar que sus semejantes eran necios y estúpidos, mientras que para Caramon era un inmenso placer arrancar una sonrisa —bien que sarcástica— de los labios de su gemelo; unos labios manchados de sangre demasiado a menudo.

Raistlin se pasó los meses invernales dedicado al estudio. Al menos ahora conocía parte de la magia contenida en el bastón de Magius, y aunque le resultaba frustrante saber que el cayado albergaba otros hechizos que él ignoraba y que quizá nunca llegaría a descubrir, se deleitaba con la certeza de que el mágico objeto estaba en su posesión y no en la de otros. También trabajó con los conjuros de combate, preparándose para el día, no muy lejano, en que Caramon y él se unirían al ejército mercenario y harían fortuna, cosa que los dos jóvenes estaban firmemente convencidos de lograr.

Raistlin leyó numerosos textos sobre esa materia —muchos de los cuales eran volúmenes que el padre de Lemuel había dejado en la casa— y practicó combinando su magia con el manejo de la espada de Caramon. Los dos acabaron con infinidad de enemigos imaginarios, así como con uno o dos árboles (varios de los conjuros basados en el fuego que Raistlin ejecutó al principio salieron mal), y a no mucho tardar estaban convencidos de que ya eran tan buenos como los profesionales. Felicitándose por sus aptitudes, convinieron que, entre ambos, serían capaces de liquidar por sí solos a todo un ejército de hobgoblins, y en cierto modo desearon que tal ejército atacara Haven durante el invierno, de modo que cuando ningún hobgoblin se aventuró cerca de la ciudad, los gemelos expresaron su resentimiento contra esa raza en general, una casta de blandos que por lo visto preferían esconderse en cuevas abrigadas que ir a combatir.

La primavera llegó a Haven y con ella regresaron los petirrojos, los kenders y demás trotamundos, lo que puso de manifiesto que las calzadas estaban abiertas y que había comenzado la temporada de viajar. Había llegado el momento de que los gemelos se pusieran en camino hacia el este para encontrar un barco que los llevara al castillo de Arbolongar, erigido en la ciudad de Arbolongar del Prado, la población más grande de la baronía.

Caramon empaquetó ropas y víveres para el viaje, Raistlin hizo otro tanto con sus ingredientes para hechizos, y los dos se dispusieron a partir. Lemuel lamentaba sinceramente su marcha y, de haberle dejado, habría regalado a Raistlin un ejemplar de cada planta que cultivaba en su jardín. Hubo tal pesadumbre en la taberna que frecuentaba Caramon que casi cerró sus puertas, como si fuese un día de duelo, y la calzada que conducía fuera de Haven estaba literalmente cubierta de muchachas llorosas, o eso le pareció a Raistlin.

La salud del joven mago había mejorado durante el invierno; o era eso o es que Raistlin había empezado a saber sobrellevar su enfermedad. Montaba a caballo con seguridad y soltura, deleitándose con el suave y cálido aire primaveral que parecía más benigno para sus pulmones que el frío y cortante del invierno. Saber que su gemelo estaba pendiente de él fue un acicate para que Raistlin restase importancia a cualquier signo de debilidad que notara. Se sentía tan bien que a no tardar pudieron cubrir diez leguas diarias.

Para gran consternación de Caramon, rodearon Solace y lo pasaron de largo, tomando una trocha de animales poco conocida que habían descubierto siendo niños.

—Puedo oler las patatas picantes de Otik —comentó Caramon nostálgico mientras se incorporaba en la silla de montar y olisqueaba—. Podríamos parar en la posada para cenar.

También Raistlin olía las patatas —o al menos imaginaba que podía olerías— y de repente se sintió invadido por la nostalgia. ¡Qué fácil sería regresar! Qué fácil volver a aquella cómoda existencia, a ganarse el pan atendiendo bebés y tratando el reumatismo de los ancianos. Qué fácil arrellanarse en el acogedor y cálido colchón de plumas de ese estilo de vida. Vaciló. Su caballo, percibiendo la indecisión de su jinete, aflojó el paso. Caramon miró a su gemelo esperanzado.

—Podríamos pasar la noche en la posada —instó.

La posada El Ultimo Hogar, donde Raistlin había conocido a Antimodes; donde por primera vez oyó al mago hablarle de la forja de un alma. La posada El Ultimo Hogar, donde la gente lo miraría de hito en hito, y cuchichearía…

Raistlin taconeó con dureza los ijares del caballo, provocando que el animal, que no estaba acostumbrado a recibir ese trato, saliera a galope tendido.

—¿Raist? ¿Y las patatas? —gritó Caramon mientras azuzaba a su montura para alcanzarlo.

—N o tenemos dinero —replicó escueta, fríamente su gemelo—. Los peces del lago Crystalmir son gratis, y el bosque no nos cobra nada por dormir en él.

Caramon sabía perfectamente que Otik no les pediría dinero, y soltó un profundo suspiro. Sofrenó su caballo y se giró para mirar hacia Solace con nostalgia. No veía la ciudad, que quedaba oculta por los árboles, salvo en su cabeza, y ello hacía aún más vivida la imagen mental. Raistlin también había frenado su caballo.

—Caramon, si regresamos a Solace ahora, jamás saldremos de allí. Lo sabes tan bien como yo.

El guerrero no contestó; su corcel rebullo con nerviosismo.

—¿Es ésa la vida que quieres? —demando Raistlin, cuya voz subió de tono—. ¿Quieres trabajar para granjeros toda tu vida? ¿Con paja en el pelo y las manos metidas en estiércol de vaca? ¿O prefieres volver a Solace con los bolsillos llenos de acero, con relatos sobre valerosas gestas y luciendo cicatrices recibidas en batallas ante las encandiladas camareras?

—Tienes razón, Raist —admitió Caramon, que hizo volver grupas a su caballo—. Eso es lo que quiero, por supuesto. Sentí un poco de añoranza, nada más, como si algo tirara de mí. Pero eso es una tontería. Allí ya no queda nadie. Me refiero a nuestros viejos amigos. Sturm se marchó al norte, Tanis con los elfos, Flint con los enanos y quién sabe dónde andará Tas.

—O a quién le importa —añadió, cáustico, su hermano.

—Pero sí podría estar una persona —insinuó Caramon, que miró de reojo a su gemelo.

—No —respondió Raistlin, que entendió a quién se refería el guerrero—. Ki tiara no está en Solace.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Caramon sorprendido, ya que su hermano había hablado con absoluta convicción—. No estarás… teniendo visiones, ¿verdad? Como… En fin, como nuestra madre.

—No padezco el don de la clarividencia, hermano mío, ni soy dado a los portentos ni a las premoniciones. Es simple deducción, basándome en lo que sé sobre nuestra hermana. Jamás regresará a Solace —manifestó firmemente—. Ahora tiene amigos más importantes, asuntos más importantes entre manos.

La trocha entre los árboles se estrechó, obligándolos a marchar en fila india; Caramon se situó a la cabeza y Raistlin detrás. Los dos hermanos avanzaron en silencio. Los rayos de sol se filtraban entre las ramas de los árboles, arrojando sombras listadas sobre la ancha espalda de Caramon para después deslizarse tras él a medida que el guerrero pasaba de una franja luminosa a la siguiente. La maleza que invadía la trocha dificultaba la marcha, haciéndola lenta.

—Quizás esté mal que piense así, Raist —dijo Caramon tras un largo silencio—. Me refiero a que Kit es nuestra hermana y todo eso, pero… No me importaría demasiado si no volvemos a verla.

—Dudo que tal cosa ocurra, Caramon —contestó Raistlin—. No hay razón para que nuestros caminos se crucen.

—Sí, supongo que tienes razón. Aun así, hay veces en que tengo una extraña sensación respecto a ella.

—¿Una especie de «tirón»? —preguntó el mago.

—N o. Más bien lo contrario, como una punzada. Como si me pincharan con un cuchillo. —Caramon sufrió un escalofrío. Su hermano resopló.

—Probablemente lo que pasa es que tienes hambre —dijo con sorna.

—Pues claro que tengo hambre —repuso Caramon con suficiencia—. Es casi hora de cenar. Pero no me refería a ese tipo de sensación. La del hambre es una especie de vacío en el estómago, como si algo te royera por dentro. La otra es como cuando se te pone el vello de punta y…

—¡Ya lo sé! ¡Sólo estaba haciendo un comentario sarcástico! —espetó Raistlin, que asestó una mirada irritada a su hermano por debajo de la roja capucha, que llevaba echada por si topaban con alguien conocido.

—¡Oh! —Caramon guardó silencio un momento, temeroso de irritar más a su hermano, pero pensar en comida pudo más que él—. Oye, ¿cómo cocinarás el pescado esta noche, Raist? Como me gusta más es cuando le añades cebollas y mantequilla, y lo envuelves en hojas de lechuga y lo pones sobre una piedra muy, muy caliente.

Raistlin dejó de prestar atención a su gemelo y guardó silencio, pensativo, sin que la chachara de Caramon sobre los distintos métodos de cocinar el pescado estorbara sus reflexiones. Acamparon a orillas del lago Crystalmir. El guerrero pescó unas catorce percas pequeñas y su hermano las cocinó; no con hojas de lechuga, ya que era demasiado pronto para que la planta hubiese empezado a crecer. Extendieron sus petates y Caramon, con el estómago lleno, se quedó dormido enseguida, su rostro bañado por la cálida y riente luz de la luna roja, Lunitari.

Raistlin permaneció despierto, observando el revoltoso espejeo de la rojiza luz sobre la superficie del lago, sus retozos en las suaves olas que rompían en la orilla; parecía llamarlo, tentadora, para que se uniera a sus juegos. El joven mago sonrió complacido, pero no abandonó la comodidad de las mantas.

Creía realmente lo que le había dicho a Caramon, que no volverían a ver a Kitiara. Los hilos de sus vidas habían formado una tela antaño, pero el paño de su juventud se había deshilachado y se había deshecho. Ahora imaginaba el hilo de su propia vida suelto, extendiéndose ante él, recto y certero, hacia sus metas.

No podía imaginar que en ese momento los hilos de la trama de la vida de su hermana, avanzando en ángulo recto con los suyos, cruzarían la urdimbre de su vida y la de su hermano para formar un tejido extraño y funesto.

4

Era primavera en Sanction. O, más bien, lo era en el resto de Ansalon, varios meses después de aquel día de principios de otoño en que los Compañeros se habían reunido en la posada El Ultimo Hogar para despedirse y prometer que volverían a encontrarse allí al cabo de cinco años. La primavera no llegaba a Sanction, no traía el reverdecer de los árboles, ni el florecimiento de narcisos amarillos en contraste con la nieve medio fundida, ni dulces brisas, ni el alegre canto de los pájaros.

Los árboles habían sido talados para alimentar las forjas de la ciudad, los narcisos habían muerto por los humos tóxicos de los volcanes activos, conocidos como los Señores de la Muerte, y si alguna vez había habido pájaros, hacía mucho que habían sido cazados, desplumados y comidos.

La primavera en Sanction era conocida como la Estación de Campañas, y se le daba la bienvenida por el hecho de que los caminos estaban abiertos y se podía marchar por ellos. Las tropas al mando del general Ariakas habían pasado el invierno en Sanction, acurrucadas en las tiendas, medio congeladas, luchando entre sí por las piltrafas que les echaban sus oficiales, quienes querían un ejército delgado y hambriento. Para los soldados, la primavera significaba la oportunidad de hacer incursiones, saquear y matar, robar comida suficiente para llenarse los encogidos estómagos y capturar bastantes esclavas para que hicieran los trabajos domésticos y calentaran sus catres.

Los guerreros eran el grueso de la población de Sanction y, de nuevo animados, deambulaban por las calles y acosaban a los civiles, que se tomaban la revancha pidiendo precios desorbitados por sus mercancías, mientras que los posaderos maltratados servían vino matarratas, cerveza aguada y aguardiente enano hecho con hongos no comestibles.

—¡Qué sitio tan horrible! —le comentó Kitiara a su compañero, mientras los dos caminaban por las abarrotados y sucias calles—. Pero parece que te envuelve, que se te adhiere a la piel como si formara parte de ti.

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