Toda su alma se volcaba por fin al encuentro de Querelle, que pronto se iría, volvería a la vida normal, y que era fuerte, con la fuerza de lo menos cien millones de hombres.
Tras los muros, Gil no podía ver las escenas matinales o crepusculares del presidio, pero, filtrándose a través de las piedras, los golpes y los gritos del astillero marítimo evocaban en su mente aquellas hermosas imágenes. En el interior del muchacho, encerrado entre las murallas, el asesinato y la adolescencia, ahogado por la angustia y el olor a brea, la imaginación se desarrollaba con extraordinario vigor. Luchaba ésta imperiosamente contra cada uno de aquellos obstáculos y se servía de ellos para sus desvarios. Oía Gil los ruidos y entre ellos aquel chirrido tan peculiar de las grúas y los aparejos. Su cuadrilla trabajaba en Brest desde hacía demasiado poco tiempo para que la animación de los astilleros navales no hubiera impresionado intensamente su memoria. Se le habían grabado aquellos ruidos claros y frescos que corresponden al resplandor del sol entre el cobre de las pasarelas, sobre un trozo de vidrio, al paso rápido de un bote empavesado en el que dorados oficiales se mantienen erguidos, a una vela en la bahía, a las lentas maniobras de un acorazado, a las elegantes y Cándidas exhibiciones de los grumetes. En el interior de su cárcel, cada uno de aquellos ruidos desencadenaba dentro de él la imagen mil veces más emocionante de aquellas cosas. Siendo el mar, por su misma naturaleza, el símbolo de la libertad, toda imagen que lo evoque se reviste de este poder simbólico, se reviste por sí sola de toda la potencia simbólica del mar; y cada una de las imágenes, desde el momento en que aparece, causa en el alma del cautivo una herida tanto más dolorosa cuanto más trivial sea la imagen. Lo natural sería que la aparición de un paquebote entero, bogando en alta mar, provocara una crisis de desesperación en la conciencia del niño, pero en el caso que nos ocupa el paquebote y el mar tomaban difícilmente posesión de esta conciencia: era primero el ruido característico de una cadena (¿es posible que el chirrido de una cadena desencadene todo el aparato de la desesperación? ¿De una simple cadena en la que la parte interior de los eslabones está oxidada?). Gil realizaba (sin sospecharlo) el doloroso aprendizaje de la poesía. La imagen de la cadena desgarraba una fibra y el desgarrón se acentuaba hasta permitir el paso del navio, del mar, del mundo, hasta destruir finalmente a Gil, quien se encontraba fuera de sí mismo y sin otra posibilidad de existir que en aquel mundo que acababa de apuñalarle, de traspasarle, de aniquilarlo. Acurrucado casi todo el día tras el mismo rodillo de beta, le había cogido a aquel rodillo un gran apego, una especie de amistad. Lo había hecho suyo. Lo amaba. Justamente aquel rodillo, y sólo aquel, era el que había designado. Cuando lo abandonaba durante algunos instantes, para acercarse a las ventanas sin cristales (o de cristales opacos a fuerza de grasa) Gil no se separaba de él por completo. Abrumado, agazapado a su sombra, escuchaba el canto dorado del puerto. Lo interpretaba. Tras los muros estaba el mar, familiar y solemne, dulce y rudo para los chicos de su especie, para los que tienen en su haber «un mal trago». Inmóvil, durante largos minutos Gil miraba fijamente el extremo de la beta que manoseaba con sus dedos. Se quedaba con la mirada fija en ella. Se detenía en las peculiaridades de una trenza complicada, embadurnada de brea. Desolador espectáculo, que restaba toda magnificencia al asesinato de Théo, al dejar reducido a su autor a tan pobre actividad: la triste contemplación de un cabo de beta negro y pringoso, enrollado por sus sucios dedos. Sin embargo, lo que antecede no es sino la descripción de un período moroso. La visión microscópica y precisa de Gil conseguiría hacerle atravesar la desesperación y alcanzar la serenidad. Esforzándose por penetrar el misterio sencillo de la beta untada de brea, la mirada —precisamente a causa de la desolación del espectáculo— perdía a veces su fijeza y el espíritu evocaba un recuerdo feliz. Luego, Gil retornaba a la beta —el interés por la cual no se ajustaba ya a las leyes de la razón— y la interrogaba en silencio. Este hábito equivalía a una disciplina. Lamentablemente, suponía para Gil la infeliz disposición de aprehender violenta y espontáneamente la esencia de las cosas, y lentamente, le conducía, paso a paso —pronto sería capaz de concebir la esencia del granito, la esencia del tejido, la áspera particularidad del plato de hierro con el borde cortándole los labios—, hacia una vida desollada, desollada hasta los huesos. Algunas veces las lágrimas afluían a sus ojos. Pensaba en sus padres. ¿Los seguiría interrogando todavía la bofia? Con frecuencia oía durante el día a los reclutas de la banda de cornetas y tambores tocar y marcar los pasos redoblados, los estribillos de las marchas. En la permanente oscuridad en que vivía Gil, aquellas cantinelas constituían un monstruoso canto del gallo que durante toda una jornada anunciaba un sol resplandeciente que no llegaba nunca a salir. Los gritos incapaces de desgarrar su noche dejaban a Gil sumido en la más plena desesperación. Las llamadas que anunciaban la aurora eran falsas llamadas. Gil se levantaba de golpe, sin razón. Gil se ponía a caminar un rato evitando las partes iluminadas. Y esperaba la noche, los alimentos y las caricias de Roger.
«¡Pobre chaval! ¡Con tal de que no me abandone! ¡Con tal de que no se deje pescar! ¿Qué iba a ser de mí?»
Con el cuchillo que le había dado Roger trató Gil de grabar sus iniciales en el granito. Dormía a menudo. Al despertar, sabía de inmediato dónde se encontraba huyendo, escondiéndose de la policía de todos los países del mundo a causa de un asesinato, o de dos. Lo inmundo de su situación se desarrollaba así: en cuanto tomaba conciencia de su soledad, se instalaba en ella diciéndose:
«Gil, Gilbert Turko, soy yo y estoy solo. Para ser un auténtico Gilbert Turko tengo que estar solo, y para estar solo tengo que estar solo. Es decir, abandonado. ¡Qué asco! ¡Los viejos, que se jodan! ¿A mí qué demonios me importan los viejos? Eran unos cabrones. Mi viejo descargó en el chochazo de mi madre y nueve meses más tarde nací yo. ¿Yo qué tengo que ver con todo eso? Salí de un chorro que no tuvo suerte. Mis viejos me la traen floja, son unos jodidos.»
Buscaba sus defensas, siempre que podía, en este estado de agresivo sacrilegio que le proporcionaba una coraza de orgullo y rebeldía permitiéndole mantener el cuerpo erguido y la cabeza alta. Gil deseó que aquello se convirtiera en su estado habitual: odiar y despreciar a sus padres para no dejarse abrumar por la pena que le inspiraban. Al comienzo de esta experiencia se concedió, sin embargo, algunos minutos de ensoñación durante los cuales, ovillándose sobre sí mismo, con la cabeza inclinada sobre el pecho encerrado entre sus brazos cruzados, volvía a ser el niño sumiso y adorado de sus viejos. Deshacía su acto, elaborándose una vida que habría continuado, sin el crimen, dulce y sencillamente. Luego volvía a su trabajo de destrucción.
«Me cepillé a Théo e hice bien. Si volviera a empezar, haría lo mismo.»
Gil se encarnizaba, destruía (o quería destruir) dentro de sí el menor rastro de la compasión que todavía le acechaba.
«Pobre muchacho. Está cuadrado, es cojonudo, pero, ¿qué mal trago tiene en su haber? Nada. Ni torta. Sólo su pellejo», pensaba de Querelle. Se burlaba de él de boquilla, pero el sentimiento hondo e infeliz en el que se hallaba sumergido le llevaba a inclinarse con respeto ante aquel gigantón cuya calma, edad, posición en el hampa y su seguridad intacta en la sociedad constituían para Gil un salvavidas que servía para mantenerle un poco a flote de la desesperación. En su segunda visita Querelle se había mostrado jovial. Había bromeado sobre la muerte, y Gil tuvo la impresión de que para el marinero la muerte de un hombre no tenía ninguna importancia.
—Entonces, ¿no te parece horrible que me haya cargado al tipo? —Cuando Roger estaba ausente, Gil se permitía un cierto abandono. Ya no tenía que dárselas de hombre.
—¿A mí? Tronco, se necesita otro tipo de cosas para conmoverme. No te das cuenta del rollo. En primer lugar, te estaba haciendo la puñeta. No respetaba tu honor, y el honor es sagrado. Da derecho a matar.
—Eso es lo que yo me digo. Pero los jueces no lo van a entender.
—No hay peligro de que comprendan. Son cabezas de chorlito y sobre todo en este pueblucho. Por eso no te queda más remedio que esconderte y que los amigos te protejan. Eso si quieres de verdad ser un duro.
Al resplandor de la vela, en el rostro de Querelle, como tras un papel de seda, Gil descubrió la dulzura de una sonrisa. Cogió confianza. Con toda su alma deseó ser un duro de verdad. (Con toda su alma, es decir, que la sonrisa de Querelle provocaba en él una llamarada de entusiasmo, una exaltación que le hacía olvidarse incluso de su cuerpo.) La presencia de Querelle aportaba, pues, un consuelo amistoso y eficaz, conmovedor como los consejos que un deportista da a otro deportista —y algunas veces su rival— en el curso de la competición: «respira profundamente»…, «cierra la boca»…, «dobla las corvas»…, en los que se pone de manifiesto toda la secreta solicitud por la belleza de la acción.
«¿Qué me queda ya que perder? Nada. De los viejos ya no me queda nada. Nada en absoluto. Tengo que labrarme mi vida.» Le dijo a Querelle:
—Ya no tengo nada que perder. Puedo hacer lo que quiera… Soy libre.
Querelle vaciló. Frente a sí se alzaba de súbito la imagen de lo que él mismo había sido cinco años antes. De modo accidental había matado a un chorvo en Shangai; el orgullo de marino y el orgullo nacional lo habían exigido. El crimen fue ejecutado en un abrir y cerrar de ojos: el joven ruso le había insultado. Querelle asestó el golpe, y de una cuchillada le reventó un ojo. Mareado por el horror y tratando de liberarse de él, le cortó el cuello al muchacho. Habiéndose desarrollado este drama durante la noche, en una calleja iluminada, arrastró el cadáver hasta la sombra y se las arregló para que, recostado en la pared, pareciera un viandante acurrucado. Finalmente, de modo espontáneo y para escarnecer al muerto, que podía tener el capricho de regresar del otro mundo para atormentarle, sacó del bolsillo de su pantalón una pipa de brezo y la introdujo entre los dientes de su víctima.
Madame Lysiane negaba a sus pupilas el derecho a llevar combinaciones de encaje negro. Les toleraba el salmón, el verde o el crema, pero, sabiéndose tan bella en su oscura ropa interior, no podía consentir que aquellas damas se engalanasen como ella. Tenía preferencia por el negro, no tanto porque hiciese aún más suave la blancura lechosa de su piel como porque tal color hace más frivola la ropa interior —sin dejar de conferirle cierta seriedad—, y Madame Lysiane necesitaba esta superfrivolidad. Explicaremos por qué. En su habitación se desnudaba parsimoniosamente. Plantada (y como clavada al suelo por sus altos tacones) ante el espejo de la chimenea con el fin de desabrocharse el vestido que se abría del lado izquierdo, desde el cuello a la cintura, siguiendo una curva que se acentuaba detrás del hombro, dibujaba con la mano derecha pequeños gestos concisos y rotundos, que en su redondez y plenitud, en la viveza de sus dedos, encerraban todo lo que su persona poseía de almibarado, de distinguido y de confortable. La danza camboyana había dado comienzo. Se complacía Madame Lysiane en el movimiento de su brazo, en el ángulo de su codo, y estaba segura de que un gesto tal la diferenciaba de las putas.
—¡Qué vulgares pueden ser, Dios mío! ¿Creerás que Regina no ha caído todavía en la cuenta de que ya no se lleva el peinado con flequillo? ¡Qué va! Todas las que lo son se imaginan que a los clientes les gusta el estilo puta. ¡Qué equivocadas están! ¡Si es todo lo contrario!
Se miraba hablar, con cara de idiota. De vez en cuando, a través del espejo lanzaba una mirada a Robert, que se estaba desnudando.
—Cariño, ¿me estás escuchando?
—Ya ves que te estoy escuchando, ¿no?
En verdad, la escuchaba. Admiraba su elegancia y su noble distinción frente a la vulgaridad de las putas; pero no la miraba. Madame Lysiane iba dejando caer hasta los pies, sobre su cuerpo, el vestido tubo. Se desollaba. Aparecían en primer lugar sus hombros blancos pronunciados, separados del tronco por el estrecho tirante de terciopelo o de raso negro que le sujetaba la combinación; a continuación los senos bajo el encaje oscuro y el sostén rosa; finalmente, Madame Lysiane pasaba por encima de la falda caída a sus pies: se había puesto el uniforme. Erguida sobre sus zapatos de tacón alto, estilo Luis XV, y sobre todo a causa de su altura y de su esbeltez, casi afilados, se acercaba a la cama. Hacía apenas un rato que Robert se había acostado. Ella lo contemplaba con la mente en blanco. De pronto se volvía y exclamaba: «¡Ah!». Dirigiéndose entonces hacia la coqueta de caoba con aquellos mismos ademanes redondos, pero ahora más amplios, de sus brazos, tras arrancarse de los dedos sus cuatro anillos, se deshacía el peinado. Como vibran hasta el firmamento el desierto o la selva ante el estremecimiento del cuerpo entero del león, así vibraba la habitación, desde la alfombra raída hasta el último pliegue de las cortinas de la ventana, cuando Madame Lysiane se sacudía la cabeza, la melena encrespada, los hombros de alabastro (o de nácar): cada noche partía orgullosamente a la conquista del macho vencido de antemano. Retornaba a la orilla del abrevadero, bajo las palmeras, donde Robert seguía fumando sin apartar la vista del techo.