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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (34 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—¡Sí!

Gil no había robado nunca. Se quedó sorprendido de que fuera tan difícil y tan fácil. Tras haber observado la calle devorada por la niebla, Querelle, sin hacer ruido, abrió la puerta y entró en el pasillo de la casa. Gil le siguió. Querelle le cogió la mano y se la puso sobre la barandilla. Le sopló al oído: «Sigue». Y él, separándose del chiquillo, se deslizó bajo la escalera. Cuando consideró que Gil había llegado al rellano superior, dejó oír una serie de golpecitos muy ligeros. Gil estaba escuchando delante de la puerta. Oía los cascabeles de la diligencia que debía asaltar con los demás bandidos. Un fogonazo perdido en los bosques, un eje que se rompe, jóvenes que alzan sus velos, y Maria Taglioni
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bailando bajo los árboles mojados, sobre alfombras extendidas por joviales bandidos. Gil aguzó el oído. Escuchó un ligero silbido en la noche. Entendido: «Gil, vente». Descendió lentamente, con el corazón palpitante. Querelle volvió a cerrar la puerta despacito. Por el camino recorrido antes caminaron deprisa y en silencio. Gil estaba ansioso. Por fin susurró:

—¿Ha salido bien?

—Sí, caminemos.

Atravesaron las mismas masas de tinieblas y bruma. Gil sentía acercarse el presidio, regresar a él la seguridad, recobrando de nuevo cierta calma. En el antro del presidio, al resplandor de la vela, Querelle sacó de su bolsillo el dinero. Dos mil seiscientos francos. Le dio a Gil la mitad.

—Es poca cosa, pero qué quieres. Es la recaudación del día.

—No está mal, oye. Con esto ya puedo ir tirando.

—¡Pero tú estás loco, en serio! ¿A dónde puedes ir con esto? Ni siquiera tienes para los trapos. No, tronco, todavía tienes algo que hacer.

—De acuerdo. Cuenta conmigo. Pero la próxima vez soy yo el que currela. No quiero que te pringues por mí.

—Ya veremos. Mientras tanto, coge la pasta.

Cuando vio a Gil guardarse el dinero en el bolsillo, a Querelle se le desgarró el corazón. Aquel dolor iba a servirle de justificación para la guarrada que le estaba preparando a Gil. Sin duda el dinero que había fingido robar en una casa que él sabía deshabitada podría ser recuperado con creces dentro de algunos días, pero, sin embargo, experimentaba un enorme dolor al ver a Gil picando en el anzuelo y comiéndose el gusano. Y cada día Querelle le llevaba a Gil algunas ropas. En tres días consiguió darle un pantalón, una marinera, un impermeable, una camiseta y un gorro de marino. Era Roger quien sirgaba los paquetes siguiendo el mismo procedimiento que para el opio. Una tarde, Querelle le hizo saber a Gil:

—Todo está listo. No te rajarás, ¿verdad? Dímelo antes si vas a desinflarte a última hora…

—Confía en mí.

Gil debería salir en pleno día por Brest. El uniforme le tornaría invisible. Había pocas posibilidades de que los policías pensaran que el asesino andaba paseando por la ciudad disfrazado de marinero.

—¿Estás seguro de que el teniente no plantará cara?

—Ya te he dicho que es una loca. Así, a primera vista, parece fornido, pero en la pelea no tiene nada que hacer.

El traje de marinero transformaba a Gil, le daba una personalidad extraña. No se reconocía. En la oscuridad se vistió minuciosamente sólo para sí. Tratando de ser elegante, se colocó el gorro sobre los cabellos, luego se lo echó hacia atrás con arrogante coquetería. Le estaba penetrando el alma ágil y encantadora del arma más elegante. Se convertía en uno de los miembros de esa Marina de Guerra más propiamente destinada a adornar la costa francesa que a defenderla. Recorta y borda un gracioso festón sobre la orilla del mar, desde Dunkerque a Villefranche, con, aquí y allá, algunos nudos más densos y apretados que constituyen nuestros puertos de guerra. La Marina es una organización magníficamente montada, integrada por jóvenes a los que todo un aprendizaje enseña el modo de hacerse desear. Cuando todavía trabajaba en el tajo de albañilería, Gil se encontraba con los marineros en los bares. Se rozaba con ellos, no osando desear convertirse en uno de ellos, pero los respetaba por el simple hecho de formar parte de esa empresa galante. En el día de hoy, por la noche, en secreto, únicamente para sí, se había convertido en uno de aquellos muchachos. Por la mañana salió. La niebla era densa. Gil se dirigió hacia la estación. Llevaba la cabeza baja, tratando de meterla en el cuello alzado de su impermeable. No era probable que se encontrara con un obrero, con alguno de sus antiguos compañeros, ni que le reconocieran, sobre todo con este traje. Cuando hubo llegado cerca de la estación, Gil se dirigió hacia el camino que baja a los almacenes portuarios. El tren llegaba a las seis y diez. Gil llevaba el revólver que Querelle le había confiado. Si el oficial se ponía a gritar, ¿sería capaz de disparar? Entró en los pequeños meaderos de plaza única, junto al antepecho que domina el mar. La niebla le ocultaba. Si alguien venía, sólo vería la espalda de un marinero meando. No había que temer a ningún oficial ni a ninguna patrulla. Querelle lo había combinado todo a la perfección. A Gil sólo le quedaba esperar la llegada del tren: el teniente pasaría por allí con toda seguridad. ¿Sería Gil capaz de reconocerlo? Llevó a cabo en su mente un ensayo detallado de la agresión. De repente se quedó parado ante la preocupación de saber si debía tutear al oficial. «Pues claro, para impresionarlo.» Aunque, bien mirado, resulta más bien raro que un marinero tutee a un oficial. Gil se decidió a tutearle, pero con la ligera nostalgia de no poder conocer, en la mañana misma en que se revestía por primera vez de su uniforme, todas las dulzuras, todos sus consuelos, que consisten sobre todo en anonadaros en una profunda quietud mediante el encanto de un aparato ritual. Gil aguardó con las manos en el bolsillo de su impermeable. La niebla mojaba y helaba su rostro, tornando dolorosa su decisión de ser brutal. Querelle debía de estar durmiendo, todavía en su coy. Gil oyó pitar el tren, lo vio franquear el puente de hierro, entrar en la estación. Minutos más tarde desfilaron ante él extrañas siluetas: eran mujeres y niños. Palpitó su corazón. El teniente atravesaba la niebla, solo. Gil salió de los meaderos con su arma bajada en la mano. Cuando llegó a su altura, se acercó a él. —No las píes. Pasa la bolsa o disparo.

Súbitamente tomó conciencia el teniente de que se le brindaba la posibilidad de llevar a cabo un acto heroico; al mismo tiempo lamentó que aquel acto no tuviera testigos capaces de contárselo a sus hombres y a Querelle en primer lugar. Se dio cuenta de que un acto tal era inútil, pero se sintió deshonrado si no lo llevaba a cabo; vio además por el tono, por la mirada, por toda la belleza pálida y crispada de su agresor, prendido del arma, que no cabía ninguna apelación (en cualquier caso el marinero se llevaría el dinero). Esperó la intervención de un viajero, pero, no creyéndola posible, llegó incluso a temerla. Todo esto se presentó en bloque en su mente. Dijo:

—No dispare.

Tal vez fuera posible envolver al marinero en los pliegues de una dialéctica acerada, maniatarlo con frases e irle llevando poco a poco a la amistad hacia él. La juventud y la osadía del chico le inquietaron.

—No te muevas. No las píes. Suelta la pasta.

En medio de su miedo, Gil estaba muy tranquilo. El miedo le proporcionaba el coraje de hablar de una manera cortante, brutal. Le proporcionaba la lucidez suficiente para comprender que pronunciando frases cortas no dejaba margen para la discusión.

El teniente no se movió.

—La pasta o disparo al vientre.

—Dispare.

Gil le disparó al hombro esperando deshacérselo para que se le cayera la bolsa. El tiro fue terrible, estallando en la pequeña garita luminosa que sus dos cuerpos estaban horadando y formando en medio de la niebla. Rápidamente llevó Gil su mano izquierda a la correa de la bolsa, tirando de ella, al tiempo que ponía la boca de su arma pegada al ojo del teniente:

—Suelta o te dejo seco.

El teniente soltó la correa y Gil, retrocediendo algo, giró bruscamente y huyó a toda velocidad. Desapareció en la niebla. Un cuarto de hora más tarde estaba en su escondrijo. La policía no sospechó de él. Buscó entre los marineros sin descubrir a nadie. Querelle no fue molestado.

A medida que Querelle iba cobrando cada vez más importancia, Roger veía con tristeza que Gil se alejaba de él. Cuando llegaba, Gil ya no le acariciaba; sencillamente le daba la mano. Sentía Roger que todo ocurría fuera de él, por encima de su edad. Estaba celoso de Querelle, sin odiarlo. Le hubiera gustado tener su pequeña importancia en una aventura tan seria. Por sí mismo también se estaba alejando de Gil, pues amaba la doble belleza de los dos hermanos. Se encontraba cogido en una especie de mecanismo de complicados engranajes en el que los rostros de Querelle y de Robert se tornaban necesarios para la plenitud de su amor. Vivía en espera de un nuevo milagro que le pusiera en presencia de los dos jóvenes y que le hiciera ser amado al mismo tiempo por ambos. Todas las tardes daba largos rodeos para pasar cerca de «La Féria» que, efectivamente, le parecía una capilla, como había dicho un albañil al que Roger había oído el día que fue a ver a Gil al tajo:

—Yo voy a misa a la capilla de la rue du Sac.

Roger recordaba la risotada del albañil y su mano ancha y blanca que agarraba una trulla a la que daba vueltas, con gestos regulares y breves, en una pila llena de mortero. No se había preguntado qué culto rendía allí aquel enorme mozarrón de aspecto tan poco suave: Roger conocía de oídas y de vista el burdel, pero «La Féria» le emocionaba hoy porque encerraba un sagrario, o al mismo dios (aquel monstruo bicéfalo que le había turbado sin que supiera darle un nombre) en dos personas; aquel objeto insólito que vertía sobre su almita abrumadores encantos, y al que los albañiles acudían sin duda a rendirle homenaje, cargados no de flores, sino de esperanza y temor. Roger recordaba también que ante aquella broma (sólo sabía esto, pero resultaba indicativo de que aquello superaba el alcance de las simples bromas) uno de los albañiles se había encogido de hombros. Al principio, Roger se había sorprendido de que un chiste sobre burdeles provocara la reprobación de un obrero en mangas de camisa, de pecho amplio y velludo, despechugado hasta la cintura, de cabellos recios y cubiertos de cal, de polvo, de sol, de brazos duros y llenos de polvo, de un obrero, en fin, que era tan hombre. Hoy aquel gesto de hombros, con el que fueron acogidas la frase y la risa, turbaba la segura afirmación de la existencia de ese culto secreto. Bastaba para introducir en la fe la señal de duda y de desprecio que acompaña siempre a las creencias religiosas.

Roger venía a ver a Gil todos los días. Le traía pan, mantequilla, queso que compraba muy lejos, por la parte de Saint-Martin, en una mantequería donde nadie le conocía. Gil se mostraba más exigente cada vez. Se sentía rico. La fortuna que ocultaba junto a sí le proporcionaba la autoridad suficiente para tiranizar a Roger. En fin, se iba acostumbrando a su vida recluida, se instalaba en ella y poco a poco se iba moviendo con seguridad. Al día siguiente de su agresión al teniente trató de saber a través de Roger qué decían los periódicos sobre el suceso, pero Querelle le había prohibido mantener al chico al corriente. Al no poder confesarle nada ni obtener nada de él, Gil se puso furioso contra Roger. Además sentía que el muchacho se estaba alejando de él.

—Tengo que irme.

—¡Faltaría más! ¡Ya me estás abandonando!

—No te abandono, Gil. Vengo todos los días. Sólo que mi vieja se enfada y ladra cuando vuelvo tarde. No habríamos conseguido nada si no me dejara salir.

—Todo eso son cuentos. Y además ya sabes lo que te he dicho sobre eso… Mañana trata de traerme un litro de tintorro. ¿Entendido?

—Sí, lo intentaré.

—No te digo que lo intentes, te digo que me traigas un litro de morapio.

Roger no experimentaba sufrimiento alguno viendo que le maltrataba. Como la atmósfera corrompida del antro, el mal humor que emanaba de Gil se iba haciendo cada día más espeso; pero Roger no distinguía su progresiva densidad. Si hubiera estado todavía enamorado, habría encontrado sin duda un punto de referencia para darse cuenta del cambio de tono de su amigo, pero seguía viniendo todas las tardes mecánicamente, obedeciendo más que nada a una especie de rito cuyo sentido profundo e imperioso había olvidado. No pensaba poder liberarse de aquella pesada tarea, sino sólo en el doble rostro de Robert y Querelle. Vivía con la esperanza de encontrar juntos a los dos hermanos.

—He visto a Jo. Ha dicho que no te hagas mala sangre. Dice que todo va bien. Vendrá a verte dentro de dos o tres días.

—¿Dónde le has visto?

—Salía de «La Féria».

—¿Y tú qué pintas en «La Féria»?

—Yo no estaba allí, pasaba…

—No tienes por qué pasar. No te pilla de camino. No sueñes con llegarle a la suela de los zapatos a los duros. «La Féria» no es para un mierda como tú.

—Te estoy diciendo que pasaba por allí, Gil.

—Eso se lo cuentas a otro.

Gil se dio cuenta de que ya no lo era todo para el chiquillo, quien, fuera del presidio, llevaba una vida en la que él no ocupaba ningún lugar. Temía que aquella vida fuera más prestigiosa que la suya. De todos modos, habiendo dejado de estar unido a Gil, Roger podía moverse con seguridad, ir a fiestas de las que aquel se encontraba excluido, en el interior del burdel, donde los dos hermanos iban y venían de una habitación a otra (cuya disposición y mobiliario eran difíciles de imaginar creyéndolos pobres por el testimonio de la fachada desvencijada) buscándose, hallándose de pronto (y de su encuentro emanaba un orden) para separarse, perderse y volver a buscarse de nuevo entre el va y viene de las mujeres vestidas con velos y encajes. Osaba imaginarse a los dos hermanos ante él, mirándole sonrientes y cogidos de la mano. Tenían una misma sonrisa. Extendían un brazo para coger al chico, que acudía dócilmente, y lo guardaban entre ellos un momento. En casa, Roger no podía mencionar a los dos hermanos, no podía hablar del chulo ni del ladrón. Si hubiera soltado prenda, su hermana se lo habría contado a su madre. Sus cuitas de enamorado actuaban, sin embargo, en él con tan violento empuje que en cualquier momento corría el riesgo de traicionarse. Por lo demás, hablaba de ello con una torpeza ingenua. Un día dijo:

—¡Los Caballeros!

Era incapaz de soñarse con ellos en múltiples aventuras. En sus ojos se formaban algunas imágenes en las que se veía ofreciendo a los dos hermanos reunidos no sabía qué, pero que era lo más valioso de sí mismo. Llegó incluso a ocurrírsele la idea de separar como heraldo a Jo y a Robert, con el fin de que aceptasen la amistad que la persona única y esencial, que no había salido de la habitación, les ofrecía. Querelle volvió una noche en que suponía ausente a Roger.

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