Read Proyecto Amanda: invisible Online
Authors: Melissa Kantor
Por la forma en que Amanda apretaba las manos, sentí que estaba intentando decir algo más. Algo para lo que quizá no encontraba las palabras adecuadas. Pero antes de que pudiera preguntarle por ello, vio algo debajo.
—¡Mira!
Seguí la línea de su dedo, que apuntaba hacia el oeste.
Por debajo de nosotras, Hal Bennett estaba corriendo. Sus piernas volaban detrás de él y sus brazos se movían con energía. Tal vez porque estaba muy lejos y no podíamos escucharlo, o porque era un corredor nato, el caso es que no parecía costarle ningún esfuerzo correr así. Era como si se deslizara sobre la tierra.
—¿Qué? —preguntó Amanda.
No me di cuenta de que estaba sonriendo hasta que Amanda me dio un codazo.
—¿Qué, qué? —pregunté, incapaz de evitar que mi sonrisa creciera.
—¿A qué viene esa sonrisa?
Como estaba sonriendo de oreja a oreja, tratar de negarlo había sido ridículo.
—Nada —dije—. Solo… —me encogí de hombros.
—Estás intrigada —dijo Amanda.
Me encantó su forma de decirlo. No un comentario del tipo «Te has quedado flipada» o «Te gusta, ¿eh? » que habrían dicho Heidi, Traci o Kelly.
Estás intrigada.
Asentí, sin dejar de sonreír.
—Estoy intrigada —admití.
—¿Por qué? —preguntó Amanda —. ¿Qué es lo que te intriga de él?
—No sé —dije—. Es que… —cerré los ojos y evoqué la imagen de Hal corriendo —. Es tan… Es tan personal. Tú no lo conociste antes, cuando estábamos en Primaria, pero entonces era… un pringado absoluto, en serio. Y de repente este año se ha convertido en un pibón, y mientras todo el mundo habla de él, a él parece no importarle. ¡Es como si ni siquiera lo supiese! —finalmente abrí los ojos y miré el lugar donde había estado Hal —. Me gustaría ser así.
—¿Un pibón del que todo el mundo habla? —preguntó Amanda riendo. Pero, por su forma de decirlo, supe que había entendido lo que quería decir.
—Ser yo misma —dije en voz baja—. Me gustaría ser yo misma.
Se produjo una pausa y después Amanda me acarició los dedos.
—¿Sabes lo que pienso, Callie? Que ha empezado a brillar tu estrella, y que todos tus sueños están en camino.
—Qué bonito —dije—. ¿Te lo has inventado tú?
Ella negó con la cabeza, metió la mano en la bolsa y sacó dos patatas. Después de darme una, se llevó la otra a la boca.
—Es de Paul Simon. Ten, desayuna algo —mordió un trocito de su patata—. Es la comida más importante del día.
Me quedé en silencio, masticando. Cuando fui a coger otra patata, dije:
—¿Le conoces?
Pero no respondió. Cuando miré a Amanda vi que el saco de dormir le cubría la mitad de la cara y que estaba profundamente dormida.
✿✿✿
Me había perdido la desaparición de Bellatrix en el horizonte. Pero en lugar de entristecerme, supe que no tenía importancia. Casi podía oír la voz de Amanda en mi oreja, diciendo «Es mejor ver cómo sale».
Me levanté y me sacudí los vaqueros. Después cogí el telescopio y lo plegué mucho mejor de cómo lo había encontrado horas atrás. El chasquido sordo que produjeron las patas al colocarse en su sitio pareció ser la manifestación física de las decisiones que estaba tomando en mi mente, y cuando terminé de desmontarlo y me lo colgué del hombro, supe lo que tenía que hacer y cómo llevarlo a cabo.
La casa de Heidi era una de las cincuenta mansiones idénticas que formaban Los Acre, una urbanización que llevaba en Orion desde que tengo uso de razón. Solo había una cosa en el mundo que mi madre odiara más que el racismo, la homofobia, la contaminación lumínica y Los Riviera: Los Acres. Cada vez que iba a casa de Heidi, intentaba que fuera mi padre quien viniera a recogerme o que me llevara algún familiar de mi amiga, porque mi madre casi le dio un patatús cuando tuvo que venir a buscarme. Parecía que estuviera poseída, y durante todo el viaje de regreso no paró de decir lo terrible que era ese complejo para el medio ambiente, que había que ser muy patético para querer vivir en una comunidad tan deprimente, y que si alguno de los que vivían allí entraban una noche por error en la casa equivocada (cosa que no le extrañaría, ya que todas eran iguales), seguramente no se daría ni cuenta, porque todas las familias eran idénticas de la urbanización entre sí y tan insustanciales como los propios edificios.
Mientras avanzaba con la bici las calles perfectamente pavimentadas de Los Acres, me hice una idea de lo que mi madre había sentido, como si los aspersores que empapaban los jardines de color verde esmeralda ni expulsaran agua, sino sangre.
Heidi había pagado un precio por vivir el sueño de sus padres en un lugar tan protegido y perfecto como Los Acres, y ese precio era nada menos que su propia alma.
Pasé por delante del bloque de Heidi y giré en la siguiente calle, Magnolia Way. Allí me detuve frente a una casa al azar que, al igual que todas las demás era muy parecida a la de Heidi. Miré el reloj y comprobé que había llegado a tiempo. El padre de Heidi saldría de un momento a otro con Eva y con ella, pero su madre no se marcharía a los estudios hasta por lo menos una hora después. Me puse a dar vueltas durante unos diez minutos para asegurarme de que efectivamente se fueran, manteniéndome alejada de su calle hasta que su madre se quedara sola. Pasando ese tiempo, regrese a la casa, crucé el camino de entrada y apoyé la bici contra la puerta del garaje.
El timbre de la casa de Heidi tocó los primeros compases del Canon de Pachelbel; a mí siempre me había parecido una pieza muy bonita, pero cuando mi madre la escuchó puso los ojos en blanco. Distinguí el eco de las campanillas resonando en el amplio interior de la casa durante lo que me pareció un largo rato, y entonces empecé a ponerme nerviosa. Mi plan parecía perfecto, pero ¿y si me había equivocado con el horario? Últimamente no había pasado tiempo en casa de Heidi. ¿Podría ser que su madre hubiera cambiado de turno en el trabajo?
Aquello era una locura. ¿Qué estaba haciendo allí? La noche anterior, todo parecía muy claro. El señor Bragg era el jefe de policía, y para hablar con él necesitaría toda clase de pruebas y testigos. Era mi palabra contra la de Heidi, y aunque llegara a creerme, recordé lo que me había dicho Nia: «Eres cómplice, Callie».
Esa fue la razón principal por la que había decidido contárselo a Brittney Bragg, pero no fue la única. Brittney conocía a su hija, y cuanto más pensaba en ello, más segura estaba de que cualquiera que conociese a Heidi, que la conociera de verdad, sabría que mi historia era cierta. Puede que hiciera falta tiempo, pero si conseguía hablar con Brittney a solas y explicarle todo cuidadosamente, estaba segura de que me creería. Por eso decidí tenderle una emboscada aquella mañana.
Pero ahora el plan no me parecía tan perfecto. ¿Qué me hacía pensar que la mujer de un jefe de policía no me acusaría de ser cómplice como sin duda habría hecho su marido? Tenía que haber una forma mejor. ¿Una carta anónima? Mejor aún: ¡una nota de Amanda! En cierto modo, todo aquello había sido idea suya.
Si la puerta no se hubiera abierto en ese momento, no sé que habría hecho. Pero se abrió, y me encontré cara a cara con Brittney Bragg, la madre de Heidi.
Me abrió la puerta con cara de pocos amigos, pero en cuanto me reconoció suavizó su expresión, algo que me resultó irónico, teniendo en cuenta lo que estaba a punto de decirle.
—¡Callie, que agradable sorpresa! ¿Vienes a ver a Heidi? ¡Pues no la has pillado por poco!
Brittney Bragg siempre proporcionaba hasta la información más vulgar como si fuera una importantísima exclusiva. Casi pude oír el zumbido de las cámaras mientras me decía que Heidi se había ido al instituto. Sus próximas palabras podrían haber sido «Te devuelvo la conexión Chuck».
—En realidad, quería hablar contigo —dije.
Se pasó una mano por el cuello como si se hubiera sorprendido tanto que no supiera qué decir, aunque su rostro reflejó este desconcierto. Brittney era aún más impasible que Heidi.
—En ese caso, pasa —dijo. Cuando entré, cerró la puerta y me condujo hasta la cocina.
Había intentado vestirme para parecer seria, casi profesional, pero mi falda negra de lana y mi rebeca blanca parecían un poco exageradas comparadas con los sencillos pantalones de yoga de Brittney y su camiseta sin mangas. Tampoco ayudó el hecho de que, aunque ella fuera mucho mayor que yo, su cuerpo, su piel y su pelo fueran perfectos. Cada vez que mi madre veía a la madre de Heidi, hacia algún comentario sarcástico sobre las maravillas de la silicona. Siempre pensé que la criticaba sin motivo, pero al caminar detrás de Brittney Bragg y ver lo escultural que era cada parte de su cuerpo, no pude evitar preguntarme si mi madre tendría razón. Empezaba a pensar que hacía falta algo más que yoga para conseguir parecerse tanto a una Barbie.
Había unos cuantos platos en el fregadero y una sartén sobre el fogón, así que deduje que la criada no había llegado todavía.
—Bueno, Callie, ¿qué puedo hacer por ti? —Brittney se sentó a la mesa y me hizo un gesto para que hiciera lo mismo. Echó un vistazo al reloj que había sobre los fogones y percibí un ligero tono de impaciencia en su voz.
Había ensayado varias veces lo que le iba a decir desde que había tomado la decisión de hablar con ella, así que arranqué sin más preámbulos.
—Tengo que contarte algo, y puede que te cueste creerlo.
Mientras hablaba, dejé las manos sobre la mesa porque recordé lo que nos había dicho el padre de Heidi una vez: a la hora de interrogar a alguien, lo más importante es verle las manos. Según el jefe Bragg, si el interrogado esconde las manos, es que también está ocultando algo más.
—Cuando llevas diez años cubriendo noticias, descubres que a menudo la realidad supera la ficción —entonces se inclinó hacia mí, y el tono de impaciencia ya había desaparecido de su voz—. Cuéntame ¿Tiene algo que ver con tu madre?
Mientras planeaba lo que iba decir, había creído que podría anticipar todo lo que pudiera pasar aquella mañana, pero la pregunta de la madre de Heidi me dejó completamente fuera de juego.
—¿Qué? ¡No! —balbuceé
Brittney me puso una mano en la rodilla.
—Sea lo que sea, no se lo contaré a nadie.
¿Era mi imaginación, o había un brillo extraño en sus ojos?
—No tiene nada que ver con ella, de verdad —dije. Sin darme cuenta, había bajado las manos hasta mi regazo y había empezado a frotarme los dedos. Me obligué a ponerlas sobre el reposabrazos de la silla.
No sé si era culpable de algo, pero, de ser así, me encontraba allí con la intención de pagar mi deuda con la sociedad.
Brittney volvió a sentarse en su silla. Parecía un poco decepcionada.
—Está bien —dijo—. Entonces, ¿qué puedo hacer por ti?
—Tengo que contarte algo sobre Heidi.
—¿Sobre Heidi? —ahora Brittney parecía desconcertada—. ¿Qué le pasa? ¿Se ha metido en algún lío?
Si solo fuera eso. Si solo fuera a decirle que Heidi estaba embarazada, o que era anoréxica, o que estaba enganchada a las drogas. Recordé una frase de la película Un grito de auxilio, que veíamos todos los años en clase de salud. «Si tu amigo tiene problemas, debes contárselo a un adulto».
Lástima que la peli no hablara de lo que hay que hacer en caso de atropello.
Inspiré profundamente y me agarré con fuerza a la silla.
—Brittney, el veintiuno de diciembre, Heidi cogió uno de vuestros coches y salió a dar una vuelta. Mientras conducía, atropelló por accidente a Bea Rossiter, produciéndole las lesiones que tiene ahora. Heidi no paró, volvió a dejar el coche en casa y no se lo contó a nadie excepto a mí.
No cogí aire una sola vez durante mi discurso, y cuando terminé me sentí un poco mareada. Pensé que sería por la falta de oxigeno, pero aunque recupere el aliento, la sensación persistía.
Esperaba que Brittney soltara un grito, o que me dijera que era imposible, o que empezara a hacerme un millón de preguntas. Pero en lugar de eso, quedó sentada, mirándome, como si no le hubiera dicho nada. Después, cuando percibió que había terminado mi charla, negó ligeramente con la cabeza como si hubiera perdido el sentido unos segundos y ahora estuviera centrándose de nuevo.
—Perdona, Callie, pero ¿de qué estás hablando? —su voz era completamente serena. Aunque sabía que era fría como una roca, me sentí impresionada.
—Eh… —¿quería que volviera a contarle la historia entera? Inspiré profundamente—. El veintiuno de diciembre…
Brittney sacudió la mano en el aire como si quisiera dispersar una nube de humo de tabaco que le impidiera verme bien.
—Sí, ya te he oído la primera vez.
—Entonces…
—Callie, ¿de verdad…? ¿De verdad esperas que crea que mi hija…? ¿Qué mi hija ha…? —se levantó y se acercó a la encimera para coger un vaso de agua. Cuando iba a darle un sorbo, volvió a dejarlo en la mesa sin llegar siquiera a rozarlo con los labios.
—Lo siento muchísimo —dije—. Sé que esto debe de ser una enorme conmoción —no sabía si debía acercarme a ella o quedarme donde estaba.
Pero la madre de Heidi no parecía estar escuchando una sola palabra de lo que le decía.
—Callie Leary, ¡esta es la mentira más asquerosa que he oído en toda mi vida! ¿Cómo te atreves a venir a mi casa y empezar a soltar historias demenciales sobre mi hija? —se había dado la vuelta para mirarme, y me señalaba con una mano que le temblaba con violencia.
Me dio la impresión de que estaba conteniéndose las ganas de cruzar de un salto la cocina para empezar a arañarme la cara con sus perfectas uñas ovaladas.
Me levanté y le dije:
—¿Me crees capaz de mentir con un asunto así? ¿Por qué iba a hacerlo? —me había esperado que se quedara muy impactada, pero nunca se me ocurrió que pudiera pensar que me lo estaba inventando todo.
—¿Por qué? ¡No tengo ni idea! Supongo que porque eres una jovencita muy, muy perturbada. Primero, tu madre os abandona; después, tu padre se vuelve loco…
—¡Mi padre no está loco! —grité.
La madre de Heidi siguió hablando, como si yo no hubiera dicho nada.
—Con esos padres, no me sorprende que te inventes esas cosas horribles, tan asquerosas…
Nunca había visto a nadie tan furioso. Tenía restos de saliva en las comisuras de los labios, y sus ojos eran poco más que una rendijita en su rostro.
—¡Deja a mis padres en paz! —grité— ¡Estamos hablando de tu hija, que os robó el coche y atropelló a una chica inocente! ¡Estuvo a punto de matarla!