—Así pues, ¿que va usted a hacer?
—No lo sé. Estoy a sus órdenes. Sólo que abajo los compañeros están solos…
El oficial hizo un cálculo rápido. Mandar a Querelle a la ducha era destruir el objeto más bello que a sus ojos les había sido dado acariciar. Puesto que el marinero iba a estar aquí, a su lado, mañana, era preferible dejarle recubierto de aquel manto negro. Tal vez en el transcurso de la jornada el oficial encontraría la ocasión de bajar a las calas de carbón y sorprender en ellas, en plena actividad amorosa, a aquel pedazo gigante de tinieblas.
—Bueno, bien, vaya.
—De acuerdo, mi teniente. Volveré mañana, hale.
Querelle hizo el saludo y giró sobre sus talones. Con la angustia del náufrago que ve desvanecerse en la lejanía las islas y con el arrobamiento que provocó en él el tono desenfadado y de complicidad —tan tierno como el primer tuteo— de la última palabra de Querelle, el oficial se quedó mirando cómo aquella grupa deslumbrante y fina, aquel talle, aquellos hombros y aquella nuca se alejaban de él irrevocablemente, aunque no lo suficiente como para no suscitar un sinfín de manos tendidas e invisibles, que desplegaban en torno a aquellos tesoros, y para protegerlos, la más tierna solicitud. Querelle regresó a su carbón como lo hacía normalmente, ahora que acababa de cometer un asesinato. Si la primera vez semejante idea se le había ocurrido para que los posibles testigos no le reconociesen, las veces siguientes lo tuvo suficientemente presente para salirles él mismo al encuentro, seguro de su fuerza asombrosa, una vez que estuvo tiznado de la cabeza a los pies. Se sentía fuerte por ser tan hermoso y por atreverse a añadir a su belleza la apariencia cruel de las máscaras. Era fuerte —y tan invisible y sereno, acurrucado a la sombra de su fuerza en el rincón más recóndito de sí mismo—, fuerte por meter miedo sabiéndose tan tierno; fuerte por ser un negro salvaje, natural de una tribu en la que el crimen ennoblece.
—¡Y además, qué coño, tengo mis joyas!
Querelle sabía que ciertas sumas —el oro sobre todo— dan derecho a matar. El acto de matar se convertía entonces en un «asunto de Estado». Él era un negro entre los blancos, y tanto más misterioso, monstruoso, al margen de las leyes del mundo, cuanto que debía esta singularidad a un maquillaje apenas puesto y tan trivial que no era sino polvo de carbón; pero con ello demostraba Querelle que el polvo de carbón no es algo tan simple, puesto que posee el poder de transformar hasta tal punto, sin apenas posarse sobre la piel, el alma de un hombre. Era fuerte por ser para sí mismo una masa de luz, aparentando ser noche ante los demás; era fuerte por agitarse en la zona más profunda del navio. Experimentaba, en fin, la dulzura de las cosas y los objetos fúnebres, su gravedad ligera. Se cubría, por último, la cara con un velo y, secretamente, a su modo, llevaba luto por su víctima. Aunque en anteriores ocasiones se hubiera atrevido a hacerlo, hoy era incapaz de contar los detalles de su crimen. Debía desconfiar sobre todo de uno de los marineros de carga de carbón, cuya belleza, tan cruelmente pintada como la suya, corría el riesgo de arrancarle un suspiro de aceptación. Camino de las calas del carbón se dijo:
«No ha dicho ni palabra del reloj.»
De no haber tratado de involucrar a Querelle en la aventura que se estaba imaginando en torno al asesinato de Vic, tal vez el teniente se hubiera quedado estupefacto al ver que su asistente multiplicaba el carácter excepcional de aquella jornada con el hecho de ir por sí mismo a trabajar en las calas del carbón. Pero se encontraba todavía demasiado desconcertado por todo ello para poder interpretar aquellas cosas doblemente extrañas. Y cuando los dos policías encargados de la investigación a bordo, le interrogaron acerca de sus hombres, ni siquiera sugirió la idea de que Querelle pudiera ser culpable. Pero ocurrió lo siguiente: si ante los demás oficiales el preciosismo del lenguaje y de los ademanes del teniente, las inflexiones súbitamente acariciadoras de su voz, pasaban fácilmente por elegancia —ya que ellos también estaban acostumbrados al tono untuoso y flexible de las familias bienpensantes—, los policías no se engañaron y se dieron cuenta en seguida de que era un marica. Pues si todavía trataba de dar el pego entre los marineros, ya acentuando la dureza de su voz metálica, ya exagerando el tono tajante de sus órdenes, llegando incluso a veces a un estilo telegráfico, los policías le turbaron. Ante ellos, ante su autoridad, se sintió culpable y se le escaparon ademanes de loca que no eran sino otras tantas confesiones de culpabilidad.
Fue Mario quien quiso hacerle la primera pregunta:
—Perdone que le moleste, mi teniente…
—Es una idea excelente.
Pero aquella frase, formulada al azar y en cualquier caso traída a colación por descuido, le hizo aparecer como cínico y desenfadado. El policía creyó que trataba de ser ingenioso y se sintió molesto. Mientras la turbación se iba apoderando del teniente, Mario, progresivamente intimidado, le interrogaba cada vez con más brutalidad. A la pregunta enteramente anodina: «¿No ha notado nunca nada sospechoso entre Vic y alguno de sus compañeros?», Seblon dio la siguiente respuesta, entrecortada a la mitad por un movimiento de glotis que no pasó desapercibido para los investigadores:
—¿Cómo se reconoce algo
sospechoso
?
El lapsus le hizo enrojecer. Su turbación aumentó. Captaba Mario lo extraño de las respuestas del oficial. Residiendo la fuerza de éste en la palabra, también en ella radicaba su debilidad; pero hacía esfuerzos para imponerse mediante aquel poder sordamente socavado.
Dijo:
—¿Por qué tengo que interesarme en las relaciones personales de estos muchachos? Aunque el marinero Vic hubiera sido asesinado en el transcurso de una aventura equívoca, yo no tengo por qué estar al corriente.
—Por supuesto, mi teniente; pero a veces se escuchan cosas.
—Usted bromea. Yo no espío a mis hombres. Y sobre todo tenga usted en cuenta que si estos jóvenes tienen relaciones con los odiosos individuos a los que usted alude, no se vanaglorian de ello. Tengo entendido que el mayor secreto preside sus encuentros…
Se dio cuenta de que estaba a punto de entonar un canto en honor de los amores homosexuales. Quiso callarse. Pero notando que su silencio repentino le hubiera resultado extraño al inspector, agregó con tono descuidado:
—Esos desagradables individuos tienen una organización maravillosa…
Era demasiado. Incluso él mismo se dio cuenta de la ambivalencia de aquel comienzo, en el que la palabra «maravillosa», cuya última sílaba recalcó en exceso, parecía desplegar, en una especie de alegre desafío, las alas de la «mariposa». No les hizo falta nada más a los policías. Sin distinguir con claridad lo que delataba al oficial, su lenguaje les resultó evocador de las costumbres proscritas. Lo que pensaron podría resumirse en esta formula del lenguaje común: «Se regodea hablando del asunto», «no parece que haga ascos a la cosa». En suma, les pareció sospechoso. Afortunadamente tenía coartada, pues estaba a bordo la noche del crimen. Cuando la entrevista hubo terminado, pero antes de que los policías se hubiesen ido, el teniente quiso enfundarse el capote de paño azul, mas puso en su ademán tanta coquetería, presta y torpemente corregida, que no podemos decir que se lo enfundase —tan brusca resulta esta palabra—, sino que él mismo denominó aquel ademán «envolverse». Aumentó su apuro y decidió otra vez no volver a tocar jamás en público un tejido. Querelle entregó diez francos a la colecta para la corona de Vic. Veamos algunos párrafos, arrancados al azar, del cuaderno íntimo.
Este diario no puede ser más que un libro de preces
.
Permitidme, Dios mío, que me envuelva en mis ademanes frioleros, con modales de aterido, como un inglés extenuado en sus manías, como una mujer enigmática en sus chales. Para afrontar a los hombres me habéis concedido una espada dorada, galones, legiones de honor, gestos de mando: estos accesorios me salvan. Permiten que teja en mi entorno invisibles puntillas cuyos dibujos pretenden ser toscos. Aunque me alivia, semejante rudeza me deja extenuado. Cuando sea vieja me refugiare, ¡al fin!, en la ridiculez maníaca de los quevedos de armadura de resorte, en los cuellos de celuloide, en el tartamudeo, en los puños almidonados
.
¡Querelle contaba a sus compañeros que él era víctima de los carteles de reclutamiento! Yo soy víctima de los carteles y víctima de la víctima de los carteles
.
La gorra de oficial endureció mi rostro. Al ocultar la frente, resalta mi boca y las dos largas arrugas que la enmarcan, severas, casi malintencionadas. Parece que el signo de mi femineidad es mi frente: retiro mi gorra y, de repente, mis arrugas parecen abúlicas, suaves. Cuelgan
.
¡Qué alegría de súbito! Soy toda alegría. Mis manos, maquinalmente al principio, han dibujado en el espacio, a la altura de mi pecho, dos senos de mujer que parecían injertados allí. Me sentía dichosa. Repito el ademán y conozco la felicidad. La verdadera plenitud. Estoy
colmado.
Mejor: estoy
colmada.
Empiezo de nuevo. Acaricio ambos senos de aire. Son hermosos. Pesan. Los sopeso con mis manos. Estaba en aquel momento apoyado en la borda, por la noche, frente al mar abierto. Oía el rumor de Alejandría. Acaricio mis senos, mis caderas. Me conozco nalgas más redondas y más voluptuosas. Tengo a mi espalda Egipto: la arena, la Esfinge, el Nilo, los árabes, los barrios prohibidos, la aventura maravillosa de ser la que soy
[11]
. Me gustan con forma un poco de pera
.
Otra vez he vuelto a llevarme sin querer las cortinas de la puerta. He sentido que
querían
envolverme en sus pliegues y no he podido resistir la tentación del bello ademán de deshacerme de ellas. Ademán de nadador que aparta el agua
.
Regreso. Voy pensando aún en la vida de ese cigarrillo preso entre los dedos del marinero. Un cigarrillo hecho. Echaba humo, hacía ligeros movimientos entre los dedos casi inmóviles de Querelle, que estaba lejos de sospechar la vida que infundía a la colilla. Me era imposible apartar la vista, no ya de los dedos, sino de aquel objeto que cobraba vida por obra de ellos. Y ¡cuán grácil la vida que cobraba, cuán elegantes los movimientos, finos y chispeantes! Querelle estaba oyendo hablar de las putas del burdel a uno de sus compañeros
.
«No me he visto nunca.» ¿Tengo encanto para otros? ¿Qué otro además de mí es presa del encanto de Querelle? ¿Cómo podría hacer para transformarme en él? ¿Podré injertarme sus bellos adornos: sus cabellos, sus cojones? ¿Incluso sus manos
?
Con el fin de que no me estorben para meneármela, me remango las mangas del pijama. Este sencillo ademán hace de mí un luchador, un forzudo. Afronto de este modo la imagen de Querelle, ante quien me presento como un domador. Pero todo acaba tristemente con una pasada de la toalla por el vientre
.
No es nuestro propósito poner de relieve a dos o tres personajes —o héroes, puesto que están sacados de un reino fabuloso, es decir, procedente de la fábula, de la fábula y de los limbos— sistemáticamente odiosos. Pero tenéis que considerar que estamos viviendo una aventura que se desarrolla dentro de nosotros mismos, en la región más profunda, más asocial de nuestra alma, y que es precisamente porque dota de vida a sus criaturas —y voluntariamente asume el peso del pecado de ese mundo surgido de él— por lo que el creador libera, salva a la criatura y se sitúa a la vez más allá o por encima del pecado. Quede, pues, libre de pecado, ya que por su función y mediante nuestro verbo el lector descubre dentro de sí a estos héroes que hasta entonces se pudrían en su interior…
¡Querelle! ¡Todos los Querelles de la Armada! ¡Hermosos marinos, poseéis la dulzura de la avena loca
!
Recepción a bordo. La cubierta del navio está engalanada con plantas verdes, con alfombras rojas. Los marinos, de blanco, andan de un lado para otro. Querelle se muestra indiferente. Sin que él me viera, le miré: estaba de pie, con las manos en los bolsillos, algo combado hacia atrás y con el cuello tenso como el de un toro (¿o de un tigre, o un león?) de un bajorrelieve asirio cuyo flanco ha sido apuñalado. La fiesta le deja indiferente. Silba y sonríe
.
Querelle sirgando una pesada chalupa en el muelle: cuatro marinos tiran de la cuerda, con el pecho hacia adelante, tensos por el esfuerzo, pasándose el cabo (jarcia) sobre el hombro izquierdo, pero Querelle se ha dado la vuelta. Tira reculando. Sin duda para no tener el aspecto de una bestia de tiro. Se ha dado cuenta de que yo le estaba mirando, pero he sido yo quien ha tenido que desviar la mirada de la suya
.
Belleza de los pies de Querelle. De sus pies descalzos. Los aplasta de plano sobre la cubierta. Camina a lo largo y alo ancho. A pesar de la sonrisa, su rostro está triste. Me hace pensar en la tristeza de un buen mozo, forzudo y muy viril, sorprendido como un chiquillo en un delito grave, abrumado por una severa condena en el banquillo de los acusados. A pesar de su sonrisa, de su belleza, de su insolencia, del radiante vigor de su cuerpo, de su osadía, Querelle parece ser portador del estigma indescriptible de una humillación profunda. Por la mañana estaba abatido. Miraba con ojos cansados
.
Querelle dormía al sol, sobre cubierta. De pie, me quede mirándole. Mi rostro se sumergía en el suyo, pero me fui en seguida por miedo a que me viera. A los momentos tranquilos y seguros —y prolongados— en los que podíamos dormir tal vez entrelazados los dos, prefiero estos instantes incómodos, estos momentos furtivos que es preciso destruir porque las piernas no soportan una inclinación demasiado prolongada, porque se tiene un brazo mal doblado, mal cerrada una puerta o un párpado. Le robo estos instantes y Querelle lo ignora
.
Ante los ojos de los hombres y las mujeres que nos aborrecen, qué misterio son los rostros de los chicos guapos que se supone que se acuestan con hombres. En el café ha entrado un jovencito rubio, de rasgos duros, de caminar descuidado y musculoso. Decimos que «está bien». Los oficiales que me acompañan lo han mirado con insistencia, sin desprecio. El joven debía su extrañeza a la mirada intrigada de mis camaradas
.
Recepción a bordo al Almirante A… Es un anciano alto y delgado, de cabellos enteramente blancos. Rara vez sonríe, pero sé que bajo su aire severo, un poco altanero, esconde una gran dulzura, una enorme bondad. Apareció en el portalón seguido de un infante de Marina, un real mozo ataviado como en tiempo de guerra, con las polainas, el cinto y la carrillera. Es su asistente. Su aparición me produjo una fuerte emoción en la que me gusta sumirme. ¡La frágil silueta del anciano de elegantes ademanes, apoyándose en la magnífica complexión del
sako!
Al correr de los años seré un viejo oficial engalanado, dorado, suave, escoltado por la sólida musculatura de un soldado de veinte años
.