—Yo te pedí una explicación, pero no quería en absoluto…
Tenía una hermosa voz, la melodía, muy dulce. Querelle se encontraba en el centro de la misma libertad, dándose cuenta del peligro que entrañaba la inestabilidad de Mario. Ésta se le trasmitía, aportándole el miedo del que extraía aquel juego, una conducta peligrosa, un aspecto frágil, pero también una fuerza invencible. El miedo podía precipitarle del trapecio volante al que se estaba agarrando con sus garras de cristal por encima de la jaula de las panteras. La muerte estaba ahí, acechándolo a él, que había sido tantas veces la muerte acechando a su presa. Se miraba a sí mismo en el rostro y la actitud de Mario, tan nuevos para él. ¿Qué extraño poder representado por un policía doblado en forma de arbotante sobre una pierna, con el torso estrecho y duro enfundado en una camiseta azul cielo, se había escapado del cuerpo de Querelle para solidificarse frente a él? Mientras permanecía en su interior, mientras lo proyectaba sobre el muro de niebla, Querelle había contenido tal veneno sin grave peligro para él. Pero esta noche su propio veneno le amenazaba. Querelle tenía miedo y su miedo poseía la palidez de la muerte cuya eficacia conocía, sintiendo un doble miedo a ser abandonado súbitamente por él. Mario cerró la navaja. Querelle exhaló un suspiro, vencido. El arma nacida de la inteligencia había despreciado a la nobleza del cuerpo, al heroísmo del guerrero. Mario se enderezó por completo y se metió las dos manos en los bolsillos. Frente a él, pero con un desfase debido a su humildad reciente, Querelle hizo el mismo ademán. Se acercaron un poco el uno al otro y se miraron, turbados.
—No quería hacerte daño; eres tú quien anda buscando un arreglo de cuentas. A mí me importa un bledo que andes con Nono. A mí qué coño me importa. Puedes hacer lo que quieras con tu culo, pero, la verdad, no vale la pena que te pongas hecho un basilisco…
—Mira, escucha, Mario. Es posible que yo ande con Nono. Eso es cosa mía y tú no tienes por qué pitorrearte de mi en pleno burdel.
—No me he pitorreado de ti. Bromeando, te preguntaba si podría sustituirle. Fíjate que eso no quiere decir nada. Y en todo caso no había nadie que pudiera oírlo.
—Por supuesto, no había nadie; pero tienes que darte cuenta de que a nadie le gusta ver que se cachondean de él. Por supuesto que tengo derecho a hacer lo que quiera. Eso a nadie le importa, soy muy quién para defenderme. Porque, la verdad, Mario, sí me has podido es porque tienes una chaira, pero con juego limpio no te hubieras hecho conmigo.
Se sumergieron en la niebla, uno al lado del otro, con fraternidad debido al aislamiento de la niebla y al tono bajo, casi confidencial, de sus voces. Giraron a la izquierda, hacia las murallas. Querelle no sólo había perdido el miedo, sino que la muerte, tan maravillosamente evadida de él, volvía a regresar a su interior, dándole de nuevo la fuerza de una coraza flexible e irrompible.
—Bueno, escucha, no me cojas manía. Te dije aquello en broma. No había mala idea en ello. Yo también he jugado limpio contigo. Es verdad que he sacado una chaira, pero hubiera podido matarte con mi 6-35. Tenía derecho a hacerlo. Hubiera podido contar una historia inventada. Pero no he querido.
Querelle volvía a sentir que a su lado caminaba un policía.
Era el colmo de la paz.
—¡Nono, ya lo creo que le conozco! No tienes más que preguntarle. Yo a «La Féria» voy como amigo, no como un guripa. Porque aunque no te lo creas, soy legal. Más de un tío te lo puede decir. No creas. Y yo jamás he hecho la corte a un tío. ¡Jamás! ¿Te das cuenta? Además, eso no quiere decir nada. Estamos en la Marina, y en la Marina, muchacho, ¡no he visto tíos ni nada que se la dejen meter! Y no por eso dejaban de ser hombres, te lo digo yo.
—Cierto, y además con Nono no hay que pensar lo que no es.
Mario se echó a reír con risa transparente, juvenil. Sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos. Ofreció uno, en silencio, a Querelle.
—Vamos, vamos…, conmigo no vale la pena contar un rollo…
Querelle rompió a reír a su vez con idéntica risa, en medio de la cual formuló:
—Palabra, no te estoy enrollando.
—Lo que yo digo es: haz lo que te guste. Conozco bien la vida, no te cueles. Tu hermano es diferente, él se defiende con las chicas. Las costumbres especiales no las aguanta, ya ves que estoy enterado. Así que no se lo digas.
Habían llegado casi a la altura de las fortificaciones sin haberse encontrado con nadie. Querelle se detuvo. Con su mano armada del cigarrillo tocó el hombro del policía:
—Mario.
Mirándole a los ojos pronuncio con tono severo:
—Me he acostado con Nono, no lo niego. Pero no hay que equivocarse. No soy un marica, ¿comprendes? Me gustan las chicas. ¿No lo crees?
—No digo lo contrario. Pero según Nono, según cuenta él, te la ha metido. Eso no lo vas a negar. ¿No te la ha metido él?
—De acuerdo, me la ha metido; solo que…
—Guárdate tus explicaciones, te vuelvo a repetir. A mí me la menean. No hace falta que me insistas en que eres un hombre. Estoy seguro de ello. Si fueras un mariquita como tantas te habrías rajado en la pelea. Pero tú no te rajas.
Puso la mano sobre el hombro de Querelle obligándole a caminar. Estaba sonriendo, lo mismo que Querelle.
—Mira, nosotros somos dos hombres. Hablamos como queremos. Te has acostado con Nono, no es ningún crimen. Lo esencial es que te haya hecho disfrutar. ¿Eh? No me vas a decir que no has sacado tú lote…
Querelle trató de nuevo de defenderse, pero quedó vencido por su sonrisa.
—No te digo que no. Cualquier tipo gozaría con eso.
—Pues ya lo ves. Puesto que te gusta, no hay mal en ello. También Nono debió de gozar con lo calentorro que es y con la hermosa jeta que tú tienes.
—Mi jeta es como la de otro cualquiera.
—Venga, hombre, tu hermano y tú, ¡que maravilla! Lo veo, Nono, debe empalmarse como un ciervo. ¿Jode bien?
—Vamos, Mario, deja eso…
Pero lo dijo sonriendo. El policía seguía con su mano sobre el hombro de Querelle, al que, despacito pero con seguridad, parecía conducir al paredón.
—Contéstame, hombre… ¿Hace bien su trabajo?
—¿Pero por qué me lo preguntas? ¿Eso te excita? ¿Tienes ganas de probarlo?
—¿Por qué no, si es tan bueno?; venga, explícate: ¿cómo lo hace?
—No lo hace del todo mal. ¿Estás ya contento? Vamos, Mario, no vas a estar fastidiándome todo el rato, ¿no?
—Es sólo por hablar. No hay nadie que pueda oírnos; estamos entre troncos; y a ti ¿te ha satisfecho?
—¡No tienes más que hacer la prueba!
Se rieron juntos. Mario se cuidó de palmear la espalda de Querelle. Dijo:
—¿Por qué no? Sólo dime si es bueno.
—No es malo. Entrar es un coñazo, pero después se pasa bien.
—Sin bromas. ¿Es bueno?
—Te doy mi palabra. Es la primera vez que me pasa. No pensaba que fuese así.
Se echó a reír, pero esta vez con risa cortada. Empezaba a sentirse molesto y tanto más cuanto que sobre su hombro pesaba la mano del policía. Querelle no sabía todavía que Mario intentaba poseerle. Estaba impresionado por aquellas preguntas tan concretas como un interrogatorio, por el tono ansioso, por aquella voz insinuante y por una estrategia que exigía una confesión, fuera la que fuera. Se hallaba emocionado por la singularidad del lugar, por el espesor de la niebla y de la noche, que hacía más estrecha la unión del policía y su víctima abandonados, por una soledad que les hacía cómplices.
—Debe tener una polla gigantesca. Porque es un chico guapo. ¿Te gusta su polla?
—Eres tonto. No me he fijado. No soy tan vicioso. Venga, basta, no se hable más.
—¿Por qué? ¿Te molesta? Si te vas a cabrear, no te hablo.
—No me cabreo. Estaba bromeando.
—A mí, solo hablar de eso me la pone tiesa, palabra.
—¡Y no veas cómo!
Querelle comprendió que con esta exclamación, y con la frase que siguió: «No, no me disgusta en absoluto», dentro de una serie de tanteos que constituían un juego y una táctica y que desembocarían inevitablemente en el ademán temido por él, su libertad estaba perdida. No sintió vergüenza de haber aceptado adentrarse por esta vía estrecha, pero quedó sorprendido ante su propia astucia con la que, al tiempo que se engañaba a sí mismo, colmaba tan maravillosamente sus deseos secretos.
Al menos experimentaba un ligero pudor al realizar frente a un verdadero macho, y sin poder recurrir a un pretexto de fuerza mayor, un ademán que muy bien se hubiera atrevido a hacer, sin sentirse degradado, con o sobre un pederasta o con un macho, pero ayudado, en tal caso, por un pretexto irresistible.
—¿Qué, no lo crees?
Aún está a tiempo Querelle de decir «sí» y detener el curso del juego. Sonrió:
—Vamos. No es lo que acabamos de decir lo que te ha empalmado. Vete con ese cuento a otro tío.
—Te lo juro, de verdad.
—Ni que fueras del sur. ¡Qué exagerado eres! Con el frío que hace. Debe ser pequeñita.
—Pues mira a ver si no es cierto. Pon la mano aquí.
—No… Te aseguro que no. Ni siquiera se te nota. Está congelada.
Se habían detenido. Mirábanse sonrientes, desafiándose con la sonrisa. Mario alzaba mucho las cejas, arrugaba la frente, intentaba poner la cara avergonzada de un muchacho que se queda asombrado al empalmarse a semejante hora, en un lugar tal y por tan pobres motivos.
—Toca, ya verás.
Querelle no se movió. Puso su mejor sonrisa, la más sutil, la más burlona, haciéndola desaparecer lentamente, lo que hizo temblar su labio.
—Que no. Que es imposible, te lo digo yo.
—Te digo que te fijes. Está increíblemente tiesa. Es una estaca.
Sin apartar los ojos de Mario, sonriendo con los labios temblorosos, con el extremo de los dedos, Querelle hizo florecer la bragueta del madero. Sólo la cobertura, luego apretó apenas y sintió la verga dura y ardiente. Dijo casi temblando y bajando la voz a su pesar.
—Aquí no hay nada ¿A eso le llamas empalmarte?
—No la has tocado bien. Aprieta un poco. Hay un buen trozo.
—Claro, con la ropa. Eso da calibre. Y con el espesor de la tela…
—Mete la mano, ya verás.
Querelle alargó su mano, volvió a posar sus dedos, que vacilaron apenas tocaron la tela tensa (y tal vacilación turbó a ambos de manera deliciosa).
—Abre. Vas a verlo, ya que insistes en que hablo por hablar.
Aunque lo sabían, ambos se aferraban al juego de la inocencia. Temían precipitarse demasiado aprisa en la verdad, abandonarse a la confesión desnuda. Lentamente, sin dejar de sonreír para hacer creer a Mario —aun estando seguro de que Mario no creía en su fingida ingenuidad— que se trataba de algo sin importancia, de una broma, mirando fijamente a los ojos del polizonte, Querelle desabrochó uno, dos, tres botones. Deslizó la mano y cogió la polla suavemente. La tenía entre el índice y el pulgar, y luego la sopesó con toda la mano como para juzgar su talla. Con voz pretendidamente clara, pero en la que quedaba algún resto de turbación, dijo:
—Tienes razón, no está mal.
—Te gusta.
Querelle retiró la mano. Continuaba sonriendo.
—Te he dicho que no me interesa. Gorda o flaca, me da igual.
Con la mano libre metida en su bolsillo —la otra estaba sobre el hombro del marinero— el policía hizo brotar su verga fuera de la bragueta. Permaneció así, plantado sobre sus piernas abiertas, frente a aquel marinero que le miraba sonriendo. Susurró:
—Menéamela un poco, anda.
—Aquí no, ¿no hay otro sitio?
De todos los puntos de la noche, de los senderos sin asfalto, los pies desnudos llevan el crimen consigo. Querelle los escucha venir. A su oído le resultan familiares esas adoraciones. Los magos están en camino. Se inclina: lame en la oscuridad el extremo brillante del terrible cipote de Mario.
Querelle oyó junto a su oído el delicado ruido de la saliva en la boca del policía. Sus labios mojados se despegaban, se disponían acaso para un beso, su lengua se preparaba para penetrar en la oreja y librarse en ella a un fogoso trabajo. Un tren pitó en la noche. Querelle lo oyó acercarse, respirar casi. Los dos hombres habían llegado al borde del terraplén que domina la vía férrea. El rostro del policía debía de estar muy cerca. Querelle oyó de nuevo el ruido agudo, algo silbante y amplificado al máximo, de la saliva. Aquello se le antojaron los preparativos misteriosos para una orgía de amor como jamás hubiese imaginado. Experimentó una ligera inquietud al discernir una manifestación tan íntima de Mario, al percibir su vida más secreta. Aunque hubiera movido los labios y la lengua en el interior de su boca de un modo totalmente natural, el policía parecía deleitarse con la idea de la orgía que vendría a continuación. Bastaba este simple ruido de saliva, tan cercano al oído de Querelle, para enclaustrar a éste en un universo de silencio ni siquiera desgarrado por el tren que se aproximaba. El rápido desfiló ante ellos con un estruendo terrible.
Querelle fue presa de un sentimiento de abandono tal que dejó actuar a Mario. El tren huía en la noche con desesperado alborozo. Huía hacía un mundo desconocido, sereno, tranquilo, terrestre al fin, negado al marinero desde hacía largo tiempo. El sueño de los viajeros sería testigo de sus amores con un polizonte: al poli y a él los dejaba en la orilla, como a los leprosos y a los pobres.
—Espera, venga.
Mario no lo lograba. Querelle se volvió bruscamente, poniéndose en cuclillas. La verga del policía traspasaba fatalmente su boca cuando el rápido atravesó el túnel antes de entrar en la estación.
Por primera vez Querelle besaba a un hombre en la boca. Tenía la impresión de que su rostro chocaba contra un espejo que reflejara su propia imagen, que hurgara con la lengua en el interior de una cabeza de granito. Sin embargo, tratándose de un acto de amor, y de un amor culpable, supo que estaba cometiendo el mal. Se empalmó con más fuerza. Sus dos bocas quedaron soldadas, con las lenguas en contacto aguado o aplastado, no osando ni una ni otra posarse sobre las mejillas rugosas donde el beso hubiera sido signo de ternura. Abriendo bien los ojos, se miraban con una ligera ironía. El policía tenía la lengua muy dura.
No era humillante para Querelle ni le degradaba a los ojos de sus compañeros ser asistente. Ejecutando todos los detalles de su misión con la sencillez propia de la auténtica nobleza, se le podía ver por la mañana en cubierta, en cuclillas y limpiando el calzado del teniente. Con la cabeza baja y los cabellos sobre los ojos, alzaba la vista a veces: con el cepillo en una mano, con un zapato en la otra, sonreía. A continuación se erguía prestamente, recogía muy deprisa, como quien hace juegos malabares, todos los utensilios dentro de la caja y volvía. Caminaba con paso ligero y ágil, su cuerpo siempre alegre.