Read Proyecto Amanda: invisible Online
Authors: Melissa Kantor
Sentí que ahora era el brazo de mi padre el que empezaba a temblar. Al ver que no decíamos nada, la expresión de la mujer cambió de repente.
—¿Ocurre algo malo? No se habrá metido en algún lío, ¿verdad?
Milagrosamente, encontré el aliento suficiente para responder, aunque con voz un poco más temblorosa de lo que había deseado.
—No, nada de eso —conseguí decir—. Es que pensaba que estaría aquí. Pero ella está bien, de maravilla.
—¡Qué alivio! —exclamó la mujer—. Hace tiempo que no la vemos, pero nos dijo que vendría por aquí.
—¿Les apetece pasar a tomar una taza de café? —preguntó el anciano.
—¿O de té? —añadió la mujer—. Tenemos unos tes estupendos que seguro que les gustarán.
Declinamos su oferta, nos despedimos, salimos del porche y subimos a la camioneta; todo ello sin ser siquiera conscientes de lo que estábamos haciendo. Papá descendió del bordillo tan rápido que las ruedas chirriaron, y estoy segura de que dejaron un rastro sobre el asfalto. Cuando llegamos a la esquina, torció a la izquierda, después se echó a un lado y pisó el freno.
—¿A qué clase de juego enfermizo estás jugando Callie? —respiraba con fuerza y tenía la cara enrojecida.
—¿Yo? ¿Te crees que estoy jugando a algo? ¿Estás de coña?
Se inclinó hacia delante y me puso un dedo delante de la cara.
—¿Cogiste el dinero de alguna parte? ¿Es eso lo que pasó?
—¿Crees que robé el dinero y después me inventé una historia sobre Amanda? ¿Es eso lo que estás diciendo? —subí tanto la voz que prácticamente estaba gritando.
—No sé qué creer —dijo mi padre—. No te entiendo en absoluto.
—¿Qué no me entiendes? Ahora sí que tienes que estar de coña —sentí que iba a romper a llorar, pero estaba tan enfadada que me daba igual—. Yo no soy la que se pasa la mitad del día borracha, papá. Ni la que está convirtiendo la casa en un bosque de desperdicios. Yo no soy la que está perdiendo la cabeza, ¿vale? ¡Así que no vengas a decirme que soy un misterio para ti, cuando la única persona que ha cambiado por completo eres tú!
Estaba jadeando. Aparté la mirada de él, girándola hacia la ventana. Estábamos delante de otra casa victoriana, no tan bonita como aquella en la que supuestamente vivía Amanda, pero bastante resultona a pesar de todo. Durante unos instantes, me sentí abrumada por el deseo de vivir en ella. O en cualquiera de las casas que se alineaban en esa calle.
O en cualquier otra casa que no fuera la mía.
Mi padre y yo nos quedamos sentados sin decir nada durante unos segundos que parecieron eternos. Después arrancó el motor y empezó a avanzar en dirección a casa.
No hablamos en todo el camino, pero cuando mi padre aparcó delante del garaje, dije:
—Quédate el dinero, papá. ¿Qué más da de dónde haya salido? ¿Qué importa lo que hiciera para conseguirlo? Quédate el dinero y salva nuestra casa.
No quise esperar a que me respondiera, así que bajé del coche y cerré la puerta. Después entré en casa y me fui directa a mi habitación. Necesitaba estar sola, para tumbarme y tratar de encontrarle sentido a un mundo que, a lo largo de las últimas treinta y seis horas, se había vuelto completamente loco.
Cuando abrí la puerta de mi habitación, esperé por un momento encontrarme una nueva nota de Amanda, pero aunque quité el edredón de la cama y rebusqué entre las almohadas, no conseguí encontrar nada. Incluso abrí los cajones de mi escritorio, pero tampoco hubo suerte. Después me tumbé en la cama, sin saber si me sentía aliviada o decepcionada.
Cuando empecé a cerrar los ojos, sonó un golpecito en la puerta; después, otro.
—¿Qué? —exclamé. Lo último que me apetecía hacer era seguir discutiendo con mi padre.
No huno respuesta, pero sonó otro golpe.
—¿Qué? —repetí, esta vez más alto.
Siguió sin haber respuesta, pero sonaron dos golpes muy seguidos.
Con un sonoro suspiro, me levanté y atravesé la habitación.
—¿Qué? —dije prácticamente con un grito cuando abrí la puerta.
Pero allí no había nadie.
—¿Pero qué…?
Al oír otro golpe, me di cuenta de que el sonido no provenía de la puerta, si no de la ventana. Me acerqué y me asomé por ella.
Entonces vi a Hal Bennett, que estaba en la parte de atrás de mi casa.
Hal empezó a decir algo en cuanto me vio, pero no pude oírle. Traté de abrir la ventana, pero estaba atrancada, así que Hal me hizo un gesto para que bajara. Levanté el dedo índice –esperando que Hal reconociera el gesto universal de «estaré allí en un minuto»– y salí al pasillo. De camino a las escaleras, me pregunté qué le diría a mi padre si me lo encontraba; pero, aunque su camioneta seguía aparcada a la entrada de casa, no había ni rastro de él. Mejor. Ya era bastante malo que Hal hubiera visto el lamentable aspecto de mi jardín, como para que encima viera el estado en que se encontraba mi padre.
El hecho de que Hal me esperara me hizo recordar las veces que quedábamos en el bosque cuando éramos pequeños. Así que no me pareció tan extraño que hubiera venido a buscarme.
Hal se había mudado a Orion un verano antes de que empezáramos quinto. Curiosamente, resultó ser el verano más aburrido de mi vida. Todos mis amigos estaban de campamento o haciendo otras cosas con sus familias. Como no tenía a nadie con quien salir, me dedicaba a explorar el bosque que había detrás de mi casa. Una tarde, mientras cruzaba un riachuelo a través de un tronco viejo y musgoso, me encontré con Hal. Hablamos un rato y después nos pasamos el día subiéndonos a los árboles y explorando esa cueva tan espeluznante que había descubierto al comienzo de las vacaciones.
No me fijé en cosas como su corte de pelo, o en que llevara los pantalones subidos por encima de la cintura. La verdad es que yo también era un poco desastre con la ropa por aquel entonces, con mis camisetas anchas, mis pantalones de explorador y el pelo recogido en dos coletas asimétricas. Hal era divertido; tampoco entonces hablaba demasiado, pero me enseñó a pescar y se le daba muy bien escalar por las rocas del bosque que quedaba cerca de nuestras casas.
Un día, mientras Hal y yo cruzábamos el mismo tronco perdí el equilibrio y me rompí el brazo al caer. Fue una fractura bastante grave: tuvieron que hacerme la cirugía, ponerme puntos y todo eso. Así que ya no pude volver a escalar los árboles. En lugar de eso, empecé a ir a la librería que hay en el centro comercial. Allí es donde conocí a Heidi, Traci y Kelli (en la librería no, claro, sino en la zona de restaurantes), que habían ido a comprar ropa para el instituto. Heidi me saludó, cosa que me sorprendió mucho, teniendo en cuenta que las tres eran superpopulares y yo… Bueno, no era una apestada, pero si una neutral.
No me pude creer que Heidi me invitara a ir a su casa a pasar el día con ellas en la piscina. Fue como si a alguien lo invitaran a salir en su programa preferido de la tele. Sus vidas eran increíbles. No podía nadar por culpa del brazo, pero me lo pasé de miedo descansando en las preciosas tumbonas blancas que estaban alineadas alrededor de la piscina, y bebiendo las naranjas que nos traía la criada en unos elegantes vasos de plástico con unas palmeritas alrededor de la base. Fue ese día cuando Heidi señaló que todos nuestros nombres terminaban en i (excepto el mío, pero ella tuvo la consideración de dejarme quitar la e), y dijo que a partir de entonces seríamos las Chicas I.
Nunca antes había tenido un grupo de amigas como las Chicas I. Heidi me llamaba todas las mañanas, y quedábamos en su casa o íbamos al cine. Cuando mis otros amigos volvieron de sus escapadas veraniegas, no hice planes con ellos, y al cabo de un tiempo dejaron de llamarme. También me olvidé por completo de Hal. Cuando empezó el instituto, parecía una chica completamente distinta. Las Chicas I me habían llevado a comprar ropa chula, y me había cortado el pelo la misma persona que se lo cortaba a Heidi y a su madre. A veces, cuando veía a Hal por los pasillos, hacia como si no lo conociera. También me preguntaba si, al haber cambiado tanto con respecto a cuando íbamos juntos, él no me reconocía realmente como la chica con la que solía quedar en el bosque.
—Hola—dijo Hall. Llevaba una preciosa chaqueta de ante de estilo vintage. Me recordó a la que llevaba Nia el día anterior, y me pregunté si Amanda se los habría llevado de compras. Por millonésima vez en los últimos dos días, pensar en Amanda me hizo sentir un poco idiota, como si en todo aquel tiempo que yo había pensado que éramos amigas, Amanda no hubiera hecho otra cosa que gastarme una gigantesca broma.
—Hola—respondí, pero no supe qué más decir.
Una parte de mí quería ponerle al día con lo del dinero y la escenita en la casa de Amanda (o en la que yo creía que era su casa), pero otra parte no quería contarle más cosas sobre Amanda de las que ya sabía.
—¿Damos un paseo?—preguntó.
—Uh… Sí, claro—cualquier cosa era mejor que quedarnos ahí plantados sin decir nada.
Pensé que Hal saldría en dirección al bosque, pero en lugar de eso se fue en dirección contraria, hacia la colina Crab Apple. Solo había ido allí una vez más después de que subiera con mi madre en el mes de octubre, cuando me despertó en mitad de la noche para contemplar una lluvia de meteoritos.
Al caminar a solas con Hal, era difícil no fijarse en lo guapo que era. Pensé que debía de ser un chico con unos pensamientos muy profundos —no sobre Amanda necesariamente, sino tal vez sobre arte—, y esto me hizo sentir un poco cortada; como si, a su lado, cualquier cosa que pudiera decir yo sonara ridícula o superficial. Este temor me impedía hablar, lo que consiguió que el silencio que nos envolvía fuera aún más incómodo.
Ni siquiera abrimos la boca cuando llegamos a lo alto. No es que Crab Apple sea el monte Everest, pero Orion tampoco es Nepal; es bastante llano, así que no hace falta subir alto para tener una buena vista de los alrededores. Casi nunca subía allí de día, así que era bastante guay poder admirar algo más que el cielo nocturno. A lo lejos, pude atisbar el campo de fútbol y las gradas del Endeavor.
—Mi ruta favorita para salir a correr está por allí—dijo Hal señalando hacia el este.
—Lo sé —hasta que las palabras no salieron de mi boca, no me di cuenta de lo que acababa de revelar.
—¿Lo sabes?—preguntó Hal, que me miraba un poco perplejo.
—Es decir, no sabía que era tu favorita. Es que…—a veces me ruborizo tanto que prácticamente puede oírse cómo el calor se extiende por mi cuerpo—. Es que a veces subo aquí con el telescopio de mi madre —al darme cuenta de cómo sonaba eso, añadí rápidamente—: ¡Para ver las estrellas! Y una vez te vi corriendo por allí. No con el telescopio, sino… a simple vista.
Cuando dije eso, tuve que hacer un gran esfuerzo para no salir corriendo a toda velocidad y no parar hasta que hubiera llegado a casa: me hubiera metido en mi cuarto y hubiera hundido la cabeza bajo la pila de diez almohadas que tengo en la cama.
¿Por qué no habría podido mantener la boca cerrada?
—Ya —Hal no pareció darse cuenta de mi humillación—. Eso de mirar a las estrellas parece divertido.
—¡Es genial!—asentí con entusiasmo. Pero añadí que, salvo una excepción, no había vuelto a mirarlas desde hacía seis meses.
—No sé nada de Amanda —dijo Hal—, y estoy empezando a preocuparme. Estaba seguro de que volvería hoy al instituto.
—Esta tarde he ido a su casa —seguí contemplando las vistas, cualquier cosa menos mirar a Hal—. Bueno, a la que pensaba que era su casa.
—¿Qué quieres decir? —se sentó en una roca plana y me miró con los ojos entrecerrados.
Le conté que meses atrás había pasado delante de la casa de Amanda.
—Pero ella no vive en Princeton Avenue —objetó cuando le dije el nombre de la calle que habíamos atravesado con la bici—. Ella vive en el centro, en un edificio de apartamentos al lado de la tienda de tatuajes.
—¿Qué? —¿de qué estaba hablando Hal?—. No, no vive allí.
Hal no pareció afectado porque le dijera que estaba equivocado.
—Desde luego que sí—insistió—. ¿Has visto esos pisos que acaban de construir? Pues Amanda y su madre viven en el… ¿Cómo se llama? ¿El piso piloto? Bueno, como se llame. Es ese que las inmobiliarias decoran para enseñárselo a los compradores. Están viviendo allí hasta que su piso esté terminado.
—Pero…
¿Un piso en la ciudad? Me imaginaba perfectamente a Amanda viviendo en una casa victoriana, pero no en un departamento aséptico y amueblado previamente. Además, su madre estaba en Uganda con los gorilas.
Hal pareció sentirse mal por dejarme tan confusa. Suavizó su tono de voz cuando siguió hablando.
—Lo que pasa es que cuando su padre murió….
En lugar de hacerme sentir mejor, me sentí como si estuviera escuchando los desvaríos de un loco.
—¿Cuándo su padre murió? ¿Qué quieres decir con eso? Su padre está vivo. Trabaja para las Naciones Unidas.
Ahora fue Hal el que me miró como si estuviera chiflada.
—Su padre murió hace mucho tiempo. Cuando Amanda tenía tres años, más o menos.
Ahora sí que estaba segura de que Hal había perdido la chaveta.
—Hal, es imposible que su padre muriera cuando tenía tres años. Le enseñó a hacer ecuaciones de segundo grado, y te aseguro que incluso un genio de las matemáticas como Amanda no podría aprenderlas con solo tres años. Sus padres están vivos, y la razón de que ella esté en Orion es porque su madre está en África y su padre en Latinoamérica. Está viviendo en Princeton Avenue.
Pero según lo iba diciendo, me di cuenta de que era una locura. O puede que la loca fuera yo.
Hal se incorporó.
—¿Cómo es posible que viva con sus abuelos paternos, si murieron en un accidente de coche el día de su sexto cumpleaños?
Me acerqué un poco más a él y levanté un poco la voz, como si hablar más alto fuera a servir para convencerle.
—¿Cómo es posible que su abuelos paternos hayan muerto en un accidente de coche, si son sus tutores legales?
Hal avanzó otro paso y también alzó un poco la voz.
—¿Cómo es posible que sean sus tutores, si la única familia que le queda es su madre?
—Pero…—estaba a punto de repetir lo de que vivía con sus abuelos, cuando comprendí lo absurdo que era discutir por eso.
Hal también debió de darse cuenta, porque se quedó quieto, con la boca entreabierta, como si se hubiera contenido cuando las palabras ya estaban a punto de salir de su boca.