El instructor bramó la orden a renglón seguido de la explicación, y pilló desprevenidos a todos excepto a los más espabilados. La mitad de los reclutas embistió y los demás vacilaron, sin saber muy bien qué hacer. Cambalache fue rápido, así como Caramon, que sentía bullirle la sangre y que empezaba a divertirse. Estaba en un extremo de la segunda fila; el tabardo le colgaba como una bayeta sucia, empapado y rozándole los brazos. Embistió con entusiasmo y gritó, y, un instante después, el resto de los reclutas hizo lo propio.
—¡Quietos! —chilló el instructor Quesnelle—. Que nadie se mueva.
Los reclutas tenían una postura forzada, sosteniendo las espadas en horizontal al suelo, como si acabaran de realizar la carga. El instructor esperó, observándolos con aire de suficiencia. A no tardar, los músculos empezaron a arder y después a temblar por el intento de sostener en vilo la pesada espada. Aun así, nadie se movió. Caramon estaba empezando a sentir cierta incomodidad; miró de reojo a Cambalache y vio que el brazo de su amigo temblaba y la espada se mecía. El sudor se mezclaba con la lluvia. Cambalache apretó los dientes, mordiéndose el labio inferior, en un denodado esfuerzo de sostener la espada, cuya punta oscilaba arriba y abajo. Lentamente, la hoja comenzó a caer hacia el suelo. Cambalache contempló con impotencia, desesperado de dolor, cómo se le agotaba la fuerza.
—¡Retroceso! —gritó el instructor Quesnelle.
Todos los hombres repitieron la orden con alivio, y fue el mejor grito de guerra que cualquiera de ellos había lanzado hasta ese momento.
—¡Embestida!
Gracias a los dioses, el tiempo de espera antes de volver a la posición inicial fue más corto.
Retroceso!
Embestida!
Retroceso!
Cambalache jadeaba, pero continuó el ejercicio con denuedo. Caramon empezaba a sentirse un poco cansado. El hombre que había estado corriendo alrededor del campo y gritando «señor», regresó a su puesto y se sumó al ejercicio. Al cabo de una hora, Quesnelle les concedió un breve respiro para darles tiempo a recuperar el aliento y relajar los doloridos músculos.
I —Veamos, ¿alguno de vosotros, gusanos, sabe por qué luchamos en formación?
Convencido de que ésta era su oportunidad de ofrecer ayuda al maestro de armas, Caramon fue el primero en alzar la espada.
—Para que el enemigo no pueda abrir brecha y nos ataque por los flancos y la retaguardia, señor —contestó, orgulloso de sus conocimientos.
El instructor Quesnelle asintió con aire sorprendido.
—Muy bien. Majere, ¿verdad?
—¡Sí, señor! —Caramon sacó pecho.
Quesnelle extendió hacia un lado el brazo que sostenía el escudo, e hizo otro tanto con el que empuñaba la espada. Manteniendo los brazos en cruz —escudo en una mano, espada en la otra— cargó contra la primera fila. Los reclutas que estaban al frente lo observaron atemorizados, sin saber qué hacer, esperando que el oficial se detuviera cuando llegara a ellos.
El instructor continuó con la carga, directamente contra los hombres. Su escudo tiró patas arriba a un recluta que no se había apartado con la suficiente rapidez, y su espada golpeó a otro, dándole de lleno en la cara. El instructor pasó a través de la primera línea y se lanzó contra la segunda, en la que los reclutas empezaron a agacharse y a esquivarlo en un intento de no recibir golpes.
El instructor Quesnelle se abrió paso de esa guisa en dirección a Caramon.
—Creo que te la has ganado —gritó Cambalache mientras se metía detrás del enorme escudo.
—¿Qué hago? —demandó desesperado Caramon.
El instructor se plantó delante de él, cara a cara o, más bien cara a esternón. Luego bajó los brazos y dirigió una mirada funesta al joven, que en toda su vida había sentido tanto miedo, ni siquiera cuando se topó con una mano incorpórea en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth.
—Dime, Majere —bramó el instructor—, si estos hombres están en formación cerrada, ¿cómo, en nombre de Kiri-Jolith, he cargado a través de ellos y he llegado sin ninguna dificultad hasta ti?
—¿Porque sois muy buen guerrero, señor? —fue la débil respuesta de Caramon.
El instructor Quesnelle alzó los brazos y se giró. Su escudo golpeó fuertemente a Caramon en el pecho y lo hizo caer de espaldas. Quesnelle resopló con desdén y volvió a cargar al frente, golpeando, derribando y dispersando reclutas a su paso. Luego se volvió para contemplar a la ahora desorganizada compañía.
—Acabo de demostraros por qué los soldados profesionales mantienen las filas en formación cerrada. ¡A formar! ¡Moveos, moveos, moveos!
Los hombres se colocaron en filas muy juntas, hasta estar hombro con hombro, de manera que la distancia entre los escudos eran de quince centímetros como máximo. El instructor inspeccionó la formación y gruñó con satisfacción.
—¡Embestida! —gritó el instructor, y el ejercicio comenzó de nuevo—. ¡Retroceso! ¡Embestida! ¡Retroceso!
Los reclutas siguieron practicando de esa guisa durante media hora larga, y entonces el instructor ordenó hacer un alto. Los hombres estaban en la posición inicial de atención, firmes. La lluvia había cesado, pero no había rastro del sol que, al parecer, no estaba de humor para dejarse ver en las próximas horas.
Quesnelle extendió los brazos, asiendo espada y escudo de nuevo, y cargó contra la primera línea. En esta ocasión, los reclutas lo estaban esperando. El instructor embistió con el pecho contra el escudo del hombre del centro, intentó abrir brecha, pero el recluta, empleando todas sus fuerzas, lo mantuvo a raya. Quesnelle retrocedió un paso y trató de abrirse paso entre dos escudos, mas los hombres los mantuvieron en posición con firmeza.
El instructor se retiró y, aparentemente satisfecho, arrojó la espada y el escudo al suelo. Los reclutas se relajaron, creyendo que las prácticas habían acabado. De repente, sin previo aviso, el instructor giró sobre sus talones y embistió con el cuerpo contra la primera línea.
Los hombres se sobresaltaron, pero sabían lo que tenían que hacer. Alzaron los escudos para frenar la arremetida de Quesnelle, que chocó contra ellos y salió rebotado. Se quedó plantado ante la formación y su único ojo centelleó.
—Creo que tenemos aquí unos soldados, después de iodo.
Recogió sus armas y ocupó su posición frente de la compañía.
—¡Embestida!
Los hombres arremetieron al unísono.
—¡Retroceso!
Los hombres volvieron a la posición inicial. Aunque cansados, se sentía satisfechos de sí mismos, orgullosos del elogio de su instructor. En ese momento —y no antes— a Caramon le vino a la cabeza su hermano y se preguntó qué habría sido de él.
Raistlin le faltó el canto de un céntimo para marcharse, para dejar ese ejército, esa ciudad. Se pasó la primera noche en blanco, acariciando la tentación de hacerlo. La situación era intolerable. Había ido allí con la esperanza de aprender magia de combate ¿y con qué se había encontrado? Con un hombre tosco y déspota que sabía menos de magia que él, pero al que, sin embargo, no le impresionaban en absoluto sus referencias.
El joven mago había limpiado la redoma rota y su pegajoso contenido; éste tenía un intenso olor a arrope de manzana y Raistlin sospechaba que estaba destinado a la cena de Horkin. Después de eso, Horkin lo había llevado a ver su alojamiento.
Raistlin había sido más afortunado que su gemelo, en el sentido de que Horkin y él dormían dentro del castillo, no en los barracones. Se alojaban en un cuarto del sótano que más parecía una celda, cierto, pero disponían de catres y no tenían que acostarse en el suelo de piedra. El catre no era cómodo ni con mucho, pero Raistlin lo apreció en lo que valía cuando oyó a las ratas escabullándose y arañando en mitad de la noche.
—Al Barón Loco le gustan los magos —le había dicho Horkin a su nuevo subordinado—. Nos dan mejor comida que a los soldados, y también se nos trata mejor. Nos lo merecemos, naturalmente. Nuestro trabajo es más duro y más peligroso. Soy el único mago que queda en el ejército del barón. Al principio éramos seis, algunos de ellos verdaderamente pistonudos. Hechiceros de la Torre, como tú, Túnica Roja. Qué ironía, ¿no te parece? El viejo Horkin, el más necio de todos ellos, y el único que ha sobrevivido.
Aunque exhausto, Raistlin fue incapaz de conciliar el sueño. Horkin roncaba tan fuerte que el joven casi esperaba que los otros residentes del castillo acudieran corriendo para ver si un terremoto estaba sacudiendo los muros del edificio.
A medianoche había decidido marcharse a la mañana siguiente. Buscaría a Caramon y partirían los dos de regreso a… ¿Dónde? ¿A Solace? No, eso ni pensarlo. Volver a Solace sería regresar admitiendo la derrota. Pero había otras ciudades, otros castillos, otros ejércitos. Su hermana había hablado a menudo de un gran ejército que se estaba reuniendo en el norte. Raistlin le estuvo dando vueltas a la idea un rato, pero al final la desechó. Viajar al norte significaba toparse con Kitiara, y no le apetecía verla. Podrían intentarlo en Solamnia. Se decía que los caballeros buscaban guerreros, y probablemente admitirían de buena gana a Caramon, pero a los solámnicos no les gustaban los magos de ninguna clase.
Raistlin dio vueltas y vueltas en el catre, que apenas era suficientemente ancho para que cupiera su delgado cuerpo. De hecho, Horkin rebosaba al menos quince centímetros por los bordes del suyo. Allí tendido, escuchando lo que parecían ratas royendo las patas del camastro, de pronto el joven cayó en la cuenta de que sólo había sufrido un ataque de tos fuerte en todo el día. Por lo general, eran cinco o más los espasmos diarios.
«¿Acaso esta vida dura va a resultar ser beneficiosa para mí? —se preguntó al meditar sobre ello—. La humedad, el frío, el agua asquerosa, la bazofia repugnante que llaman comida… Tendría que estar medio muerto a estas alturas y, sin embargo, pocas veces me he sentido mejor que ahora. Respiro con más facilidad, el dolor en los pulmones ha disminuido. De hecho, no me he tomado la infusión en todo el día.»
Alargó la mano para tocar el Bastón de Mago, que había dejado junto al catre, a su alcance como siempre. Percibió el suave cosquilleo de la madera, la calidez de la magia al penetrar en su cuerpo.
«Tal vez se deba a que por primera vez en muchos meses no he estado tan pendiente de mis síntomas, tan encerrado en mí mismo —admitió—. Tengo otras cosas en qué pensar aparte de si voy a ser capaz de hacer la próxima inhalación.»
Con la llegada del alba Raistlin había decidido quedarse. En el peor de los casos podría aprender nuevos conjuros de los libros de hechizos, apenas usados, que había visto en los estantes. Se quedó dormido con la música de fondo que eran los sonoros ronquidos de Horkin.
Esa mañana Raistlin recibió órdenes de realizar tareas serviles, como barrer el laboratorio, lavar redomas vacías en una tina llena de agua jabonosa o limpiar el polvo de los libros en las estanterías. Disfrutó con esto último porque tuvo la oportunidad de examinar los volúmenes de conjuros y se quedó impresionado por algunos de los que encontró. Sus esperanzas renacían. Si Horkin era capaz de utilizar esos libros, entonces no era el aficionado que parecía. Empero, las expectativas del joven se hicieron añicos casi al momento, cuando Horkin apareció junto a él. L —Hay bastantes libros de hechizos aquí —comentó el hombre con indiferencia—. He leído sólo uno, y no le encontré mucho sentido.
—Entonces, ¿por qué los conserváis, señor? —inquirió Raistlin en un tono gélido.
—Serán unas armas estupendas si alguna vez nos ponen cerco —repuso Horkin al tiempo que guiñaba un ojo. Levantó uno de los volúmenes más grandes y gruesos, y lo aporreó sin el menor respeto—. Pon uno de éstos en una catapulta y lánzalo. Por Luni que a buen seguro causa algún daño.
Raistlin lo miró de hito en hito, estupefacto. Horkin soltó una risita y le atizó un doloroso codazo en las costillas.
—¡Estoy bromeando, Túnica Roja! Jamás haría algo así. Estos libros son demasiado valiosos. Seguramente conseguiría seis o siete monedas de acero por el lote. No me pertenecen, ¿sabes? La mayoría se tomó como botín durante la expedición de Alubrey, hace seis años.
»0 este otro tan lujoso, por ejemplo —continuó, sacando un ejemplar negro de la estantería y mirándolo con afecto—. Se lo cogí a un Túnica Negra en la pasada campaña. El tipo corría deprisa, hacia la retaguardia, no te equivoques, pero supongo que pensó que le convenía apretar más el paso porque tiró el libro, que debía estorbarle por el peso. Lo recogí y me lo traje.
—¿Qué conjuros tiene? —se interesó Raistlin, que contenía a duras penas los deseos de arrebatárselo de las manos al maestro.
—Que me aspen si lo sé —dijo alegremente Horkin—. Ni siquiera sé leer las runas de la cubierta. Jamás lo he abierto. ¿Para que iba a perder el tiempo con jerigonzas? Sin embargo, debe de haber algunos buenos hechizos, así que quizás algún día puedas echarle un vistazo.
Raistlin habría dado a cambio media vida con tal de leer ese libro. Tampoco entendía las runas, pero con dedicación estaba seguro de que acabaría comprendiendo su significado. Igual que también acabaría entendiendo los hechizos que había en sus páginas; unas páginas que Horkin jamás leería, porque para él aquel libro no tenía más importancia que el precio de una jarra de cerveza.
—Quizá si me dejáis que lo lleve a mi cuarto…
—Ahora no, Túnica Roja. —Horkin soltó descuidadamente el ejemplar en el estante—. No puedes perder el tiempo tratando de desentrañar los hechizos de un Túnica Negra que tú, al ser un Túnica Roja, probablemente no podrías utilizar de todos modos. Nos estamos quedando sin guano, así que date un paseo alrededor de la muralla del cas tillo y recoge todo lo que encuentres.
La noche anterior Raistlin había visto a los murciélagos abandonar las torres del castillo a la caza de insectos. Se marchó a recoger excrementos de murciélago, pero las runas de la cubierta del libro no se le iban de la cabeza, como si las tu viera grabadas a fuego en su mente.
—Nunca hay guano de murciélago de sobra —comento Horkin con un guiño cuando Raistlin salía.
El joven mago pasó dos horas recogiendo el venenoso ex cremento de murciélago y guardándolo en una bolsa. Tuvo buen cuidado de lavarse las manos a conciencia y luego se presentó en el laboratorio, donde Horkin estaba dando buena cuenta del almuerzo.
—Llegas justo a tiempo, Túnica Roja —farfulló con la boca llena, de manera que le cayeron migas del pan de maíz que estaba masticando. Lamentaba la pérdida del arrope di manzana que generalmente untaba en la dura y seca mas amarillenta—. Come, come. —Señaló otro plato—. Vas a necesitar de tus fuerzas.