Le estrechó la mano y, ya a punto de partir, Querelle se volvió para decirle:
—Y a tu chaval, ¿no lo has visto?
—Vendrá luego, probablemente.
Querelle sonrió.
—Dime, está que se muere por tus huesos el bambino, ¿no?
Gil se puso rojo. Creyó que el marinero intentaba burlarse de él recordándole la razón oficial del asesinato de Théo. Una enorme angustia le oprimió. Con voz demudada respondió:
—Estás loco, es porque me entendía con su hermana. Es sólo por eso. Estás loco, Jo. No debes creer lo que te cuentan. A mí lo que me tiran son las mujeres.
—Déjate de tonterías, no tiene nada de malo que el chiquillo esté que se muera por tu esqueleto. Como soy marinero sé lo que es eso. Hale, hasta siempre, Gil. No te hagas mala sangre.
De vuelta a casa, Roger miraba a su hermana con un sentimiento de respeto e ironía mezclados. Sabiendo que era ella lo que Gil buscaba en su trató con él, maliciosa e ingenuamente a la vez, trató de copiar sus modales, sus gestos de chica, incluso aquellos que consisten en echarse los cabellos sobre los hombros o en estirarse sobre las caderas los pliegues del vestido de tela. La observaba con ironía, sintiéndose feliz de interceptar en su propio cuerpo los homenajes de Gil, y también con respeto, pues ella era la depositaría de los secretos que conmovían el alma de Gil, el altar mayor del templo donde él era sólo el Sumo Sacerdote. Para su madre, Roger había adquirido una singular madurez por el hecho de estar tan íntima, tan sencillamente complicado en un crimen que tenía como móvil un asunto de
costumbres
. No se atrevía a interrogarlo por miedo a escuchar de su boca un relato maravilloso en el que su hijo jugara el papel de héroe amoroso. No estaba segura de que a la edad de quince años su hijo no hubiera conocido ya los misterios del amor y los que ella ignoraba del amor prohibido.
Era Madame Lysiane demasiado opulenta para que Querelle pudiera considerarla como su cuñada. Se negaba a imaginarse a su hermano jodiendo con una mujer tan noble. A sus ojos, Robert era todavía un simple maleante que había tenido la potra de ser protegido. A Querelle no le sorprendía. Por lo que toca a Madame Lysiane, ésta hacía esfuerzos por mostrarse sendlla con él. Le hablaba amablemente. Sabía que tenía un
affaire
con Norbert. Arrebatada por la magia de sus extraños celos, no se precavía contra la preocupación, cada vez más dominante, de las diferencias esenciales entre Querelle y Robert. Una noche, sin embargo, se sintió emocionada ante una carcajada de Querelle, tan fresca, tan pueril, que Robert no hubiera sido capaz de soltarla jamás; sus ojos quedaron prendidos de la comisura de aquella boca, ampliamente abierta sobre los dientes brillantes, y permaneció mirándole las arrugas mientras se le cerraba. Le parecía evidente que aquel muchacho era feliz. Ello le produjo un choque casi insensible que provocó una ligera hendidura por donde iba a fluir una espantosa maraña de sentimientos. Sin que lo sospecharan las mujeres que veían siempre su rostro tranquilo y sus hermosos ojos, que seguían dominadas por la majestad melancólica de sus andares bajo las caderas pesadas, amplias, hospitalarias en el buen sentido de la palabra, destinadas verdaderamente a la maternidad, dentro de ella, cuyos flancos eran aparentemente profundos y tranquilos, se agitaban, mezclándose y separándose con arreglo a movimientos de misteriosa causa, largos y amplios velos negros, de una tela opaca y suave, chales de luto de tenebrosos pliegues. Sólo quedaba en ella el vaivén ora rápido, ora lento, de negras telas que no podía sacar por la boca para tenderlas al sol, ni cagarlas por el culo como se arroja una solitaria.
—De todos modos tiene gracia que ande yo a mi edad con estas cosas, porque no puedo engañarme. Yo engañarme, eso sí que no. Joséphine no está hecha para engañarse: voy a cumplir cincuenta años dentro de cinco. Y sobre todo no a merced de una idea. Porque me estoy haciendo una idea. Cuando digo que
ellos
se parecen, y no hay más que uno en realidad, 'ellos' son dos. Por una parte está Robert y por otra Jo.
Estas ensoñaciones tranquilizadoras que proseguían durante el día y durante los instantes de respiro que le permitía la vigilancia de la sala, eran interrumpidas sin cesar por los problemas cotidianos. Lentamente, Madame Lysiane pasó a considerar la vida y sus mil incidentes como algo perfectamente estúpido, sin ninguna importancia en comparación con la amplitud del fenómeno del que estaba siendo testigo y receptáculo.
—¿Dos fundas de almohadón sucias? ¿Y qué importan dos fundas sucias? Se lavan. ¿Qué quieren que yo le haga?
Abandonaba pronto esta idea degradante para observar la fascinante labor de sus telas de luto.
—Dos hermanos que se aman hasta llegar a parecerse…, eso es una tela. Aquí está. Se mueve. Pasa despacito, desplegada por dos brazos desnudos, de puños cerrados, tendidos en mí. Esta tela forma un entorchado. Se desliza. La perturba otra, negra también, pero de diferente tono. Esta nueva tela quiere decir: dos hermanos que se parecen hasta amarse. Esta tela se va deslizando también dentro de la cuba, recubriendo la primera… No, es la misma del revés… Otra tela, de un negro diferente. Quiere decir: amo a uno de los hermanos, a uno solo… Otra tela si amo a uno de los hermanos, estoy amando al otro… Tengo que pasar por entre todo esto, tengo que ponerme manos a la obra. Pero no se pueden parir telas. ¿Amo a Robert? Así debe ser, puesto que desde hace seis meses no nos hemos despegado el uno del otro. Eso no quiere decir nada, evidentemente. Amo a Robert. No amo a Jo. ¿Por qué? Tal vez le amo. Ellos dos se adoran. Nada puedo hacer. Se adoran: si se adoran, ¿harán el amor? ¿Dónde? ¿Dónde? Si nunca están juntos. Se ocultan, claro. Hacen el amor lejos de aquí. Lejos de aquí, ¿dónde? En otras regiones. Han tenido un chiquillo…, ese chaval es su niño… Soy tonta, aunque comparado con mis telas un vestido no tenga importancia, es preciso reñirle a Germaine por barrer el suelo con el suyo. Es cuestión de principios. Si supiera andar… ¿Cómo es posible que una mujer como yo no logre tranquilizarse?
Madame Lysiane había estado esperando el amor durante mucho tiempo. Los machos no le habían aportado nunca demasiada emoción. Sólo al alcanzar la cuarentena comenzó a despertársele el apetito por los chulos de músculos prietos. Pero justo en el momento en que podía conocer la dicha se instalaron dentro de ella aquellos celos que a nadie podía mostrar. Nadie lo hubiera entendido. Amaba a Robert. Sólo de pensar en sus cabellos, en su nuca, en sus muslos, se le ponía duro el pecho, se proyectaba hacia delante, al encuentro de la imagen evocada, y durante toda la jornada, en la alegría febril de un deseo apenas rechazado, Madame Lysiane preparaba noches de amor. ¡Su hombre! Robert era su hombre. El primero y el verdadero. Si se aman, ¿harán el amor? En tal caso, igual que los maricas. Los maricas eran vergonzantes. Evocarlos en el burdel sería comparable a mentar a Satanás en el coro de una basílica. Madame Lysiane los despreciaba. No iban nunca a su casa. Rechazaba la idea de que ciertos clientes de gustos extravagantes, que exigían de las mujeres lo que nadie espera de ellas, estuviesen afectados de mariconería: si andaban con mujeres, era que les gustaban las mujeres. A su manera, pero de maricones, nada.
—Pero ¿a dónde voy a ir a parar? Robert no es una loca…
Ante su imaginación surgía el rostro regular, rígido y duro de su amante, cuyos rasgos, a velocidad vertiginosa, se confundían con los del rostro del marinero, que a su vez se convertía en el de Robert, quien se transformaba en Querelle y Querelle en Robert… Un rostro cuya expresión no variaba nunca: una mirada dura, una boca severa, tranquila, una barbilla sólida y, dominando el conjunto, aquel aire de inocencia total respecto a la confusión que sin cesar se operaba.
No, seguro que no es sólo eso. Ellos se aman. Se aman con su belleza. Son pequeñas terneras. No puedo hacer nada para separarlos. Siempre se reencuentran. Robert ama a su hermano más que a mí. No hay nada que hacer.
Ella no tenía nada que hacer. Sólo una mujer de su edad podía ser víctima de ese mal. Había permanecido indiferente al deseo, ante la manifestación del deseo de los demás, pero su castidad espiritual abonaba un terreno fácil de fecundar por lo maravilloso.
Querelle no se atrevía a pronunciar el nombre de Mario. Se preguntaba a veces si alguien conocería su aventura con él. ¿Por qué iba a hablar? Madame Lysiane no parecía estar al corriente. Habiéndola visto el primer día, a Querelle ya no se le ocurría mirarla. Pero con su autoridad característica, poco a poco ella se le iba imponiendo, iba tomando posesión de él, envolviéndole en ademanes y líneas de amplias y bellas curvas. De aquellas masas armoniosas, de aquellos andares pesados, se desprendía un calor, casi un vapor que iba embotando a Querelle, incapaz todavía de discernir su embrujo. Miraba distraídamente la cadena de oro del pecho, las pulseras de las muñecas y siempre distraídamente se sentía envuelto en la opulencia. Pensaba a veces, al verla de lejos, que el patrón poseía una mujer muy hermosa y su hermano una amante muy bella; pero en cuanto se acercaba a él, Madame Lysiane no era sino un manantial cálido, asombrosamente fecundo, aunque casi irreal a fuerza de irradiación.
—¿No tendrá usted fuego, Madame Lysiane?
—Sí, hijo, ahora se lo doy.
Rechazó sonriente el cigarrillo que el marinero le ofrecía.
—¿Por qué? Nunca se la ve fumar. Es un Craven.
—No fumo nunca aquí. Se lo consiento a las mujeres porque no se puede ser demasiado severa, pero yo no. Se imagina usted qué dirían si la patrona se pusiera a fumar.
No parecía molesta. Lo dijo con toda naturalidad, simplemente, como algo evidente y sin discusión posible. Acercó el cigarrillo a la llama ligera y vio que los ojos de Querelle la contemplaban. Se quedó algo turbada ante aquella mirada y sin darse cuenta pronunció la expresión con la que había tropezado hacía un momento y que permanecía allí, pegada al cielo de la boca.
—Esto es lo que hay, hijo.
—Gracias, Madame Lysiane.
Ni Robert ni Querelle amaban tanto el amor como para buscar posturas nuevas. Tampoco satisfacían una necesidad higiénica. Nono veía en sus juegos con Querelle la manifestación violenta y algo fanfarrona de una lubricidad que había reconocido en él. Aquel marinero aplastado sobre la alfombra que le ofrecía unas nalgas musculosas y velludas entre champiñones de terciopelo, realizaba con él un acto que hubiera podido pertenecer a las orgías de un convento, donde las monjas se dejaban joder por un macho cabrío. Era una hermosa farsa que aumentaba la fortaleza de sus hombros sólidos. Frente a aquel culo negro, enmarañado, ofrecido con decisión sobre los largos y pesados muslos, algo morenos, que surgían del revoltijo del pantalón bajado en el que las piernas estaban aprisionadas, Norbert permanecía de pie, se abría ampliamente la bragueta, apartaba algo su camisa para convertirse por completo en un macho, y se contemplaba durante algunos segundos en esta postura, que consideraba una hazaña de caza o de guerra. Sabía que no arriesgaba nada, pues ningún sentimentalismo turbaba la pureza de su juego. Ni pasión alguna.
—Está en razón. Decía también: «Tiene pátina» o «tiene buena pinta».
Era un simple juego sin gravedad. Dos hombres fuertes y sonrientes, uno de los cuales, sin crearse mala sangre, sin dramatizar, prestaba su culo al otro.
«Lo pasamos bien.»
Había que añadir el placer de ponerle los cojones encima de las chichas. «Si supieran que nos descargamos las aceiteras entre amigos, se quedarían de una pieza. El marinero este no se anda con tonterías; se parte de risa cuando le doran las cachas. ¿Y qué hay de malo en ello?»
Total, que Norbert aceptaba joder con Querelle en parte por bondad. Le parecía que, aunque el marinero no estaba enamorado de él, tenía necesidad de aquello para seguir viviendo. Norbert no lo despreciaba —en primer lugar por no haberse dejado engañar en la venta del opio y además a causa de su fuerza—. No podía menos de admirar la joven y ágil musculatura del marinero, que se la ponía cada vez más tiesa. La humedeció con la mano y luego se inclinó lentamente, se posó sobre la espalda de Querelle y lo penetró. Ya ningún dolor crispaba a Querelle. Sólo sentía el extremo redondo y duro forzando un poco y penetrando suavemente hasta el fondo. Nono se quedaba inmóvil unos segundos, dejando reposar un poco a su amigo. Luego comenzaba el vaivén. Era suave y relajante sentirse tan alcanzado tan profundamente, conocer en sí una presencia tan soberana. El miembro no se arriesgaba a salir. Trenzados, se volvieron ligeramente de lado y continuaron. Nono sostenía a Querelle por las axilas y lo atraía contra sí. El marinero se dejaba llevar hacia atrás y se apoyaba pesadamente sobre el pecho de Norbert.