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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (33 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—¿Te hago daño?

—No, sigue así.

Retozaban, con el alma y la palabra extraviadas, la palabra como un polvo de oro expirado por sus bocas entreabiertas. Querelle movía las nalgas dulcemente y Norbert, más duramente, los ríñones. Era bueno ser atrapado por una polla. Y bueno retener en sí, en la polla, una fuerza que sólo se libera al descargarla en el culo. A veces, Querelle sentía en sí el sobresalto de la verga sólida al que la suya, desde su mano, respondía con un sobresalto similar. Se meneaba tranquilamente, posesamente, atento a sentir en sí el vaivén de esa enorme biela. Después de vestirse, se miraron sonriendo.

—Somos un par de cabrones. ¿A que sí?

—¿Cabrones por qué? No le hacemos daño a nadie.

—¿Pero te gusta metérmela por el culo?

—Claro que sí. ¿Por qué no? No es malo. No puedo dedr que esté enamorado de ti, porque te mentiría. Jamás he comprendido el amor entre hombres. Existe, claro. He visto casos. Es sólo que yo no podría.

—Igual que yo. Me dejo enchufar porque me da igual, me gusta, pero no hay que pedirme que me encapriche con alguien.

—¿Y nunca has probado follarte a uno más joven?

—Nunca. No me interesa.

—Un pequeño encanto con la piel dulce; ¿no te apetece?

Querelle, agachando la cabeza para cerrar la hebilla del cinturón, la sacudió de derecha a izquierda mientras la levantaba con una mueca.

—¿Qué te gusta, entonces? ¿Que te hagan sufrir?

—A veces. Tú hablas de dejarme mangonear. Yo creo que depende de lo que te divierta.

Al lado de Norbert, Querelle no había vuelto a encontrar la dulzura que había conocido en la habitación del maricón armenio. Con Joachim había sentido una verdadera atmósfera de dulzura, de calma, de seguridad. Quizá porque sentía ser enteramente para este hombre que había aceptado, al menos mientras estuvo con él, todas sus exigencias. Por Joachim, seguramente se habría dejado someter. Pero es que (ahora lo comprendía), Joachim habría exigido lo contrario.

Norbert no lo amaba, aunque cada vez más, sentía nacer algo nuevo. Cierto sentimiento lo unía a Nono. ¿Era tal vez a causa de su edad respecto a Norbert? Se negaba a admitir que Nono, al tabicarle, le estuviese dominando, aunque aquello tenía tal vez cierta importancia. En fin, no se puede repetir todos los días algo que uno cree un simple juego amoroso sin acabar tomándoselo en serio. Había algo además que servía para suscitar aquel sentimiento nuevo —o más bien aquella atmósfera de complicidad aliviadora—: eran los modales, los ademanes, las alhajas, la mirada de Madame Lysiane e incluso aquella palabra que había pronunciado dos veces durante la tarde: «Hijo». Ahora bien, ocurría que habiendo sido colmado de todas maneras por la intervención del policía, Querelle había dejado de gozar en sus juegos con Norbert. Se había entregado a ellos una vez más por pura costumbre, casi por descuido; pero —y el placer ahora demasiado visible de Nono contribuía a ello— empezaba a aborrecerlo. Sin embargo, pareciéndole imposible deshacerse de lo ocurrido, pensó sacar partido de ello secretamente, y en primer lugar, que Norbert le pagara. En fin, por la sonrisa y los gestos de la patrona, vislumbraba oscuramente la posibilidad de otra justificación. Esta idea se le pasó en seguida a Querelle. No era Norbert un hombre de los que se dejan intimidar. Ya veremos que Querelle no abandonará en absoluto esta idea, sino que la utilizará y gracias a ella le hará soltar la mosca al teniente Seblon.

Los periódicos continuaban hablando del caso Gil —el doble asesinato de Brest— y la policía buscaba al asesino descrito en los artículos como un monstruo espantoso cuya astucia era capaz de hacer fracasar durante largo tiempo a la policía. Gil se convertía en algo tan horroroso como Gille de Rais. Inhallable, lo que para la población de Brest equivalía a decir invisible. ¿Lo era a causa de la niebla o por otra razón más maravillosa?

No se le escapaba a Querelle ni un solo periódico, y se los llevaba a Gil. El joven albañil experimentó una extraña emoción cuando por primera vez en su vida vio su nombre en letras grandes. Estaba en primera página. En un primer momento creyó que se trataba al mismo tiempo de otro y de él solo. Se ruborizó y sonrió. La emoción acentuó su sonrisa hasta convertirla en una risa amplia y silenciosa que a él mismo le resultó casi macabra. Aquel nombre impreso, compuesto con grandes caracteres, era el nombre de un asesino, y el asesino que lo llevaba no era aire. Existía en la vida diaria. Al lado de Mussolini y de Mr. Eden. Por encima de Marlene Dietrich. Los periódicos hablaban de un asesino que se llamaba Gilbert Turko. Gil apartó el periódico y desvió los ojos al papel, con el fin de reproducir en su interior, en la intimidad de su conciencia, la imagen de aquel nombre. Quería hacerse a la idea, es decir, conseguir de inmediato que el nombre estuviera escrito y leído desde hacía mucho tiempo, consignado en un registro. Para ello era necesario recordarlo y volver a verlo. Gil hizo que su nombre (que era nuevo por ser el de otro) recorriera bajo aquella forma nueva irrevocablemente definitiva, toda la noche de su memoria. Lo paseó por los rincones más oscuros, por las anfractuosidades, lo hizo brillar con todos sus resplandores, llevando los destellos de sus facetas a las más recónditas intimidades de sí mismo; después volvió a fijar sus ojos en el periódico. Experimentó una nueva sacudida al volver a ver aquel nombre tan
verdaderamente
remarcado. El mismo estremecimiento de delicada vergüenza tornasoló su epidermis, pues se sentía desnudo. Su nombre lo exhibía y lo exhibía desnudo. Era la gloria, terrible gloria a fuerza de ser bochornosa, a fuerza de llegar por la puerta del desprecio. Gil no se acostumbró del todo a su nombre. Ni siquiera era seguro que se tratase de un simple asesino (¿O de un doble?). Gilbert Turko del que los diarios hablarían siempre en adelante. Pero cada día más, la costumbre despelusaba los artículos sobre sus maravillas. Gil podía leerlos y discutirlos: habían dejado de ser poemas. Dejando de ser poemas, le indicaban un peligro que Gil descubría con toda claridad, que saboreaba incluso, en el que le gustaba a veces disolverse, experimentando entonces al tiempo que una conciencia de ser, más aguda y casi dolorosa, una especie de olvido, de abandono de sí mismo y de confianza, como cuando rozaba con el dedo la carne —rosa, sin duda— de sus almorranas, como también, allá en su infancia, acurrucado al borde de la carretera, con los dedos había escrito sobre el polvo su nombre en hueco y había conocido la extraña dulzura provocada por lo aterciopelado del polvo y por la curva de las letras, olvidó al que se abandonó hasta la náusea, hasta sentir zozobrar su corazón, casi hasta desear tenderse sobre su nombre y dormirse encima de él a pesar de los coches; pero no consiguió más que embrollar las letras, demoler la frágil muralla de polvo, pasando sus dedos separados suavemente por el suelo. Al comienzo, la magia que envolvía el descubrimiento de su nombre impreso acompañaba e iluminaba la confusión entre las dos muertes, arrojaba sobre una las sombras de la otra y sobre la otra el sol de la primera, en suma, mezclaba dos arquitecturas, una de las cuales era irreal para Gil.

—Pero a pesar de todo los jueces se darán cuenta…

—¿De qué se darán cuenta? ¿Qué jueces? No te vas a ir a entregar ahora. Sería una tontería mayúscula. Primero: dirán que eres culpable puesto que te has escondido durante tanto tiempo. Segundo: ya ves lo que dice el periódico, que has matado a un tipo que era marica y a otro que era marinero. Y qué puedes decir a eso.

Gil se dejaba convencer por los argumentos de Querelle. Quería dejarse convencer. Ya no tenía la sensación de correr un gran peligro, sino que, por el contrario, estaba a salvo
al haber sido fijado
. Algo quedaría de él, ya que quedaría su nombre, pues estaba escrito, librándose una vez más de la justicia por el hecho de haber sido designado para la gloria; aunque en su boca se mezclaba la amargura de la desesperación, Gil se sentía perdido pues su nombre iba siempre acompañado de la palabra «crímenes».

—Voy a darte unos cuantos planes. Ganarás un poco de pasta. Después te vas a España. O a América. Soy marinero, conseguiré embarcarte. Yo me encargo de todo.

A Gil le gustaba creer en Querelle. Un marino debe de tener las mejores relaciones con toda la Marina del mundo, debe de estar en relación secreta con la más secreta de las tripulaciones, e incluso con el mar. La idea le gustaba a Gil. Se acurrucaba dentro de ella para consolarse y hallándose allí seguro, se negaba a discutirla.

—¿Qué tienes que perder? Aunque robes, no lo tendrán en cuenta. ¿Qué es un robo comparado con un crimen?

Querelle no había vuelto a evocar el asesinato del marinero, con el fin de no suscitar las recriminaciones de Gil, con el fin de no hacer aflorar a sus labios ese deseo de justicia pura que todos tenemos y que le hubiera hecho ir a entregarse. Llegado de fuera, tranquilo y lúcido, sentía que el joven albañil estaba angustiosamente unido a él. La ansiedad traicionaba a Gil, delataba la más mínima alteración de su carácter y la inflaba un poco a modo de aguja que pasando de nuevo sobre la aspereza del disco transforma esta aspereza en vibración sonora. Registraba Querelle cada una de las diferencias y jugaba con ellas.

—Yo, si no fuera marinero… Pero como lo soy no puedo hacer nada. Sí, lo que puedo hacer es pasarte soplos. Porque yo te creo seguro.

Gil escuchaba sin decir una sola palabra. Ahora estaba convencido de que el marinero no le traería jamás sino algo de pan, una caja de sardinas, un paquete de pitos, pero no dinero. Con la cabeza gacha y un rictus amargo sopesaba en su interior la idea de aquellos dos asesinatos. Un inmenso cansancio le forzaba a resignarse de ellos, a admitirlos, a aceptar finalmente que su vida se había internado por una senda infernal. Respecto a Querelle experimentaba una rabia enorme, y al mismo tiempo una confianza absoluta, sorprendentemente entremezclada con el temor a que Querelle pudiera «chivarse».

—En cuanto tengas la pasta y estés trajeado, te encontrarás listo para el viaje.

La aventura parecía hermosa y como si hubiese sido traída por los asesinatos. Gracias a ellos, Gil se vería obligado a vestirse con elegancia, como nunca lo había hecho, ni siquiera los domingos. Total, aquello era Jauja.

—Observa que te comprendo. No es que me niegue a trabajar, a apuntarme un robo. ¿Pero dónde? ¿Tú sabes dónde?

—De momento, en Brest sólo conozco una cosa, sólo un trabajo. En otros lugares sé de más, pero en Brest solo sé de un trabajo. Voy a ver si me lo soplan y después, si quieres, lo podemos hacer juntos. No hay ningún peligro. Y además yo estaré contigo.

—¿No puedo hacerlo solo? Quizá fuese preferible.

—¿Estás mal de la cabeza? Ni hablar. Quiero estar contigo. No creerás que te voy a dejar hacer el trabajo peligroso a ti solo…

Querelle había domesticado la noche. Se las había arreglado para hacerse familiares todas las expresiones de la oscuridad, para poblar las tinieblas con los monstruos más peligrosos que portaba en sí mismo. Habíalos vencido a continuación mediante profundas inhalaciones de aire por la nariz. Ahora, sin pertenecerle enteramente, la noche le era sumisa. Se había acostumbrado a vivir en la repugnante compañía de sus crímenes, para los que llevaba una especie de registro de minúsculo formato, un registro de masacres que dominaba para él solo: «mi ramillete de flores callejeras». Contenía aquel registro el plano de los lugares donde se habían llevado a cabo los crímenes. Los dibujos eran ingenuos. Cuando Querelle no sabía dibujar un objeto lo nombraba, y la ortografía del nombre era a veces falsa. No tenía instrucción.

Cuando por segunda vez salió del presidio (la primera fue para personarse en casa de Roger) creyó Gil que la noche y el campo, apostados a la puerta, le echaban mano al cuello para detenerle. Tuvo miedo. Querelle iba por delante. Tomaron el sendero que lleva desde el Hospital de la Marina, a lo largo de los muros, hasta entrar en la ciudad. No se atrevía Gil a mostrar sus canguelos ante Querelle. La noche era oscura, pero esto no le tranquilizaba del todo, pues, si se proponía disimularlos, podía la noche encubrir otros peligros, peligros de orden policíaco. Querelle estaba alegre, pero procuraba ocultar su alegría. Como de costumbre, llevaba erguida la cabeza en medio del cuello alzado, rígido y frío de su impermeable. Gil tiritaba. Entraron en el estrecho camino abierto entre el muro del presidio y la explanada que dominaba Brest, donde se halla construido el cuartel Guépin. Al final del camino se encuentra la ciudad y Gil lo sabía. Apoyada al muro de los edificios del antiguo Arsenal, en la prolongación del presidio, había una casa con una planta baja y un solo piso. La planta baja era un café cuya fachada daba a la calle perpendicular al camino donde nos encontramos. Querelle se detuvo. Susurró al oído de Gil:

—Lo ves, es la taberna. La puerta de entrada da a la calle. Tiene un telón metálico. Pero la vivienda está ahí. En el primero. Te lo explicaré. No es difícil. Yo entraré.

—¿Y la puerta?

—No cierran nunca con llave. Vamos a entrar los dos en el pasillo. Porque hay un pasillo. Y una escalera. Subes despacito hasta arriba. Yo entraré por la tienda. Si hay peligro, si ves que el patrón abre la puerta de arriba de la escalera, entras dentro y bajas corriendo. Yo me las piro al mismo tiempo. En dirección al hospital. Si no hay peligro, cuando yo haya acabado, te llamo bajito. ¿Lo has cogido?

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