Read Proyecto Amanda: invisible Online
Authors: Melissa Kantor
Esta vez no tuve que colocarme frente a la taquilla para ver el mensaje de Amanda. Había un trozo de papel de color amarillo chillón metido en la rejilla. Lo saqué cuidadosamente con la convicción de que era una nota, y estaba en lo cierto. Me temblaban las manos, pero pude ver que las palabras que contenía habían sido escritas indudablemente por Amanda. En una línea ponía «Meg sabía», y en la otra «pensad».
¿Qué quería decir eso? ¿Se suponía que debía ser un mensaje? Porque, de ser así, no es que me fuera de mucha utilidad. De repente me inundó un sentimiento de frustración. ¿Por qué no podría Amanda limitarse a coger el teléfono y llamar, como hace la gente normal? Estaba tan furiosa que le pegué una patada a la taquilla que había debajo de la mía, y el dolor abrasador que me recorrió la pierna me hizo enfurecerme todavía más. Durante un segundo, estuve tentada de hacer una pelota con la carta y tirarla. Si Amanda tenía que contarme algo, que lo hiciera directamente. Estaba cansada de sus juegos, cansada de no saber nada de ella (mejor dicho, de no saber nada de ella por los medios tradicionales con los que la gente se comunica). Me había pasado la mañana castigada. ¿Por qué? Por Amanda. Me había colado en el despacho del subdirector, exponiéndome a que me expulsaran. ¿Por qué? Por Amanda. Había salido disparada por los pasillos del Endeavor como si mi vida dependiera de ello, solo para descubrir al final de la carrera que lo que me estaba esperando era un trozo de papel con unas palabras absurdas. ¿Y por qué?
Por Amanda.
Eso sin hablar de mis tobillos, que estaban empezando a dolerme un montón.
Estaba tan furiosa que empecé a mirar en busca de una papelera en la que poder tirar lo que, para mí, no era más que un inútil trozo de papel. Pero entonces me di cuenta de todo el tiempo que llevaba allí parada. Genial, ahora no solo me iba a meter en problemas por lo que había hecho por la mañana, sino que encima me iba a quedar encerrada en el instituto hasta el lunes. Me guardé el dichoso papel en el bolsillo trasero y me dirigí a la puerta principal, con una mueca de dolor cada vez que mi pie derecho tocaba el suelo de linóleo.
Hal, Nia y el señor Thornhill estaban esperando en el exterior. Por los jadeos de Hal, deduje que también se había dado una carrera hacia su taquilla. Eché un vistazo en derredor, pero no vi ni rastro de Jason ni de Todd
—A ver si me he enterado bien, Callie —dijo el señor Thornhill con cara de pocos amigos—. ¿Habías ido a buscar un libro o a escribirlo?
—Siento haber tardado tanto —me disculpé.
Aunque aún seguía furiosa con Amanda, suspiré con alivio al comprobar que el señor Thornhill no parecía haberse dado cuenta de que habíamos asaltado su despacho varias veces a lo largo de la mañana.
—No me interesan tus disculpas —dibujó un círculo imaginario en el aire, como si quisiera englobarnos a los tres en él—. De hecho, las de ninguno de vosotros. Lo que me gustaría es cierta información sobre vuestra amiga Amanda.
Bajé la mirada. En cierto modo, la petición del señor Thornhill era mucho más absurda de lo que se imaginaba. Ninguno de los tres teníamos la más mínima información sobre Amanda. Al menos, ninguna información precisa.
El señor Thornhill esperó unos instantes y después suspiró.
—No sé de quién os pensáis que la estáis protegiendo. No soy su enemigo.
Algo en su tono de voz me hizo levantar la cabeza y mirarle. Creí que me estaría mirando fijamente, pero en lugar de eso miraba su coche, que estaba en el aparcamiento, como si estuviese recordando el aspecto que había tenido el jueves por la mañana.
Como si él también se hubiera sorprendido o inquietado por la suavidad en su tono, el señor Thornhill se agachó para recoger su maletín.
—En fin, parece que tendremos el dudoso placer de disfrutar de nuestras respectivas compañías dentro de una semana. A no ser, claro está, que hagáis algo por evitarlo.
Volvió a esperar unos segundos y, al ver que seguíamos sin decir nada, se dio la vuelta rápidamente y se marchó en dirección al coche.
Aunque no era posible que pudiera oír nuestra conversación, permanecimos en silencio hasta que salió del aparcamiento.
—Dejadme ver lo que os ha dejado —dijo Nia con impaciencia.
Mientras Hal se metía la mano en el bolsillo de la chaqueta, dije:
—No sé lo que os habrá dejado a vosotros, pero lo que me ha dejado a mí no tiene ningun sentido. No es más que un trozo amarillo de...
—Una postal —terminó Nia, y extendió la mano para que se la diera.
Sorprendida, proseguí:
—Eso es. Con un...
—Fragmento de un mensaje —dijo, al tiempo que sacudía la mano con impaciencia.
Me quedé asombrada. Puede que el resto del mensaje estuviera en la parte de la postal de Nia. De repente dejé de estar furiosa con Amanda y empecé a sentir una enorme curiosidad. Metí la mano en el bolsillo para buscar el papel mientras Hal enseñaba el suyo para que lo viera Nia.
Nia juntó las tres partes de la postal y pudimos ver el dibujo de un camino de baldosas amarillas, que se extendía hacia algo que estaba cortado en la parte superior de la imagen. ¿Se habría guardado Amanda esa parte?
—¿Qué hay escrito en el reverso? —pregunté cada vez más ansiosa
Nia se colocó los tres trozos sobre la mano y la levantó para que pudiéramos leer el mensaje de Amanda.
Debajo del mensaje había una M escrita, y el resto del texto estaba cortado.
—Meg sabía que debía buscar. Pensad en ello. M —leyó Nia en voz alta. Después resopló—. Pues qué bien.
Leí el mensaje varias veces por encima de su hombro, moviendo los labios mientras lo hacía. ¿Quién sería esa tal Meg?
—¿No hay una chica en nuestro curso que se llama Meg? —dijo Hal mientras miraba a su alrededor.
—¿Te refieres a Meg Horton?
Meg Horton era una de las chicas con las que salía antes de convertirme en una Chica I.
—Sí, puede que ese sea su apellido —dijo Hal, encogiéndose de hombros.
—Se mudó cuando terminamos primero —dije—. Amanda ni siquiera podría haberla conocido.
Nia se llevó la mano a la frente y la dejó allí un rato; después bajó las dos manos sin dejar caer los trozos de papel.
—Esto es una locura.
—Pero vamos a desentrañarla —dijo Hal—. ¿Y sabéis qué? Si fue ella quien los dejó, todavía tiene que seguir por aquí, en alguna parte.
Nos quedamos pensando en ello durante unos segundos. De ser cierto, esa sería una estupenda noticia. Nia negó con la cabeza como para terminar nuestra reflexión.
—Vale, necesito tiempo para pensar. ¿Os importa que me quede con las notas?
Al principio estaba tan furiosa con Amanda que había estado a punto de tirar mi trozo de postal, pero ahora que sabía que era un fragmento de algo más grande, que realmente era una especie de mensaje, me entristecía la idea de desprenderme de él. Pero lo cierto es que no me molestaba la idea de dárselo a Nia. Era como si... No sé muy bien cómo expresarlo... Era como si supiera que ella lo cuidaría bien. Que fuera lo que fuese, y significara lo que significase, era tan importante para Nia como lo era para mí.
De repente sentí una necesidad irresistible de disculparme con Nia por todo: por lo de Heidi, Keith y las Chicas I... Y también por mí. Por ser quien era.
Pero soltarle de repente algo como «¡Nia, perdóname por ser quien soy!» iba a sonar un poco raro. En lugar de eso, levanté las manos para indicarle que podía quedarse con mi trozo de postal. Después me di la vuelta hacia Hal.
—¿Encontraste su expediente?
Hal negó con la cabeza.
—Rebusqué en los cajones, el maletín y el armario, pero no estaba allí.
—Es posible que Amanda lo cogiese —dijo Nia mientras se mordisqueaba la uña del dedo índice—. Al fin y al cabo, tenía la llave del despacho.
Recordé la pila de carpetas que había en el asiento trasero del coche del subdirector.
—O puede que Thornhill se lo llevara a alguna parte.
—Todo es posible —dijo Hal—. Así que por ahora deberíamos quedarnos con lo que sabemos, como las direcciones que nos dio Amanda. Una de ellas tiene que ser la verdadera. Callie ya fue a la casa de Princeton Avenue y vio que allí no estaba, así que podríamos ir a comprobar el apartamento y el hotel en donde le dijo a Nia que estaba viviendo.
Miré boquiabierta a Nia.
—¿Te dijo que estaba viviendo en un hotel?
—En el Comfort Inn, en la carretera 10 —asintió Nia—. Pero me lo contó cuando nos conocimos, y me dijo que solo se quedarían allí hasta que encontraran un lugar donde vivir. Sus padres estaban en medio de un desagradable proceso de divorcio, y su madre había crecido en Orion. —Nia se encogió de hombros—. Al menos, eso es lo que me dijo. Esa es la razón por la que se había mudado aquí.
Un divorcio desagradable. Un padre muerto. Uganda. Latinoamérica. No había siquiera un punto en común en las mentiras de Amanda, y mucho menos en una historia coherente.
—¿Te dijo alguna vez si había vuelto a mudarse? —preguntó Hal—. ¿Dijo si había dejado el hotel?
Nia levantó una ceja. Me di cuenta de que lo hacía cuando pensaba que no valía la pena responder a una pregunta.
—En realidad, no hablamos demasiadas cosas.
Lo entendí perfectamente. Amanda no era esa clase de amiga a la que le preguntas, no sé, si ha hecho los deberes de inglés, si ha estudiado para el examen de biología o si su madre y ella seguían buscando una casa para comprar o alquilar.
Esa era la clase de conversaciones que tenías con la gente normal. Y, definitivamente, Amanda no se incluía en ese grupo.
—Escuchad, voy a irme a casa y veré si puedo descubrir qué quiere decir esta postal —dijo Nia—. Tengo la impresión de que es importante.
Hal y yo asentimos.
—¿Y cuándo vemos la cinta de vigilancia? —preguntó Hal.
—Si queréis, podéis verla vosotros esta noche en una de vuestras casas —dijo Nia. Por su voz, parecía un poco cortada—. Pero mis padres se enfadarán si salgo o si traigo a alguien a casa. El sábado es nuestra noche en familia.
¿El sábado por la noche era su noche en familia? No sabía si sentirme celosa de Nia o sentir pena por ella. Cuando remarcó que era sábado, recordé que en unas horas había quedado para salir a la fiesta con las Chicas I, y lo extraño es que ya no me hacía ninguna ilusión ir a casa de Liz. Ya no había solución: Callie Leary, la vibrante chica I, tenía la esperanza de que Hal Bennet dijera que podrían pasar juntos la noche del sábado en su casa viendo una cinta de vigilancia del aparcamiento del Endeavor.
Antes de que pudiera analizar mis sentimientos, y mucho menos inventar una excusa para explicarles a mis amigas por qué no iría a la fiesta del siglo, Hal dijo:
—Hmm, la verdad es que a mi madre no le caía demasiado bien Amanda —noté que tenía las mejillas ruborizadas y que estaba mirando fijamente la fachada de ladrillo del Endeavor, como si fuese tan fascinante que no pudiera apartar los ojos de ella—. Creo que verla en mi casa no sería una buena idea.
A pesar de mi inexplicable desilusión, me quedé en silencio. Una cosa era tener un fugaz deseo de pasar la tarde con Hal y Nia, resolviendo misterios que Amanda nos había preparado, y otra era invitarlos a venir a casa, para que fueran testigos del comportamiento de mi padre después de haber bebido.
—¿Por qué no venís a mi casa mañana? —dijo Nia, que evidentemente había supuesto por mi silencio que mi madre, igual que la de Hal, no sentía demasiada simpatía por Amanda.
—Estupendo —aceptó Hal, aplaudiendo con efusión—. ¿A que hora?
—Os llamaré por la mañana —dijo Nia—. Primero tengo que preguntarles a mis padres si les parece bien y a que hora volveremos a casa de la iglesia. A veces nos quedamos allí a comer o tenemos compañía después del almuerzo.
¿La iglesia? ¿La noche en familia? Pensaba que no estábamos en Kansas.
—De acuerdo —dije—. Entonces, hablamos mañana.
—Sí —asintió Nia, con su cautela habitual—. Mañana.
—Mañana —dijo Hal.
—Mañana —repetí.
Lo primero que hice al llegar a casa fue correr al piso de arriba, cerrar la puerta de mi habitación y echar el pestillo, como si alguien me estuviera persiguiendo. Después me senté en la cama y me quedé mirando el sobre. Roger. La R estaba ligeramente inclinada hacia abajo, y la g trazaba un pequeño giro que conocía perfectamente. Nunca había pensado que mi madre tuviera una forma peculiar o reconocible de escribir, pero ahora me daba cuenta de que me resultaba muy familiar, tanto como su rostro o su voz. Era única. Era su letra.
Deslicé el dedo por debajo de la solapa. Los dos extremos estaban un poco pegados: supuse que el papel se habría humedecido con el tiempo. De tanto tirar acabé rompiéndolo, pero ya no me importaba que Thornhill se diera cuenta, porque nunca recuperaría aquel sobre.
En el interior había una hoja de papel con el logo de la empresa de mi madre en una esquina. Debió de haber sido arrancado de uno de los miles de cuadernos idénticos que teníamos por toda la casa. Hojas blancas de doce por diecisiete que utilizábamos para apuntar la lista de la compra y cosas por el estilo.
Roger, tengo que marcharme de la ciudad y necesito que cuides de Callie. Como sabes, no puedo despedirme de ella por su propia seguridad. La quiero muchísimo, Roger. Si encuentras alguna manera de echarle un ojo, de hacerle saber lo mucho que la quiero, te estaré agradecida.