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Authors: Melissa Kantor

Proyecto Amanda: invisible (21 page)

BOOK: Proyecto Amanda: invisible
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Finalmente, se apartó de mí y empezó a caminar hacia el oscuro salón. Sin dejar de llorar, dijo:

—Callie, tienes que ayudarme —llevaba un pañuelo de pa­pel en la mano, y empezó a rasgarlo mientras caminaba.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté. Tenía los brazos fríos y húmedos por el contacto con la chaqueta de Heidi.

Se sentó en el borde del sofá, pero en lugar de responderme, miró a su alrededor. Seguí su mirada, y aunque ya había visto mil veces mi salón, parecía diferente al verlo a través de la inquisitiva mirada de Heidi.

Todo estaba a oscuras porque se había ido la luz, pero mi padre había dejado unas cuantas velas encendidas sobre la mesa del comedor. La luz que emitían, sumada a la de la vela que llevaba yo, iluminaban la habitación lo suficiente como para ver perfectamente el desastre en que se había conver­tido mi casa.

Poco después de que se marchara mi madre, mi padre se emborrachó y despidió a la asistenta, que a veces se encar­gaba de prepararnos la comida cuando mis padres volvían tarde del trabajo. Desde que se había ido, nadie había lim­piado, nadie había ventilado la casa, así que olía a cerrado y a humedad. Más recientemente, mi padre había dejado de abrir y de clasificar la mayor parte del correo, que ahora es­taba apilado en la mesa del café que había junto al sofá, acompañado de facturas, revistas, folletos, ofertas de tarje­tas de crédito gratuitas y catálogos. Había intentado reducir la pila de platos sucios, pero había al menos dos vasos de vino en el suelo y otro en la mesa del comedor, al lado de una botella de vino vacía. Y aunque la casa no estaría llena de pa­los y ramas hasta mucho después, ya había unas cuantas, con formas extrañas, apoyadas en las paredes, así como un pu­ñado de planchas de madera amontonadas junto a la oscura chimenea.

—Heidi, ¿qué ha pasado? —volví a preguntarle, aunque esta vez lo hice más por evitar que siguiera mirando mi casa que porque quisiera saberlo.

Cuando finalmente dejó de llorar, Heidi habló sin mirarme a la cara.

—Ha habido un accidente.

Pensé en los padres de Heidi y en su hermano pequeño. ¿Puede que alguno de ellos hubiera...?

—Dios mío, Heidi, ¿están todos bien?

—No lo sé —dijo, y ahora sí se giró para mirarme—. No me quedé a comprobarlo. —Espera... ¿Qué?

Había supuesto que se trataba de un accidente de co­che, pero Heidi no conducía, así que no habría tenido por qué detenerse a comprobar nada. ¿Habría pasado algo en su casa? Pero, en ese caso, habría sido más lógico que Heidi me lla­mara en lugar de venir corriendo hasta mi casa.

—Mira, Heidi, no entiendo nada. ¿Qué clase de accidente ha ocurrido?

Me miró fijamente y dijo:

—Cogí el coche de mi padre y salí a dar una vuelta.

—¿Que le cogiste el coche? —mi voz salió como un chi­llido. Me imaginé a Heidi al volante del BMW biplaza de su padre.

—¡No empieces a darme la charla, Callie! Ya he conducido otras veces. Además, el año que viene tendré el permiso. Sé conducir bien, ¿vale? —Heidi me lanzó una mirada furiosa y me encogí contra el sofá.

—Claro —dije rápidamente—. Estoy segura de que sí.

—No fue culpa mía. Estaba muy oscuro y debía de haber algo de hielo en la carretera, por la tormenta, así que el co­che... patinó, y yo intenté girar el volante hacia el otro lado. Pero entonces... entonces ocurrió.

Heidi empezó a llorar otra vez, y como ya no me lanzaba esa terrorífica mirada, sentí mucha pena por ella. ¿Cuántas veces se habrían llevado mis padres por delante a un perro, o incluso a un ciervo, porque no les había dado tiempo a hacer un giro brusco? ¿Cuántos animales muertos habría visto en la carretera? Siempre me había preguntado cómo debes sentirte en un momento tan terrible como ese, cuando escuchas el golpe producido por una pobre criatura peluda que termina bajo las ruedas de tu coche. Sentí un picor en los ojos. Pobre Heidi.

—Lo siento muchísimo, Heidi —le dije, sintiéndome cul­pable por la forma en que había reaccionado al saber que había cogido el coche.

Heidi era mi amiga y necesitaba mi comprensión, no que la juzgara. Me acerqué hasta ella, la rodeé con el brazo y apoyé mi barbilla en su hombro.

—Lo siento de veras. Has debido de pasar un rato horrible.

Heidi seguía llorando, con tanta fuerza que no sabía si habría escuchado lo que le había dicho. Estaba a punto de repetírselo cuando me di cuenta de que estaba intentando decir algo entre los sollozos.

—Yo... yo... yo... —balbuceó.

—¿Qué? —le di un apretón en el hombro y luego una pal­mada en la espalda.

—Creo que vio el coche—al decirlo, pareció aterrorizada—. Y creo que lo reconoció.

—¿Pero cómo podría...? —no terminé la frase. Me había dado cuenta de que los animales no pueden reconocer los coches que los atropellan.

—Heidi, ¿con qué has chocado? —mi voz era suave y tran­quila.

Aparté el brazo y me estremecí ligeramente al sen­tir que el agua fría empezaba a filtrarse por mi jersey. Heidi se incorporó, puede que al percibir el cambio en mi tono de voz.

—He atropellado a Beatrice Rossiter. Iba montada en bici, supongo que volvería a su casa de uno de esos clubs para frikis a los que pertenece. Le di un golpe y creo que me vio.

Aquello no podía estar pasando. No podía ser que Heidi me estuviera contando de verdad que había atropellado a alguien y había salido huyendo. La gente no hace esas cosas. ¿Verdad?

—Heidi, tenemos que llamar a alguien. Tenemos que lla­mar a los de emergencias para que les digas dónde encon­trarla. Ni siquiera tenemos que dar nuestros nombres —no podía creerme que fuera capaz de pensar de una forma tan práctica y serena. Heidi se levantó.

—¿Estás loca? ¿Has perdido la cabeza? ¿Crees que no ras­trearán una llamada como esa? Podría ir a la cárcel, Callie. ¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que me pase la vida en la cárcel solo porque...?

La coraza con la que me había protegido hasta enton­ces se rompió y entonces empecé a gritarle yo a ella:

—Acabarán descubriéndolo de todas formas, Heidi. La poli no necesita llamaditas telefónicas para rastrear casos así. Pueden comprobar... abolladuras en la carrocería, restos de pintura o huellas de neumáticos.

Ahora era Heidi la que parecía la reina de hielo.

—El coche está bien. Lo he comprobado. He vuelto a de­jarlo en el garaje y no se nota que haya tenido ningún acci­dente.

—¿Pero y si Bea está...? —no pude terminar la frase, pero Heidi sí.

—No lo está, ¿vale?

—¿Cómo lo...?

—No lo está. Olvida eso. Seguro que está bien. Se daría un golpe en la cabeza y volvería a su casa para ponerse hielo o algo así. ¡Y no pienso perder la oportunidad de sacarme el carné, o algo peor, por culpa de un estúpido accidente sin importancia!

Heidi terminó la frase con un gruñido, y la expresión de su rostro me dio miedo. Me había puesto de pie a la vez que ella, y ahora retrocedí unos pasos.

—¿Por qué has venido aquí?

—Necesito que me cubras, Callie. Si alguien te pregunta, tienes que decir que estuve aquí contigo toda la tarde y toda la noche.

Pensé que Kelli y Traci vivían mucho más cerca de Heidi que yo, y que le habría resultado mucho más fácil ir a casa de alguna de ellas para pedirles que la encubrieran. En cambio, había venido caminando o en bici durante cinco kilómetros para llegar hasta mi casa. ¿Por qué? No pude evitar preguntárselo.

—¿Por qué me lo pides a mí, Heidi?

Entonces, a pesar de que la oscuridad me impedía ver bien su rostro, lo supe. Heidi se había dado cuenta. Se había dado cuenta de que estaba pasando algo raro en mi familia, de que si mi madre no venía a recogerme a su casa no era porque estuviera siempre «muy ocupada», de que había una razón por la que nunca veníamos a mi casa, una razón por la que el césped tenía ese aspecto las pocas veces que su madre y ella habían venido a recogerme. Nunca me había dicho nada, nunca me había preguntado si me ocurría algo, si es­taba bien. Pero había archivado la información hasta que pudiera serle útil, y ahora era el momento apropiado. Porque ¿cómo habría podido irrumpir en casa de Kelli o de Traci gritando como una histérica sin que se enterasen sus padres?

Las dos nos quedamos calladas. Heidi echó un último vistazo a la habitación antes de volver a mirarme.

—Somos amigas, Callie —dijo—. Y las amigas se ayudan en­tre sí.

Atravesó la habitación y me abrazó.

—Gracias, Callie —dijo—. Eres la mejor.

Y dicho esto, se marchó.

✿✿✿

Cuando me quise dar cuenta, había roto en pedazos el collage y lo había tirado a la basura, como si los di­bujos de Beatrix Potter me quemaran los dedos.

¿Cómo pudo Amanda haber descubierto que era Heidi quien había atropellado a Beatrice Rossiter con el coche? Era imposible. Solo lo sabíamos Heidi y yo, y la forma en que Heidi hablaba a veces de Bea me hacía preguntarme si recordaría siquiera lo que había hecho.

Volví a leer la cita: «Lo único que hace falta para que el mal triunfe...». Lo que había hecho Heidi era malo. Sin duda. Pero lo que yo había hecho, también.

Si Amanda quería encontrar a una persona buena, más le valdría buscar por otro lado. Yo estaba a mil kilóme­tros de ser buena.

¿Y por qué habría hablado Amanda de Bellatrix? La única Bellatrix que conozco no tiene nada que ver ni con Beatrice Rossiter ni con Beatrix Potter. Es la tercera estrella más brillante de la constelación de Orión, y su nombre significa «guerrera».

De repente se me ocurrió algo. Con el corazón ace­lerado, me levanté y me acerqué corriendo a mi escritorio. Empecé a rebuscar en el caótico cajón de la mesa en busca de mi planisferio. ¿Podría ser? ¿Sería posible? Giré la rueda exterior hasta llegar a la fecha de hoy, pero no ponía nada de Orión ni de Bellatrix.

—¿Qué estás intentando decirme? —grité a la habi­tación vacía.

Aquello era una frustración constante. Volví a la cama y empecé a revisar el planisferio de punta a punta. Todas las estrellas que no eran Bellatrix aparecían y desaparecían, se alzaban y caían.

La tercera vez que giré el planisferio hacia delante, me pasé y aterricé en la noche del día siguiente. Justo era ese el momento, entre las once y las doce, en que Bellatrix desaparecería por el oeste.

De repente, supe exactamente dónde encontraría a Amanda.

Capítulo 25

En noviembre tuvimos que aprendernos de memoria el discurso de Julieta en clase de inglés. «¡Galopad con brío, fogosos corceles, hacia la morada del Febo!» Habla de que está deseando que llegue la noche porque se muere de ganas de reunirse con Romeo. Lee puso las manos sobre mi libro y escribió en el margen «LF y CL = R y J», y lo rodeó con un corazón. Aquel día estaba ansiosa por que llegara el viernes, ya que había quedado con él para ir al cine, y me pareció comprender perfectamente los sentimientos de Julieta.

Pero estaba claro que no había entendido nada.

Los segundos de aquel martes parecían horas. Y cada hora parecía un mes. Normalmente no me daba tiempo a terminar los exámenes de biología, pero ese día no solo lo terminé, sino que me sobró tiempo para repasarlo varias veces.

Doce horas más. Nueve horas más. Cuando vi a Nia y a Hal en el pasillo, de camino al gimnasio, me alegré de que no habláramos en el instituto, y no porque temiese que si me veían con ellos aquello fuera el equivalente a un suicidio social. El problema era que no podría fingir que estaba preocupada por el paradero de Amanda, porque sabía dónde estaba (o dónde estaría en cuestión de unas horas) Aquella noche iba a ser muy emocionante porque iba a reencontrarme con Amanda. Y solo estaríamos las dos. Me había dejado un mensaje y, aunque fuera una postura mezquina e inmadura, no podía evitar sentirme orgullosa de que me hubiera escogido a mí. Vale, también había sido amiga de Nia y de Hal, no estaba intentado negar eso. Todos éramos sus supuestos guías. Puede que ella se saltara las clases para pasar el día con Hal en Baltimore, o para ir de tiendas con Nia en busca de roba estilo vintage. Pero en último caso, ella y yo teníamos algo especial, algo que no tenía con nadie más.

El sol se había pasado todo el día jugando al escondite con las nubes, pero al atardecer el cielo estaba cubierto por una gruesa capota gris. Todo apuntaba a que me iba a tocar una noche pasada por agua en lo alto de la colina Crab Apple, así que decidí que no me llevaría el telescopio si se cumplían mis predicciones. Al fin y al cabo, mi intención tampoco era ponerme a mirar las estrellas. A eso de las siete empezó a chispear, y no tardó en ponerse a llover a cántaros. Me hice una nota mental para acordarme de coger el enorme chubasquero amarillo de mi madre del vestíbulo de la entrada. Pero media hora después asomé la cabeza por la puerta trasera y vi que el cielo estaba despejado y que las estrellas brillaban sobre el inmaculado manto oscuro que cubría nuestra casa. Parecía que tuvieran un mensaje para mí.

Y en cierto modo, así era.

Cuando llegué a casa, me pareció oír deambular a mi padre por su taller, pero no bajé a comprobarlo. Después de la pelea que habíamos tenido la semana anterior en la supuesta casa de Amanda, apenas nos cruzábamos. No sé si me estaba evitando o si era yo la que lo hacía, pero, en cualquier caso, el resultado era el mismo: nos estábamos manteniendo alejados el uno del otro. Lo sorprendente de esa noche, en comparación con todas las demás que llevábamos viviendo en extremos opuestos de aquella especia de zona privada desmilitarizada, fue que cuando bajé sobre las nueve a hacerme un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, había comida preparada en la cocina.

Al principio pensé que sería una cacerola sucia, pero como no lo había visto cuando me había hecho el desayuno por la mañana, deduje que alguien había tenido que usarla recientemente. En ella había unos restos de macarrones con queso. Intenté recordar cuándo había sido la última vez que habíamos comido algo que requiriese ingredientes perecederos como leche y huevos; pero no lo conseguí.

Durante un tiempo después de que mi madre se marchara, muchos amigos y vecinos habían venido a traernos cosas como cazuelas, paquetes de provisiones, tartas y galletas. Era como si hubieran decidido que lo más fácil era actuar como si, en lugar de marcharse, mi madre hubiera muerto. Pero en una ocasión, una de las vecinas, Cara Marks, le había hecho demasiadas preguntas a mi padre cuando vino a dejarnos una ensalada de guisantes, y lo siguiente que recuerdo es a mi padre echándola a patadas por la puerta junto con su vajilla.

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