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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (41 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—¿Qué hay, guapa?

Estrechó con su brazo los hombros de la chica. Ella dio media vuelta y se dejó conducir por los audaces andares de aquel enorme cuerpo pendenciero. Querelle ni siquiera esperó a salir de la zona luminosa; entre dos tiendas, en un palmo de sombra, la arrinconó contra una pared. Emocionada, apenas inquieta porque la vieran, la chica le abrazaba, se sujetaba a su torso. Querelle le soplaba en el pelo, besaba su rostro, susurraba a su oído palabras obscenas que la hacían reír con nerviosismo. Le aprisionaba las piernas entre las suyas. A veces echaba un poco hacia atrás su rostro separándolo del de la chica, para lanzar una ojeada a diestro y siniestro. Le llenaba de orgullo comprobar la animación de la calle. Su triunfo era público. Fue en ese momento cuando vio venir, entre dos oficiales de otro barco, al teniente Seblon. Querelle no cesó de sonreír a la chica. Cuando llegó el oficial a la altura del palmo de sombra en el que se mantenían los dos jóvenes, Querelle la estrechó con más fuerza y la besó en la boca, cogiéndole la lengua; pero entonces, conservando en él una idea de sonrisa, confirió a su espalda, a sus hombros, a sus nalgas, toda la importancia del instante; en resumen, toda su voluntad de seducción se transfirió a esta parte del cuerpo que se convertía en su verdadera faz, su faz de marinero. La deseaba sonriente, capaz de emocionar. Querelle la deseó con tanta fuerza que desde la nuca a la grupa su espina dorsal fue recorrida por un temblor imperceptible. Le estaba dedicando al oficial lo más valioso de sí mismo. Estaba seguro de haber sido reconocido. En cuanto al teniente, su primer impulso fue dirigirse a Querelle para castigarle por atreverse a mantener en pleno día una actitud indecente. Su respeto a la disciplina guardaba una relación estrecha con su amor a la ostentación —y con su sentimiento de poseer una identidad gracias al rigor de un orden sin el cual ni su grado ni su autoridad tendrían vigencia— y traicionar ese orden, aunque fuera mínimamente, era destruirse a sí mismo. Pero a pesar de todo no chistó. No lo hubiera intentado siquiera a no ser por la presencia de sus compañeros, pues, aun reconociendo dentro de sí la necesidad de hacer respetar esta disciplina, infringirla o tolerar una infracción, le proporcionaba placer por la sensación de libertad y complicidad con el infractor. En fin, le parecía elegante y «sumamente sabroso» (esta fue la palabra que utilizó mentalmente) demostrar una indulgencia sonriente para con una pareja de amantes tan maravillosa. Querelle dejó a la chica; pero, no atreviéndose a continuar hacia el puerto, por donde bajaban los oficiales, volvió calle arriba lentamente. Se sentía a la vez feliz y descontento. Cuando dio media vuelta, una chica riendo se destacó de un grupo y cruzó la calzada corriendo. Estuvo en seguida junto a Querelle. Alargó la mano para tocar —¡eso da buena suerte!— la borla del marinero, pero éste le dio una bofetada terrible. Roja tanto por la vergüenza como por el dolor, la chica se quedó atónita bajo la mirada furiosa de Querelle. Balbuceó:

—No le hacía daño.

Pero él era ya el centro —o más exactamente la atracción— de una aglomeración de muchachos que acababan de decidir romperle la jeta con sus puños. Querelle imprimió un giro lento a su cuerpo, plantado sobre sus piernas inmóviles. Comprendió el peligro que encerraban el rostro y la actitud de los jóvenes. Durante un instante pensó pedir socorro a algunos marinos, pero no había ninguno a la vista. Los hombres le insultaban, le amenazaban. Uno de ellos le zarandeó: «¡Asqueroso! ¡Meterse con una chica! Si eres un hombre…».

—Cuidado, muchachos, tiene una navaja.

Querelle los miraba. El alcohol hacía más dramática la visión de su situación, magnificaba el peligro. A su alrededor la gente vacilaba. No había una sola mujer que no deseara que un monstruo tan hermoso quedara derribado por el puño de un hombre, pateado, desgarrado, con el fin de ser vengada, por no poder ser amada, protegida por aquel brazo, por aquel torso que juzgaba de antemano vencedores gracias a la simple protección de su belleza. Querelle sintió que su mirada lanzaba llamas. Apareció algo de espuma en las comisuras de su boca. A través del rostro inmenso y transparente del teniente Seblon —que había vuelto a subir solo tras dejar a sus compañeros— veía nacer y abrirse una aurora en un lugar del globo, alcanzando otras auroras nacientes en cada uno de los lugares donde había escondido el producto de sus asesinatos y de sus robos, mientras seguía atento para prevenir los gestos amenazantes y temerosos de aquellos hombres.

—No hagas tonterías. Ven conmigo.

El teniente, abriéndose camino entre la muchedumbre, suave y amistosamente puso su mano sobre un brazo de Querelle. Se le ocurrió de nuevo la idea de castigarle por estar borracho. No porque se creyera responsable de la dignidad de la Marina —al contrario, en tales casos la dignidad de la Marina consistía para él en aceptar la pelea—, sino más bien porque experimentaba la necesidad de dar a conocer la fuerza espiritual de sus galones de oro, y a la vez la ligera angustia de que al orden, y por tanto a la verdad, se le podía infligir una herida. Con asombrosa seguridad, se dio cuenta de que no convenía tocar el brazo armado y fue sobre el otro donde posó su mano blanca. Se le brindaban, por fin, todas las audacias. Tuteaba a Querelle por vez primera y, dadas las circunstancias, resultaba natural. Habiendo escrito en su cuaderno íntimo que lo que le importaba sobre todo al hacerse oficial era ser un jefe, temido o no —un jefe, una especie de espíritu que da vida a masas musculosas, a mostradores llenos de carne nerviosa— comprendemos, por tanto, su ansiedad. Todavía no sabe si aquel cuerpo vigoroso, omnipotente, cargado, henchido de maldad y rabia, hará diluirse una y otra ante un solo gesto del oficial o, aún mejor, si encauzará su rabia y su maldad según las ordenes de éste… Ya estaba dispuesto a recibir el respeto y la envidia de todas las mujeres partiendo en sus propias narices cogido del brazo de la más hermosa de las bestias, vencida y hechizada por su canto.

—Vuelve a bordo. No quiero que te ocurra nada malo. Dame eso.

Fue entonces cuando tendió la mano en dirección al cuchillo. Pero aunque Querelle aceptaba la intervención del oficial, se negó a que éste le confiscara el arma. Cerró el cuchillo apoyando la hoja sobre el muslo y lo metió en el bolsillo. Siempre en silencio, se acercó al círculo, rompiéndolo al pasar. La muchedumbre le abrió paso protestando. Cuando el teniente lo encontró junto al embarcadero, Querelle estaba borracho. Tambaleándose ligeramente se acercó al oficial y, poniéndole pesadamente la mano en el hombro, dijo:

—¡Eres un tronco! ¡Son unos cabrones! Pero tú eres un verdadero tronco.

Abrumado por la borrachera, se dejó caer sobre una bita de amarre.

—Puedes pedirme lo que quieras.

Vaciló. Para sostenerlo, el teniente le cogió por los hombros. Suavemente, le dijo:

—Tranquilízate. Si hubiera un oficial…

—¡A mí qué me importa un oficial! ¡No hay más que tú!

—No grites, te lo repito. No quiero que te metan en chirona.

Se sentía feliz por no haber sucumbido al deseo de castigarlo. A partir de ese momento se alejaba del policía. Se alejaba de aquel orden que había respetado en exceso. Y casi maquinalmente, pero con una concertada precisión, llevó su mano al gorro de Querelle, donde la mantuvo al principio con suavidad, luego pesadamente, sobre sus cabellos. Querelle vaciló de nuevo. Lo que fue aprovechado por el oficial para sujetar con su cadera la cabeza del marinero, que apoyó contra ella su mejilla.

—Qué pena si te fueras a la cárcel.

—¿De veras? Bueno, eso dices, pero ¿qué le importa eso a un oficial?

Fue entonces cuando el teniente Seblon se atrevió a acariciarle la otra mejilla y a decir:

—Sabes muy bien que no.

Querelle le rodeó el talle con su brazo; atrayéndolo a sí y obligándole a inclinarse, le besó violentamente en la boca; pero en el ademán que llevó a cabo a continuación para levantarse, colgándose del cuello del oficial, puso por primera vez tanto abandono, tanta languidez, que, afluyendo desde no se sabe dónde, una oleada de feminidad convirtió tal gesto en una obra maestra de gracia viril, pues sus musculosos brazos, conscientes de rodear en forma de cesta aquella cabeza más hermosa que todos los ramos, osaron despojarse de su sentido habitual, revistiéndose con otro que señalaba su verdadera esencia. Querelle sonrió viéndose tan próximo a esa vergüenza de la que no es posible regresar y en la que no queda más remedio que hallar la paz. Se sintió tan débil, tan bien vencido, que en su mente se formuló este pensamiento desolador por lo que evocaba para él de otoñal, de manchas, de heridas delicadas y mortales:

—«Me está pisando el terreno.»

Ya dijimos que, al día siguiente, el comisario detenía al oficial.

Sólo conoceré la paz cuando joda conmigo, pero de tal manera que habiéndome ensartado, me conserve, acostado sobre sus muslos, como conserva a Jesús muerto una «Piedad»
[15]
.

Nono conservaba un aire plácido, indiferente. Dijo:

—Se echan la bronca. Se parten la cara. No se sabe bien qué hacen.

—¿Qué se dicen?

—¿No lo sabes? ¿Vas a comenzar a joderme la paciencia? No me tomes por un gilipollas ¿Me oyes? Me la suda que te folies chicos, lo único que te pido es que no traigas aquí tus rollos.

La voz del patrón era severa. No miraba a su mujer. Continuaba ocupándose de las botellas. Agregó:

—Se revientan por tonterías. Se dan golpes que sanan rápido. Son como gatos.

En ella misma se aceleraba el drama. Inmóvil en la caja ante una sala vacía y deslumbrante, asistía al desarrollo que pretendía ordenar, concretar en los más mínimos detalles. Al mismo tiempo no cesaba de exaltarse siguiendo el ritmo de pensamientos cada vez más apremiantes. No ocurriéndosele ningún medio para justificar su crimen ante los magistrados, se decidió a incendiar el burdel. Pero teniendo que justificar también este incendio, se dio cuenta que tras haberlo prendido sólo le quedaba la muerte. Y así decidió asfixiarse. Respiraba a veces tan profundamente que, endureciéndosele el pecho, se le ponía tenso, trasportando toda su persona en un comienzo de ascensión. Sus ojos secos bajo los párpados ardientes permanecían fijos en el vacío espantoso de los espejos y las luces, mientras deambulaban aquellos temas exasperantes cuyos pasos seguía con precisión: «Aunque estén separados, se llamarán de un extremo a otro de la tierra…» «Si su hermano se hace a la mar, la cara de Robert se dirigirá siempre hacia el oeste. Me habré casado con un girasol…» «Sus sonrisas y sus injurias van del uno al otro, se enrollan alrededor de ellos, les atan, les amarran. Nunca se sabrá cuál de los dos es más fuerte. Y su chaval pasa a través de todo esto sin romper el orden…» Madame Lysiane sentía desplegarse en el preciado palacio de carne blanca, nácar y marfil que era su cuerpo, las ricas banderolas de moaré que llevaban bordadas las frases suntuosas que descifraba llena de miedo y admiración. Asistía a la historia secreta de los amantes a los que nada separa. Cuyas batallas están acribilladas de sonrisas, cuyos juegos se adornan con insultos. Risas e insultos cobran otro sentido. Se injurian riendo. Y se unen mediante ceremonias incluso ante la puerta de esta habitación, incluso el umbral de Madame Lysiane. Celebran sus fiestas en las que sus rostros son los protagonistas de honor. Minuto a minuto celebran sus bodas. La idea del incendio se hizo más concreta. Para mejor pensar en ello, para decidir el lugar donde vaciaría el bidón de gasolina, Madame Lysiane hundió su cuerpo en una especie de olvido, pero se acordó de él en cuanto hubo decidido. Cogió con ambas manos, por debajo del vestido, los dos bordes del corsé. Se irguió.

«Tendré que tener el talle muy rígido.»

Pero apenas lo hubo pensado, se desplomó en la vergüenza. Torpe, Madame Lysiane veía escrito lo que pronunciaba, pero escrito según su propia ortografía. Al pensar en sus amantes, veía:

«Ellos cantan.» Frente a Querelle, Madame Lysiane no experimentaba ya lo que la gente de esgrima llama el sentimiento de la espada. Estaba sola. Ella lo reconoció con una especie de gentileza afectada bajo la cual Querelle no llegaba a disimular su impaciencia. Cuando se desvistió acostado al lado de ella, Madame Lysiane comenzó con sus quejas y amenazas. Querelle se rió. Bromeó para calmarla. Pero poco a poco, siguiendo el deslizamiento habitual, las bromas a las que se prestaba Madame Lysiane le condujeron a confesar sus aventuras con Nono.

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