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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (60 page)

BOOK: Puerto humano
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—¿Eres feliz? —preguntó él.

—Casi nunca. ¿Y tú?

—No. ¿Qué ha pasado con ese chico con el que salías?

—No quiero hablar de eso. ¿Y tú?

—¿Yo, qué?

—¿Qué haces?

Un destello, dos destellos, tres destellos. Todavía había demasiada claridad para que las señales formaran una calle sobre el mar. Cuatro destellos.

—Estoy buscando a Maja —dijo él.

Cecilia no dijo nada. Anders oyó el ruido del auricular cuando ella lo dejó caer. Él se quedó esperando. Después de un rato oyó a lo lejos el llanto de Cecilia.

—¿Cilia? —le dijo, y luego más alto—: ¿Cilia?

Ella volvió a coger el auricular y con la voz ahogada le preguntó:

—¿Cómo... cómo puedes buscarla?

—Porque creo que puedo encontrarla.

—No puedes, Anders.

Él no pensaba empezar a explicárselo todo, le llevaría horas y, aun así Cecilia no se lo iba a creer. Un destello, dos destellos. Pasó algo. De pronto le pareció que los reflejos del faro eran cálidos. Buenos. Un rayo de luz anidó dentro de él y una chispa de alegría muerta de miedo dio un brinco.

—¿Recuerdas aquella canción que cantaron en el entierro de papá? —le preguntó—. «Mientras navegues en el mar, mientras escuches tu palpitar, mientras el sol con su brillo se pose en lo azul».

—Sí, pero...

—Es así. Esa es la verdad. No se acaba. Todo sigue existiendo.

Cecilia suspiró de nuevo y él podía verla delante de él, cómo ella meneaba la cabeza despacio.

—Pero ¿qué estás diciendo, queri...?

Cecilia se tragó la última sílaba. Llevada por la costumbre, había estado a punto de terminar la frase con «querido». Como hablaban antes entre ellos. Luego carraspeó y dijo con decisión:

—Creo que no deberíamos seguir con esta conversación.

—No —convino Anders—. No lo haremos. Pero que te vaya bien. Quizá no te vuelva a llamar.

—¿Por qué dices eso?

—¿Quieres que siga llamándote, entonces?

—No. Bueno... pero ¿por qué dices eso?

—Por si acaso. —Anders engulló el nudo que había empezado a formarse en su garganta y le dijo apresurado—: Te quiero. —Después colgó el auricular.

Siguió sentado un buen rato con la mano sobre el teléfono como para evitar que saltara o sonara.

No había sido consciente de ello hasta que no lo dijo en voz alta. A lo mejor tampoco era cierto. Pero después de haber escuchado en su oído la voz de Cecilia, su voz más amable, durante varios minutos, lo supo. Quizá no fuera más que el deseo de estar con otra persona o la nostalgia provocada por el recuerdo de tiempos mejores, quizá la idealizaba ahora que ya no la veía, quizá no fuera verdad.

Pero ¿el amor? ¿Quién puede decir lo que es un hervidero de necesidades y deseos oscuros, y lo que es amor verdadero? ¿Existe un amor semejante? ¿No será que cuando le dices «te quiero» a otra persona y sabes que estás queriendo decir eso, entonces eso es amor, con independencia de los motivos?

Con Maja o sin Maja, él amaba a la persona que se encontraba al otro extremo del hilo a muchos kilómetros de allí. Por qué era así, qué era lo que había cambiado, eso no lo sabía. Pero era así.

Ya era casi de noche sobre la bahía, y cuando Anders apoyó los codos contra el marco de la ventana pudo divisar la luz del faro centelleando como una calle de oro sobre el agua, desaparecer cinco segundos y luego volver, desaparecer.

Donde las calles están hechas de oro
.

Anders pestañeó un par de veces y luego meneó la cabeza ante su propia estupidez. La moto no tenía por qué estar necesariamente en Domarö solo por el hecho de que ellos solieran conducir por allí. Podía estar en cualquier sitio, en cualquier isla, eso debería saberlo él mejor que nadie. El mar era su calle.

El mar es tan grande, el mar es tan grande
...

Pero no podían andar por ahí dando vueltas a su antojo, en ese caso les habría visto alguien. Tenía que ser algún sitio que no estuviera demasiado alejado y en el que no hubiera gente...

Anders fue a la cocina a buscar una linterna, comprobó que tenía pilas. Después se puso la cazadora de Simon encima del jersey, metió dentro el buzo y se cerró la cremallera de tal manera que parecía embarazado, se cambió el Spiritus al bolsillo de la cazadora.

Fuera de casa no estaba tan oscuro como parecía desde dentro, pero dentro de media hora se haría de noche.

Aligeró el paso en dirección al muelle, cruzando los dedos para que Göran hubiera traído a casa el barco de Simon tal como había prometido hacer.

Lo había hecho. El maltrecho barco, que se había visto envuelto en tantos líos estos últimos días, estaba amarrado cabeceando suavemente contra el embarcadero, Anders subió a bordo, soltó los cabos y arrancó el motor.

Su idea parecía perfecta, casi demasiado perfecta, y Anders no sabía si Henrik y Björn tenían un sexto sentido para estas cosas, pero sospechaba que sí. No se puede idolatrar a Morrissey y The Smiths sin desear volver a los orígenes, a los lugares y los tiempos donde empezó todo, para bien y para mal.

Anders zarpó de popa y aceleró, partió con la proa rumbo al islote de Kattholmen.

Regreso al viejo cobertizo

Como dinosaurios sedientos de cuellos largos, los árboles abatidos por la tormenta estaban esparcidos por todas partes hasta la orilla del mar. Se había decretado una amnistía general. Si el invierno era frío y se helaba el mar, quien quisiera podía trotar hasta Kattholmen y serrar toda la madera que él o ella quisiera, lo que importaba era que quedara desbrozado.

Pero se trataba exclusivamente de impresionantes troncos de abeto muy difíciles de manejar. Penosos de serrar, duros de partir y además tampoco era una buena leña. El interés era escaso. Si se hubiera tratado de troncos de abedul más o menos manejables, no habría hecho falta hielo, entonces habría acudido la gente con sus barcos para echar mano a lo que pudiera y Kattholmen habría quedado limpio en un santiamén.

Pero aquí lo que había eran troncos de abetos, oscuros, tenebrosos troncos de abetos tirados sobre las rocas, que sacaban sus ramas del agua por todas partes como esqueletos pidiendo ayuda, algo que nadie quería ver o remediar.

La luna había empezado a cansarse y a menguar, meciéndose lánguida sobre las copas de los pocos abetos que aún quedaban en pie. Cortinas de nubes cruzaban por delante y, cuando Anders se acercó, Kattholmen estaba bañado por una luz sin brillo, como el aluminio viejo. Dobló el cabo norte —donde había una baliza de hormigón señalando una ruta que ya nadie utilizaba—, y siguió por la cara este del islote a lo largo de la pedregosa orilla.

El cobertizo seguía existiendo. Se necesitarían cientos de años para acabar con aquellos maderos, colocados uno encima de otro, y no había caído ningún árbol sobre ellos. Anders bajó la velocidad y se deslizó el último trecho, apagó el motor y lo levantó para no dañar la hélice. Cuando la proa rozó contra las piedras del fondo, él se tiró al agua, que inmediatamente se le metió en las botas. Arrastró el barco hasta la orilla y encendió la linterna, alumbrando hacia la caseta.

Nada había cambiado. Parecía igual que la última vez que había estado allí. El hogar, desde el cual de una patada habían echado sobre la espalda desnuda de Henrik brasas de carbón, seguía allí. Sin embargo, la hierba aplastada por los cuerpos de Henrik y de Björn hacía tiempo que se había levantado de nuevo y brillaba húmeda a la luz de la linterna.

Anders miró hacia la puerta de la caseta y casi pudo escuchar la música detrás, la voz que cantaba:
«It’s the final countdown...»
, pero lo único que se oía eran los susurros del viento entre las acículas secas de los abetos.

Pues bien, aquí estamos
...

Anders se sentó en el último peldaño de la escalera y contempló la superficie del agua. El barco de Simon cabeceó suavemente cuando alguna ola le golpeó la popa. La luz de aluminio de la luna confería al mundo un aspecto frío y metálico. Un tronco seco de abeto gemía a sus espaldas y él se hallaba en el origen y en el final de todo. En el punto cero. La última cuenta atrás.

Diez, nueve, ocho, siete, seis
...

Contó lentamente hacia atrás desde diez hasta cero unas treinta veces sin que ocurriera nada y siguió con la mirada clavada en el mar, esperando a quienes tenían la llave. Quienes podían e iban a ayudarlo, por las buenas o por las malas.

Introdujo la mano por debajo de la chaqueta y pasó los dedos por el resbaladizo tejido del buzo de Maja. La luna se alejaba de las copas de los abetos y lo observaba mientras seguía allí sentado. Se sintió incómodo y se levantó, quitó el pasador de la puerta, la empujó y alumbró con la linterna.

Estaba claro que allí había habido gente después de entonces. Una nueva generación había cogido el relevo donde ellos lo dejaron, una generación más desordenada. Había una silla rota y las cartas de una baraja tiradas por el suelo. En un rincón yacía un montón de cascos vacíos. Ya no había colchones ni edredones en las camas.

Anders fue hasta la mesa y se sentó en una silla que se movió bajo su peso. A través de la ventanita vio el motocarro junto a la pared. Se agachó y empezó a recoger las cartas, pensó en hacer un solitario pero desistió de la idea. Parecía además que faltaban cartas, no veía más de veinte o así.

Estando aún en la silla echado hacia delante oyó fuera un chapoteo. No sonaba como el chapoteo del agua contra el barco, y se quedó paralizado. Al instante se oyó la voz de Henrik.

—No vengas a casa esta noche —gritaba—. ¡Porque aquí hay alguien que te va a cortar la oreja con un hacha!

Anders se enderezó despacio y soltó la carta que tenía en la mano. El cinco de diamantes. Se quedó observando las figuras con forma de rombo y no halló nada, ningún significado. Se levantó de la silla, se colocó bien el buzo de Maja de manera que le quedara como una faja alrededor del estómago, y fue hasta la puerta.

Henrik y Björn estaban al pie de la escalera. La hoja ridículamente larga del cuchillo que Henrik llevaba en la mano apuntaba de frente.

—Prefiero no volver a la vieja casa —dijo Björn—. Ahí hay demasiados recuerdos malos.

Anders se sentó en el peldaño superior y los observó. La verdad es que no habían cambiado mucho desde entonces. El lugar donde se encontraban le hacía verlos a través de un filtro de recuerdos, y ya no veía a los dos fantasmas sedientos de venganza, sino a dos pobres chicos que solo se tenían el uno al otro. Y se sabía la canción, así que dijo:

—Lo más triste que he visto en mi vida. Y vosotros nunca supisteis lo mucho que yo os apreciaba, en realidad. Porque nunca os lo dije. Pero pensaba hacerlo.

Henrik bajó el cuchillo y la expresión de burla desapareció de sus ojos. Anders hizo un gesto con la mano y dijo:

—Fui yo quien os regaló esa cinta, ¿os acordáis?

Björn asintió.

—Las tardes de borrachera... —empezó a decir, pero Henrik lo hizo callar con un gesto.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Anders pasó la mano por el estómago, por encima del buzo.

—Quiero recuperar a mi hija. Y creo que vosotros tenéis la llave.

La sonrisa retorcida volvió a los labios de Henrik.

—¿La llave?

—Vosotros sois los que podéis ayudarme.

Henrik y Björn se miraron. El cuchillo se balanceaba en la mano de Henrik. Anders no pudo averiguar qué acuerdo silencioso habían alcanzado entre ellos cuando se sentaron los dos juntos en el peldaño que estaba debajo del suyo. Como la vez anterior había tenido efecto, Anders hizo una traducción rápida y dijo:

—Por favor, por favor, por favor, dejadme tener lo que quiero. Sabe Dios que sería la primera vez.

Era como un juego en un terreno minado. El rostro de Henrik se relajó una vez más. Estaban sentados muy juntos los tres, acurrucados en las escaleras y citando canciones de los Smiths a los otros. Aquello podría ser normal, podría ser afectuoso. Anders no sabía si lo era.

Muy juntos
...

Intentó que no se le notara en la cara el escalofrío de miedo que le recorrió el pecho y le llenó el estómago de angustia. Su entusiasmo le había hecho olvidar un detalle, sin exagerar, esencial para su plan. No había tomado nada de ajenjo. Ni aquel día ni el día anterior. Y ellos lo sabían. De lo contrario no se sentarían tan cerca de él.

Björn miraba a Henrik como esperando lo que este iba a decir. Henrik permanecía callado mirando un punto que se encontraba exactamente por debajo de la barbilla de Anders. Luego levantó el cuchillo y lo fue acercando despacio a la cara. Anders retrocedió unos centímetros.

El ajenjo. Cómo he podido
...

—Espera —dijo Henrik—. Espera. —Le temblaban las comisuras de los labios—. Estírate y espera.

Anders se quedó quieto e intentó poner cara complaciente cuando Henrik le apoyó la hoja del cuchillo en el lado izquierdo del cuello. Anders miró a Henrik a los ojos pero no pudo leer nada a través de la delgada película gelatinosa que cubría el iris y la pupila. El metal descansaba frío contra la piel de Anders, unos centímetros por debajo de su barbilla, sobre la arteria.

—Tu cara puedo verla —dijo Henrik—. Y parece desesperadamente amable.
Pero ¿qué se esconde en el cerebro?

Henrik le había lanzado un pulso siniestro, y Anders se dio cuenta de que lo había perdido, de que quizá nunca había tenido ninguna posibilidad de ganar. El pulso pasó a su cuerpo como un espasmo, una orden a los músculos para
huir
, pero antes de que le diera tiempo a escapar o echarse a un lado Henrik ya había cortado.

Un hilillo ardiente quemó la piel de Anders y, antes de que pudiera reaccionar, la sangre había empezado a bombear fuera de su cuerpo. Brotaba con fuertes sacudidas salpicando la cara y las manos de Henrik, las escaleras y las piernas de Anders. Tenía la arteria cortada, y cuando se llevó instintivamente la mano izquierda a la herida, comprendió que no tenía salvación posible.

El jugo de la vida salía a borbotones al compás de los latidos del corazón, presionando bajo sus dedos con una fuerza incomprensible. Justo entonces, cuando el corazón trabajaba en su contra, pudo sentir toda su fuerza. Podía notar bajo su mano cada latido como un golpe de sangre fresca que se esforzaba por salir de la circulación. Le corría por debajo de la cazadora, le empapó el jersey en cuestión de segundos.

BOOK: Puerto humano
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