—Eres útil, de veras.
Nos
ayudas a detener a los bribones.
No experimentando el chico ninguna inquietud, aquel argumento sólo podía afectarle gracias al
nos
, que le confería la impresión de participar en una vasta aventura. Vendía a los bribones y robaba con ellos, con toda naturalidad.
—¿Conocías tú a Gilbert Turko?
—Sí. No es que fuera mi amigo, pero lo conocía.
—¿Dónde está?
—No sé nada.
—Vamos…
—Palabra, Mario. No sé nada. Si lo supiera, te lo diría.
El chico, incluso antes de que el policía se lo hubiera ordenado, había hecho su propia investigación, sin descubrir nada. Sin haber reconstruido exactamente las contraseñas amorosas intercambiadas entre Gil y Roger, había adivinado al menos el verdadero sentido de sus sonrisas y de sus encuentros, pero la ingenuidad le otorgaba a Roger una destreza negada con frecuencia a lo que se conoce por habilidad.
—¡Tienes que buscar!
Para su propia inquietud, Mario intuía oscuramente que el desprecio universal ya notado, del que le parecía estar saboreando la espuma de las primeras oleadas, sería conjurado cuando consiguiera el secreto del asesino y sus labios fueran una tumba que lo guardaran.
—Voy a intentarlo otra vez. Pero me da la impresión de que se ha ido de Brest.
—No se sabe nada. Si se hubiera ido, no habría podido ir muy lejos. Sus señas personales han sido distribuidas. Tú lo que tienes que hacer es abrir silenciosamente tu periscopio y escotillas y sintonizar lo que caiga a la chita callando.
Ligeramente boquiabierto, Dédé miró al policía que se sonrojó violentamente. De súbito, sintióse indigno de hablar una lengua cuya función es sin duda el intercambio de ideas prácticas, pero cuya belleza trasmite, sobre todo del que la habla al que la escucha, el sentimiento, inexpresable de otro modo, y casi inmediato de una fraternidad secreta, enigmática —no de la sangre ni del lenguaje—, sino del impudor y del pudor monstruosos, esencias contrarias, de tal lenguaje. Y el sacrilegio de haberlo querido hablar no estando Mario ya en estado de gracia provocaba aquel escándalo: no entender ya lo que significaba y pronunciar una "frase tan ridiculamente literaria. Mario no era ya más que un policía, pero siéndolo sin su contrario (es decir, sin aquello contra lo que lucha un policía), lo que suponía un poco menos. Sólo podía serlo hacia fuera de sí mismo, oponiéndose al mundo contra el que luchaba. Ahora bien, no podía alcanzar en sí esa consistencia, esa profunda unidad que es la lucha de deseos opuestos dentro de uno mismo. Cuando era policía, Mario conocía en sí la presencia del delincuente, o del criminal —en cualquier caso la presencia del macarra que habría sido efectivamente en lugar del policía— pero su traición a Tony lo apartó del mundo criminal, le prohibió referirse a él frente a quien debía permanecer y erigirse como juez, y no penetrarlo más como un elemento simpático capaz de ser cambiado. El amor que todo artista debe a la materia, la materia se lo negaba. Esperaba, en fin, en la angustia. Confundía, en un solo presentimiento de liberación, el castigo de los estibadores y la prueba luminosa de la culpabilidad de Querelle. Durante el día bromeaba con sus compañeros, a los que nunca había hablado de las amenazas de que era objeto. Se encontraba con Querelle casi todas las tardes en aquel lugar de la ciudad donde el terraplén domina la vía férrea. No habiéndosele ocurrido que el descubrimiento de un mechero junto al cadáver de Vic podía explicar la complicidad de Gil y del marinero si Querelle era culpable, Mario no pensó seguirle la pista a éste. Al volver del presidio, Querelle pasaba por el terraplén. Respecto al policía, no sentía ninguna amistad, sino que le unía a él una cierta costumbre vinculada al hecho de que estaba a merced suya. Se creía, en fin, protegido; sentíase echar raíces. En la oscuridad, una noche susurró:
—Si me cogieras birlando algo, ¿me mandarías al trullo?
Tomada al pie de la letra, la expresión «a punto de desfallecer» es falsa; sin embargo, la fragilidad a que se reduce a quien la suscita, nos obliga a emplearla, Mario estuvo «a punto de desfallecer». Por tomarle el pelo respondió:
—¿Por qué no? Cumpliría con mi deber.
—¿Eso sería tu deber? ¿Meterme en chirona? No tiene gracia.
—¿Y qué quieres? Y sí mataras a alguien, sería lo mismo. Te mandaría a Deibler.
—¡Ah!
En cuanto se enderezaba, tras lo que ni el policía ni él osaban denominar amor, Querelle volvía a convertirse en un hombre que está frente a otro. Sonreía un poco, al abrocharse el pantalón, al cerrar tras de su espalda la correa que hacía las veces de cinturón: trataba de convertir este acto en una broma. Habiendo tenido lugar esta escena al comienzo de los amores de la patrona con Querelle, incapaz éste de desenredar la maraña de las relaciones entre Nono, el polizonte, Mario y su hermano, no anduvo lejos de sospechar una especie de conjura. Tuvo miedo. Al día siguiente por la noche ordenó a Gil la huida. Desde su entrada en el presidio ejecutó metódicamente los ademanes que durante la noche había anticipado como indispensables para su salvaguardia: lo primero fue quitarle a Gil el revólver. Solapadamente le dijo:
—¿Tienes el chopo?
—Sí, ahí está. Escondido.
—Déjame verlo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
Gil no se atrevió a preguntar si había llegado la hora de utilizarlo, pero lo temió. La voz de Querelle se hizo muy suave. Tenía que proceder con mucha pericia para no despertar sospechas en Gil. Podemos escribir que actúa como un gran comediante. Para aplazar la explicación, pero para imposibilitar un rechazo de Gil, una simple vacilación por su parte, no le dijo: «Dámelo», sino: «Déjame verlo, ahora te lo explico»… Gil contemplaba cómo Querelle le miraba, perdidos uno y otro en la dulzura de su voz, aumentada aún, hasta la ternura, por la tristeza de las tinieblas. Las tinieblas y aquella dulzura los sumergían desnudos, desollados vivos, en un mismo bálsamo. Querelle experimentó una auténtica amistad, un verdadero amor por Gil, que le era correspondido. No queremos decir que Gil sospechara ya aquello hacia donde (aquel final sacrificial y necesario) le conducía Querelle; nuestro papel consiste en señalar lo universal de un fenómeno particular. Hablar de presentimientos en caso semejante sería un error. No quiere ello decir que no creamos en éstos, sino que son más propios de un estudio que no pertenece ya a la obra de arte —puesto que la obra de arte es libre—. Nos ha parecido una execrable literatura que se haya escrito sobre una pintura que pretendía representar al Niño Jesús: «En su mirada y en su sonrisa se distinguían ya la tristeza y la desesperación de la crucifixión». Sin embargo, con el fin de alcanzar la verdad sobre las relaciones entre Gil y Querelle, debe el lector permitirnos utilizar ese detestable lugar común literario que estamos condenando, y tolerar que escribamos que Gil tuvo de pronto el presentimiento de la traición de Querelle y de su propia inmolación. Este rasgo de literatura vulgar no tiene como única utilidad precisar más rápida y eficazmente los papeles de ambos héroes: uno como redentor, otro como personaje para quien no ha sido hecha la redención; queda algo que descubriremos con el lector. Gil hizo un movimiento que le liberó algo de aquella aletargadora ternura que le unía a su asesino. (Es éste el momento de decir que un sentimiento diferente del odio puede hacer que, ante los ojos consternados y escandalizados del público, un padre hable amistosamente al asesino de su hijo, que interrogue suavemente al que fue testigo de los últimos instantes del ser adorado.) Gil retrocedió a la sombra, a donde le siguió Querelle con un impulso natural.
—¿Lo tienes?
Gil levantó la cabeza. Estaba en cuclillas buscando el arma bajo un montón de jarcias.
—¿Eh?
Luego se echó a reír, con una risa un poco frágil.
—¡Estoy chiflado! —añadió.
—¿Me dejas ver?
Querelle le pidió dulcemente el revólver y dulcemente se apoderó de él. Se vio salvado. Gil se había levantado.
—¿Qué vas a hacer?
Querelle vaciló. Se volvió de espaldas a Gil para regresar al rincón donde éste se apostaba habitualmente. Por fin le dijo:
—Tienes que pirártelas. Esto comienza a estar que arde.
—¿De veras?
Felizmente la palabra terminaba en una ese, pues de lo contrario Gil no habría conseguido pronunciar una consonante más fuerte. El terror a la guillotina, reprimido desde hacía tiempo en su interior, provocó de súbito este extraño fenómeno: hizo refluir a su corazón toda la sangre de su cuerpo.
—Sí. Te están buscando. Pero no te pongas nervioso. No creas que te voy a dejar en la estacada.
Gil trataba de comprender, lánguidamente y sin conseguirlo, para qué iba a servir su revólver, cuando vio que Querelle lo introducía en el bolsillo de su impermeable. Le iluminó la idea de que se estaba llevando a cabo una traición, al tiempo que experimentaba un profundo alivio al verse libre de un objeto que le obligaba a la acción y probablemente al crimen. Alargando la mano, dijo:
—¿Me lo dejas?
—Tienes que comprender. Te lo explicaré. Escúchame bien, yo no digo que te vayan a coger, estoy seguro de que no, pero por si acaso, quién sabe. Más vale que no lleves un arma.
El razonamiento de Querelle era el siguiente: si le dispara a los polis, los polis disparan a su vez. O lo matan o fallan el tiro. Si lo detienen, van a saber —por Gil herido o por un interrogatorio serio— que el revólver pertenece al teniente Seblon, quien se verá obligado a acusar a su asistente. Al querer precisar el impulso psicológico de nuestro héroe, deseamos exponer a la luz del día nuestra alma. Anotar libremente la actitud que nosotros elegiríamos —a la vista quizás, o más bien en
previsión
, de un fin codiciado— nos conduce al descubrimiento de ese mundo psicológico dado sobre el que se basa la libertad de elección; pero si para el desarrollo de la intriga se hace necesario que uno de los protagonistas pronuncie un juicio o reflexione, nos hallamos de golpe frente a lo arbitrario: el personaje escapa a su autor. Se singulariza. Tendremos pues que admitir que uno de los factores que lo componen será,
a posteriori
, descubierto por el autor. Si en el caso de Querelle hace falta una explicación, vamos a aventurar la siguiente, ni mejor ni peor que otra: estando en relación su escasa sensibilidad con su escasa imaginación, juzgaba mal al oficial, quien, como atestigua su diario, hubiera preferido ser acusado antes que denunciar a Querelle. Según una nota de su cuaderno íntimo, el teniente Seblon siente deseos de designar a Querelle como autor del asesinato, pero ya veremos el uso sublime que hará de este deseo.
Gil se ofuscaba. No llegaba a comprender las intenciones de su amigo. Se escuchó pronunciar:
—Entonces, en cueros. Me voy en cueros.
Querelle acababa de reclamar los efectos de marinero. Nada debía quedarle que pudiera denunciar a Querelle ante la policía.
—¡Cómo que te vas en cueros! ¡Anda, corta!
A punto Gil de rebelarse —a lo que le incitaba poco a poco la actitud de Querelle, actitud dulce y algo distante—, aquella expresión particularmente hiriente le hizo someterse. Querelle se dio cuenta a las mil maravillas de que una vez más demostraba ser el amo, atreviéndose a tratar con tanto desprecio a quien podía perderlo. Magnífico en su caradura y destreza, acentuó su juego tornándolo grave hasta el punto de que el más venial de los errores podía perder al jugador. Oliéndose, la palabra nos parece exacta, el éxito de aquel hallazgo, lo jugó a fondo.
—¿No me vas a incordiar empezando a hacerte el duro? Tu trabajo consiste en escucharme.
Pero, hablando con aquel tono bordeó tanto el peligro (una chispa de lucidez por parte de Gil podía hacer que éste cediese a la crispación) que distinguió con más habilidad todavía, con más claridad y agilidad de espíritu los mil matices necesarios para provocar, por medio de la muerte de Gil y de su silencio, su propia salvación. Agudo, rápido, victorioso ya, moderó su desprecio y su altivez, capaces de hacer resquebrajarse —o romperse— el equilibrio que conduce a la alegría o a la libertad conquistada y conservada. (Querelle, anotémoslo, distinguía con tanta claridad el mecanismo que conducía al éxito, porque estaba, y era consciente de que estaba, en el corazón de la libertad.) Moderando su desprecio y su altivez con algo de llaneza, sonrió ligeramente de lado a Gil, con el fin, mentalmente, de hacerle ver la ironía y la poca gravedad de la situación. Dijo:
—Bueno, ¿y qué? Los tipos como tú no se rajan. Sobre todo tienes que escucharme. ¿Entendido? ¿Eh?
Puso la mano sobre el hombro de Gil, a quien a continuación le va a hablar como a un enfermo, como a un moribundo, refiriéndose ya los últimos consejos más al alma que al cuerpo de Gil.
—Entras en un departamento vacío. Escondes lo primero el dinero. Lo escondes bajo un cojín. Encima de ti no guardes apenas nada. ¿Comprendes? No conviene que tengas demasiado dinero.
—¿Y los trapos?
Gil tuvo la idea de añadir: «Me dejas marcharme así»; pero indicando demasiada intimidad, una dependencia sentimental ante la que había empezado a sentir pudor, una fórmula tal podía crispar a Querelle. Dijo:
—Me van a descubrir.
—¡Que no! Ni lo pienses. Los guris ya no saben cómo ibas vestido.
Querelle continuó en ese mismo tono, imperioso y tierno a la vez. La dicha —especie de afección, en el sentido también de enfermedad nacida de los humores que circulan por el sistema vascular del acontecimiento— deparó además un accidente concreto. Estrechando a Gil por los hombros, Querelle pronunció estas palabras:
—No te preocupes. Haremos otras trastadas.
Se refería a los robos con escalo, y así lo entendió Gil; pero la emoción que experimentó tenemos que atribuirla al doble sentido secreto que permite que esta expresión sea aplicable a los niños e, indistintamente, revele a Gil su preocupación, en suma, que muestre una confusión deliciosa entre el cómplice y el amante. Para Gil fue la revelación. Sólo anotaremos una falta: la misma que cometen los supervivientes acuciando con esperanzas y ánimos a los moribundos. Con delicadeza, pidiéndole a Gil que no le traicionara si por desgracia le cogía la policía, dijo:
—Eso no conduciría a nada. ¿Te das cuenta? Tú de todos modos no arriesgas nada.
Desde el seno mismo de la inocencia, Gil preguntó:
—¿Por qué?