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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Histórico

Psicokillers (12 page)

BOOK: Psicokillers
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La primera seleccionada fue Jeanne Cuchet, una hermosa mujer de treinta y nueve años con un hijo de diecisiete y unos 5.000 francos ahorrados. Landru, más meticuloso que nunca, cambió su nombre por el de Raymond Diard, adoptó el oficio de inspector de correos y alquiló una casa en el típico barrio parisino de Chantilly. En el piso se podía contemplar una enorme y desproporcionada chimenea que pronto trabajaría a pleno rendimiento.

Como en otras ocasiones, el montaje del timador se empezó a descubrir. La señora Cuchet recibió ciertas informaciones que la ponían en antecedentes sobre su pretendiente Diard. Aún conociendo que el supuesto inspector postal tenía un pasado turbio que se llamaba Landru y que tenía familia numerosa, decidió darle una oportunidad, al fin y al cabo, los hombres escaseaban y Henry parecía tan galán y educado que, a buen seguro, dijo, todas esas mentiras eran por timidez. ¡Pobre incauta!

En enero de 1915 la vecindad dejo de ver a madame Cuchet y a su joven hijo, en cambio si contemplaron una densa humareda negra que salía por la chimenea de la casa donde habitaban. En esos momentos nadie pensó nada grave sobre la vida de la viuda y su vástago, a nadie se le ocurrió preguntar nada sobre las extrañas desapariciones. Estaban en guerra y bastante tenían con los problemas que su ejército estaba sufriendo en los frentes de batalla.

Al poco apareció por el barrio el propio Landru sin ofrecer muchas explicaciones sobre la inesperada marcha de su cortejada, seguramente la relación se rompió y por eso Landru desmontaba la casa vendiendo los pocos enseres acumulados en ella.

Lo cierto es que no era un hombre agraciado, pero sus exquisitos modales fueron más que suficientes para atraer la atención de las solitarias damas.

Los vecinos no tardaron en olvidarse de aquellos ocasionales inquilinos. Lo cierto es que Landru había asesinado a madame Cuchet y a su hijo, para posteriormente, descuartizarlos y quemarlos en la chimenea de la vivienda. Una vez eliminadas las pruebas del delito, preparó un nuevo crimen, en esta ocasión alquiló una casita en las afueras de París. Hasta ese lugar llevó a madame Laborde-Line, mujer que corrió la misma suerte que los anteriores.

Landru sonreía feliz, por fin había encontrado el método para enriquecerse limpiamente, y encima rendía homenaje a la memoria de su padre trabajando como fogonero tras perpetrar sus horrendos asesinatos. Pero aquello de alquilar casas era un asunto muy pesado, dado que debía dar demasiadas explicaciones al casero y a los nuevos vecinos. Por tanto, el psicópata optó por establecer su fábrica de la muerte en un sitio fijo. Eligió Gambais, un bello paraje sito a unos 50 kilómetros de París y conectado a la capital por un buen servicio de ferrocarril. En aquel pueblo alquiló una hermosa casa de piedra en la que instaló una caldera digna de Pedro Botero. Tras comprobar que el artefacto funcionaba a las mil maravillas, comenzó el particular trasiego de viudas hacia las llamas de la vida eterna. Se calcula que Landru conoció o asesinó a más de trescientas mujeres en el periodo 1914-1918, bien es cierto que solo fue juzgado por los once crímenes que se pudieron demostrar.

Durante cuatro años Landru se citó con viudas casi siempre cuarentonas, aunque en alguna ocasión trabajó veinteañeras y más jóvenes. Su aspecto no es que fuera el de un galán cinematográfico, más bien lo contrario, una de sus víctimas dijo esto poco antes de ser asesinada: “No sé lo que hay en él, pero me asusta, su mirada ceñuda me angustia. Parece el diablo”. Si nos atenemos al temor de esta señora, ¿qué tenía Landru que tanto fascinaba? Viendo fotos de la época observamos a un Landru de mirada penetrante, casi hipnótica, barba y bigote espesos, así como cejas muy pobladas, además era calvo, bajito y carente de músculos. En realidad presentaba un aspecto siniestro que lograba condicionar el ánimo de sus víctimas. Sin embargo, en aquella época Landru pasaba por ser un hombre recto, serio, de modales exquisitos, educado, valores que gozaban de muy buena consideración entre las damas. Esos factores suplían con creces los defectillos que pudiera presentar ese personaje tan lamentable.

Landru no tenía escrúpulos, mataba por dinero, se supone que cada crimen le reportó una media de 3.000 francos. No obstante, jamás acumuló suma alguna, pues era hombre que gustaba de placeres inmediatos y carísimos. Por tanto, a medida que se apropiaba del dinero ajeno lo fundía en sus caprichos, así como en atender a su familia original a la cual dispensaba todas las atenciones de un espléndido y amantísimo padre y esposo. A su mujer en concreto, la cubrió de joyas, eso sí, todas usadas, pero a Marie nunca se la ocurrió preguntar por la procedencia de las mismas.

Mientras tanto, las pobres viudas seguían viajando confiadas a Gambais dispuestas a pasar una maravillosa luna de miel en la campiña francesa. La chimenea pétrea de aquella casa, llamada Le Ermitage por los lugareños, no paraba de soltar humo; daba igual la estación climatológica del año, la humareda no cesaba ni en verano, ni en invierno. Lo que daba para algún comentario jocoso por parte de los vecinos.

Landru viajaba a Gambais en tren, sacaba dos billetes aunque diferentes: el suyo era de ida y vuelta, mientras que el de la afectada era tan solo de ida. Con eso el asesino se ahorraba un franco, y si hablamos de trescientas viajeras, pues ¡caramba!, era un capitalito al que Landru no pensaba renunciar. Finalmente, la suerte dejo de sonreír a este energúmeno, eran demasiadas desapariciones para que nadie sospechara nada grave. La guerra por desgracia lo había tapado todo en aquellos años, pero el conflicto terminó y muchas personas empezaron a buscar a sus desaparecidos.

En 1918 los familiares de madame Colombe enviaron una carta al alcalde de Gambais, solicitando cualquier tipo de noticia sobre el paradero de su pariente a la que se había visto en ese pueblo en compañía de un tal Dupont. Al poco, el sorprendido edil recibió una epístola parecida, salvo que en esta ocasión unos preocupados familiares pedían algún dato sobre Celestine Buisson a la que se había visto paseando por Gambais en compañía de un tal Freymet. Lo que llamó poderosamente la atención del alcalde fue la coincidencia que ofrecían las dos cartas sobre el aspecto físico del hombre que acompañaba a las desaparecidas. No obstante, era difícil averiguar algo concreto, pues no existía nadie con esos apellidos entre el vecindario de Gambais.

En efecto, Landru había alquilado la casa Ermitage con otro nombre falso, pero el cerco había empezado a estrecharse sobre él. Las denuncias sobre desapariciones se incrementaron y la policía, en especial el inspector Belin, se pusieron manos a la obra en la tarea de encontrar una solución para ese caso desconcertante.

En los primeros meses de 1919 cincuenta gendarmes rastreaban París intentando averiguar el destino que habían sufrido las damas desaparecidas. Belin fue atando cabos, pero la complejidad del caso y la cantidad de nombres utilizados por Landru parecían imposibilitar cualquier avance esclarecedor. Por fortuna, el 12 de abril de 1919 mademoiselle Lacoste, familiar de una desaparecida, se topó con Landru en una tienda de porcelanas. La joven sobresaltada por el encuentro disimuló cuanto pudo y escapó con toda rapidez hacia el despacho del inspector Belin. Este comprobó en la tienda la ficha de comprador dejada por Landru que ahora se llamaba monsieur Guillet, domiciliado en la rue de Rochechouart, y sin más, se acercó a la vivienda donde supuestamente moraba el mayor asesino de Francia. Belin esperó pacientemente la llegada de Landru, una vez cara a cara, lo detuvo por las supuestas desapariciones denunciadas. Landru, que se encontraba en compañía de su nueva novia, una actriz de diecinueve años llamada Fernande Segret, se limitó a decir con frialdad absoluta que era inocente de todo cargo y que él no sabía nada sobre las acusaciones formuladas contra su persona. A pesar de eso, los gendarmes lo detuvieron sin contemplaciones mientras Henry intentaba resistirse, la escena se transformó en patética cuando el detenido empezó a cantar un aria de ópera a su amante. Esta entre lágrimas despidió a su amor, seguramente, en ese momento no podía imaginar que ella hubiese sido la siguiente en la lista macabra de Barba Azul.

Los crímenes del mayor asesino en serie del país galo han sido reflejados en múltiples obras, destacando su doble personalidad: hombre educado y de exquisitos modales, y terrible asesino capaz de acabar con la vida de las desconsoladas viudas, y de hacer desaparecer los cuerpos mutilados en una chimenea que durante años jamás estuvo apagada.

Una vez en la prefectura descubrieron en un bolsillo del traje de Landru una agenda negra donde se pudo comprobar la verdadera identidad del detenido. Pero lo peor estaba por llegar. A medida que el inspector Belin fue pasando páginas descubrió, con estremecimiento, lo que había ocurrido en la vida de Landru a lo largo de los últimos cuatro años. En primer lugar surgieron once nombres, cuatro de los cuales, coincidían con otras tantas desapariciones confirmadas. En otra hoja se reflejaba otras doscientas treinta y ocho relaciones mantenidas con viudas. La meticulosidad de Landru hizo que incluso plasmara en papel el precio de los billetes de tren a Gambais. Todo estaba en la agenda, nombres y fechas.

Henri Desiré Landru ha inspirado numerosas novelas, en donde su caracter despiadado y frío ha sido reflejado desde distintas perspectivas, dejando siempre un hilo de terror en cada página.

Ningún detalle escapaba a Landru, ni siquiera anotar iniciales que discriminaran a viudas ricas y pobres.

El 29 de abril los gendarmes realizaron una búsqueda por la villa Ermitage. Lo que allí descubrieron era digno de una película de terror: doscientos noventa y cinco huesos humanos semicarbonizados, un kilo de cenizas y cuarenta y siete piezas dentales de oro guardadas en un cajón. Además, se encontraron los cadáveres de dos perros que habían sido estrangulados por Landrú y que posteriormente se demostró que pertenecían a una de sus víctimas. También se confirmó que el psicópata había vendido ropas, muebles y enseres de las viudas.

El juicio duró más de dos años, Henry Desiré Landru fue acusado por once asesinatos, los únicos que se pudieron demostrar al haberse visto al inculpado en compañía de sus víctimas antes de que se evaporaran. El resto de los presuntos crímenes no se pudo comprobar, aunque la policía estipulo que los crímenes de Landru estarían entre ciento setenta y nueve y trescientos.

A lo largo del proceso Landru intentó, y en ocasiones consiguió, ganarse a la opinión pública. Su cortesía y refinados modales cautivaron a más de uno. Él siempre se declaró inocente. En los salones de baile se comentaban las incidencias del juicio y se bailaba al son de alegres cancioncillas que hablaban del viejo Barba Azul de París. Landru recibió regalos y no pocas peticiones de matrimonio.

A pesar de tanta fama inmerecida, los jueces no variaron un ápice su conducta y el 30 de noviembre de 1921 Henry Desiré Landru era encontrado culpable por la muerte de once personas y, en consecuencia, según las leyes francesas de la época, condenado a morir en la guillotina. El 25 de febrero de 1922 fue guillotinado en la cárcel de Versalles sin dejar de gritar su inocencia.

Cuarenta y un años más tarde se descubrió por casualidad una carta de Landru en la que se confesaba autor de los crímenes, los peritos calígrafos confirmaron la autenticidad de la misma; uno de los fragmentos decía así: “Los testigos son tontos. Yo lo hice, maté y quemé a esas mujeres en el horno de mi casa”.

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