Read Proyecto Amanda: invisible Online
Authors: Melissa Kantor
Cuando regresé al lugar donde nos habíamos separado. Hal me estaba esperando. Acercó la boca a mi oreja y dijo:
—¿Nos vamos?
Asentí y empecé a seguirle por las escaleras. De repente, los cincuenta millones de tazas de café que me había tomado empezaron a pasarme factura. Durante un segundo, temí que pudiera tener un escape allí mismo. Tiré de la camiseta de Hal y le dije:
—Espérame fuera.
Desde luego, no iba a gritar con todas mis fuerzas que me estaba haciendo pis.
El hizo bocina con la mano en la oreja y negó con la cabeza. Señalé la salida y articulé las palabras «ahora voy». Hal asintió.
Tardé cinco minutos en encontrar el baño, y de no ser porque estaba a punto de hacérmelo encima, no me habría alegrado demasiado al verlo. El suelo estaba pegajoso, no había papel y el retrete no parecía precisamente esterilizado. En fin, cuando hay necesidad, hay necesidad.
Cuando volví a subirme los pantalones y me di la vuelta para tirar de la cadena, lo vi. Había un mensaje escrito en la pared, con un rotulador plateado que brillaba sobre los azulejos incluso bajo la tenue luz del baño. Eran cuatro palabras escritas en mayúsculas:
Puede que si hubiera dormido bien aquella noche no me hubiera costado tanto levantarme a pesar del mal tiempo que hacía. Pero entre lo cansada que estaba, la gélida lluvia y el vendaval que había fuera, salir de la cama me parecía una misión imposible. Además, en cuanto me vi la cara, me entraron ganas de volver a arrastrarme dentro de la cama y quedarme allí metida para siempre. Tenía la piel muy pálida, casi grisácea, y unas ojeras espeluznantes bajo los ojos, como si la búsqueda de Amanda me estuviera convirtiendo en una especie de vampiro.
Después de ver el mensaje escrito en la pared, había salido a toda velocidad del baño, convencida de que encontraría algo que pudiera explicarlo. Pero nada había cambiado: la música seguía siendo ensordecedora y el público estaba compuesto por completos desconocidos. No había ningún indicio de que Amanda hubiera pasado por allí.
Pero lo había hecho. O, al menos, alguien que sabía que lo había hecho.
Subí corriendo las escaleras para reunirme con Hal y le conté lo que había visto. Él volvió a bajar y se dirigió al baño de chicos, pero no encontró nada escrito en las paredes, y la segunda vuelta que dio por el recinto resultó tan infructuosa como la primera.
—Al menos sabemos que alguien más la está buscando —dijo cuando regresó.
—Sí, ¿pero quién? ¿Y por qué?
Haber encontrado aquella pista tan diminuta era casi más frustrante que no haber encontrado ninguna. Me entraron ganas de arrancarme el pelo a puñados.
—Voy a mandarle un mensaje a Nia —dijo Hal al tiempo que sacaba su móvil—. Mierda, voy a llegar tarde. Oye, ¿te importa volver sola a casa?
Volver sola a casa me parecía el menor de mis problemas, así que le dije que no se preocupara y me monté en la bici, pensando que lo que necesitaba era una noche de sueño reparador para tratar de encontrarle sentido a todo lo que estaba pasando. Por desgracia, aquella noche no pude pegar ojo, y por la mañana estaba tan exhausta y confusa como desde el momento en que había comenzado esa pesadilla.
Un estado que no era el más idóneo para empezar el día.
Le había dicho a mi padre que tenía que ir pronto al instituto, pero cuando bajé todavía estaba durmiendo. Así que me puse el chubasquero de mi madre encima de la ropa y me subí a la bici. Hacía mucho frío. Los indicios de la cercanía de la primavera que habíamos notado el día anterior habían desaparecido con la tormenta. Pero ir en bici hasta el instituto era una tarea dura, así que cuando llegué al aparcamiento estaba sudando bajo las numerosas capas de ropa que me había puesto. Solo llevaba despierta una hora, pero lo único que me apetecía era darme otra ducha y volver a meterme en la cama.
Solo había unos pocos coches en el aparcamiento. Normalmente hay bastante movimiento en el Endeavor los fines de semana —ensayos, reuniones para el anuario, prácticas—, pero, al parecer, marzo era un mes con poco jaleo, o puede que aún fuera demasiado temprano para cualquier actividad escolar que no estuviera relacionada con un castigo. Vi el coche de Thornhill aparcado en su plaza habitual, y pensé en la carta. Si había un buen día para colarse en el coche del subdirector, sin duda era ese; pero en cuanto esta idea pasó por mi mente, decidí desecharla. ¿Qué pasaría si nos colábamos en su coche y no encontrábamos nada? ¿Qué sería lo siguiente? ¿Colarnos en su casa?
Cuando abrí la puerta de la biblioteca, Nia y Hal ya estaban sentados en los mismos pupitres que la semana pasada. Había cuatro personas más, tres chicos y una chica, a los que no conocía de nada. Me pregunté qué habrían hecho para que Thornhill los trajera aquí. Nia, Hal y yo nos miramos, pero aunque Thornhill no estaba sentado en su mesa, tuve demasiado miedo de que nos pillara hablando. No les dije nada. Uno de los chicos estaba sentado en el pupitre en el que yo había estado la semana anterior, así que me dirigí hacia otro que estaba al final.
Cuando me senté, el reloj marcó las nueve. La chica empezó a revolverse en su asiento, pero nadie dijo nada sobre la tardanza de Thornhill. Era obvio que estaba en el edificio, pues había visto su coche. Dejé la mochila sobre la mesa y abrí el libro de biología, pero mi estado anímico no era el más apropiado para adentrarme en una lección sobre mitocondrias. Volví a mirar el reloj: eran las nueve y cinco. Dos de los chicos que había en el frente del aula empezaron a cuchichear. Estaba a punto de decirle algo a Nia cuando la puerta de la biblioteca se abrió y apareció el señor Richards, el jefe del departamento de gimnasia.
—¡Silencio! —ordenó, aunque fue innecesario, teniendo en cuenta que su llegada había producido un silencio absoluto—. Tengo que anunciaros algo. Ayer por la noche, el subdirector Thornhill se hirió, y ahora se encuentra en la UCI del Hospital General de Orion.
Sin querer, solté un grito ahogado.
—Dios mío —dijo la chica que había estado cuchicheando antes.
—¿Qué ha pasado? ¿Se va a poner bien? —preguntó Nia, y por su temblorosa voz me di cuenta de que la noticia del señor Richards la había inquietado tanto como a mí.
El señor Richards empezó a toquetearse la visera de su gorra de béisbol.
—Por el momento no sabemos nada sobre su estado, salvo que ayer le ingresaron. Había perdido la conciencia y, por lo que sabemos, todavía no la ha recuperado.
—¿Quiere decir que está en coma? —dijo Nia.
—Basta de charlas —zanjó el señor Richards—. El lunes por la mañana se emitirá un comunicado oficial sobre su estado. Estoy seguro de que sabremos muchas más cosas cuando la policía termine su informe.
¿La policía? ¿Por qué estaba la policía implicada? La mente me funcionaba a toda velocidad. El señor Richards dijo que Thornhill estaba herido. ¿Qué habría querido decir? ¿Se había caído? De ser así, no tendría por qué haber aparecido la poli. Y si solo hubiera sido un accidente, ¿por qué no lo había dicho el señor Richards?
¿Habría atacado alguien al subdirector?
De repente sentí mucho frío y me rodeé el pecho con los brazos, pero no sirvió para detener el agua helada que parecía correr por mis venas en lugar de sangre.
—Señor Richards —dijo Nia mientras el profesor de gimnasia se sentaba y abría una carpeta.
—¿Qué pasa ahora? —el señor Richards seguía irritado, pero levantó la mirada.
—Me he dejado el libro de historia en la taquilla. ¿Puedo ir a buscarlo en una carrera?
El profesor asintió con la cabeza y, teniendo en cuenta que solía ser un auténtico tirano, me sorprendió que accediera tan fácilmente. Me pregunté si él también estaría asustado por lo de Thornhill.
Nia salió disparada de su silla. Aunque estaba mucho más cerca de la entrada de la biblioteca que yo, rodeó su mesa y se acercó a la mía.
—Puerta principal, en dos minutos —murmuró.
También pasó junto a la mesa de Hal. Oí que se aclaró la garganta al pasar, pero no sé si pudo decirle lo mismo que me había dicho a mí. Después se marchó.
Mientras pensaba si debía transmitir a Hal el mensaje de Nia, este dijo:
—Señor Richards, Nia debe de haberlo olvidado, pero me prestó el libro que acaba de ir a buscar a su taquilla. ¿Puedo ir a decírselo y cogerlo de mi taquilla?
—Está bien, está bien —el señor Richards se deshizo de la pregunta de Hal como si fuera una mosca molesta y volvió a hundir la cabeza en sus papeles.
Un segundo después, Hal también estaba fuera de la biblioteca.
Yo seguía alterada por lo del señor Thornhill, y me costó concentrarme para buscar una excusa legítima que me permitiera salir del aula.
«Señor Richards, Hal y Nia están equivocados. Yo soy la que tiene el libro de Nia». «Claro, Callie, ve a reunirte con tus amigos».
Pasó un minuto; después, otro. Me estrujé el cerebro en busca de una razón creíble antes de probar con la que nunca falla.
—¿Señor Richards?
—¿Qué? —levantó la cabeza, exasperado.
—¿Puedo ir al lavabo?
—¡Ve! —dijo prácticamente con un grito.
Cuando pasé junto a su mesa, sentí curiosidad por ver qué tendría de interesante lo que estaba leyendo, como para que nuestras interrupciones no le parecieran sospechosas. Pero el papel que tenía delante no contenía más que un montón de equis, círculos, líneas y flechas, así que no pude descubrir qué era, y mucho menos por qué razón podría interesarle tanto a alguien.
Los pasillos estaban igual de desolados que la semana anterior, pero hoy había que sumar los aullidos del viento y el ruido de la lluvia al golpear contra las enormes ventanas. El cielo estaba tan oscuro que parecía que ya era por la tarde, y deseé que hubieran encendido las luces de los pasillos. Cuando me reuní con Hal y Nia en la puerta principal, estaba tan impactada por las noticias sobre Thornhill y por la soledad de los corredores, que sentí un inmenso alivio al estar junto a ellos. Tal y como había discurrido la mañana, no me habría extrañado que ellos también hubieran desaparecido de la faz de la Tierra.
En días como ese, podía ocurrir cualquier cosa.
Nia estaba sentada en el escritorio del encargado del vestíbulo. En cuanto me vio, se levantó de un brinco.
—Tenemos que meternos en su coche ahora.
—El ataque a Thornhill tiene que ver con Amanda —dijo Hal.
Hal estaba apoyado contra la pared, en una postura aparentemente relajada; pero al ver que estaba apretando los puños, comprendí que estaba nervioso.
—¿Qué? —retrocedí un paso—. ¿Sabéis algo más sobre el caso?
—No —dijo Hal—, solo es una corazonada.
No pude evitar sentirme irritada. ¿Hal había estado a punto de matarme del susto por una estúpida corazonada?
—No te ofendas, Hal, pero me parece que estás siendo un poco paranoico —dije. Me negaba a creer que alguien hubiera atacado al subdirector—. No sabemos nada, puede que simplemente se cayera al suelo después de tropezar con el cable del ordenador.
—Entonces explícanos por qué la policía está implicada —me retó Nia, que había seguido la misma línea de razonamientos que yo.
Pensé en mi padre y en lo mucho que odiaba a Thornhill sin, al menos en apariencia, ninguna razón en concreto. Puede que hubiera otros padres cuyos hijos hubieran perdido sus privilegios por su culpa (como en el caso de Heidi) o que hubieran violado su estricto código ético. Puede que asaltar con violencia al subdirector por haber expulsado a tu hija sea una reacción extrema, pero podría haber ocurrido perfectamente.
—Aun suponiendo que le hayan atacado, y repito que no sabemos si fue así —añadí rápidamente—, no hay ninguna razón para pensar que tenga algo que ver con Amanda. Hay unos ochocientos alumnos en el Endeavor. Tan solo con que un dos por ciento de ellos se metiera en problemas, y ya sabéis que es un cálculo bastante a la baja, estaríamos hablando de unos treinta y dos padres que podrían sentir algún resentimiento contra Thornhill.
—¿Cómo haces eso? —preguntó Nia, que me miraba como si me hubiera puesto a levitar.
—Esto no ha sido culpa de un padre furioso —dijo Hal, ignorando la pregunta.
—Y qué hay de ese... ¿Cómo se llamaba? —proseguí—. El padre de Don Marker. Pegó a otro padre en un partido de fútbol y al pobre hombre le tuvieron que dar puntos. Hay bastantes colgados en esta ciudad.
No añadí que nosotros éramos amigos de la que probablemente fuera la más chiflada de la zona: una chica que aseguraba ser nuestra amiga a la vez que nos mentía compulsivamente; una chica que nos rogaba que la buscáramos al mismo tiempo que se negaba a ser encontrada.
—Escuchad, chicos: por lo que a nosotros respecta, que fuera o no atacado por un padre es irrelevante —dijo Nia—. Si no se despierta del coma, la policía, o alguien más, registrará su coche en algún momento. Y cuando lo hagan, encontrarán la carta de Amanda.
—Si es que está ahí —señalé.
Nia me ignoró.
—Tenemos que saber qué le dijo. Tenemos que saber si Thornhill sabe algo de ella. Especialmente ahora que es posible que... Bueno, ya sabéis.
Hal y yo nos quedamos callados. Nia tenía razón. Aunque la teoría de Hal pudiera parecer absurda, los dos habíamos visto la carta. Y ahora que Thornhill estaba fuera de combate, alguien terminaría encontrándola.
—Escuchad: incluso aunque quisiera entrar en su coche —dije—, y no estoy diciendo que no quiera, ¿cómo se supone que vamos a hacerlo? ¿Es que acaso Amanda os dio a alguno la llave de un viejo Honda?