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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (22 page)

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—Creía que éramos amigos, Ángel... —susurró Vega—. Dime, ¿cuál ha sido tu precio...? ¿Dinero, sexo...?

—Un poco de todo. —Navarro desvió la mirada—. Pero no se trata sólo de eso. Los sellos de Thule son más importantes que tú y que yo, jefe...

—¡No me llames jefe! —exclamó con rabia Vega. Se volvió hacia Leonor—! ¿Y ahora...? Ya tienes lo que querías; ¿qué vas a hacer conmigo?

La mujer contempló de nuevo el sello que tenía en la mano. Permaneció unos instantes pensativa y luego volvió sus negros ojos hacia Vega.

—Una vez dije que eras un pasajero al final de la línea. —Leonor sonreía tristemente—. No hay futuro para ti. Si no es ahora, será mañana; pero tu muerte resulta inevitable. ¿Lo sabes, verdad...? —Vega permaneció en silencio. Leonor suspiró—. Créeme, Telmo, ha sido un placer conocerte. —Se volvió hacia su impasible guardaespaldas negro y formuló una orden—:
Kill him, Abby.

Un gesto quebró la usualmente imperturbable expresión de Abraham Lincoln Smith. Sus labios se fruncieron en una sonrisa, descubriendo una fila de dientes grandes y blancos. Amartilló el percutor de su pistola y apuntó directamente a la cabeza de Vega.

El policía cerró los ojos y contuvo el aliento. De modo que así iba a ser... Asesinado por un ex boxeador negro norteamericano. Sin duda, una muerte exótica.

El estruendo de un disparo resonó secamente en el interior del salón.

Vega notó cómo su corazón se detenía entre dos latidos. Pero no sintió el menor dolor. Abrió los ojos y contempló, incrédulo, la escena que se desarrollaba ante él.

Abraham Lincoln Smith yacía en el suelo, con el cráneo reventado por el impacto de una bala. Navarro, de pie, sostenía una humeante pistola en la mano. Leonor, con los ojos dilatados de sorpresa, contemplaba alternativamente a su caído guardaespaldas y al hombre que le había disparado.

Navarro encañonó a la mujer.

—Muy bien, preciosa —dijo—. Ahora no hagas tonterías y dame ese sello.

Leonor, respirando agitadamente, permaneció unos segundos estanca, inmóvil salvo por el nervioso tráfago de sus pupilas. Inesperadamente, echó a correr hacia la chimenea.

Navarro levantó su arma e hizo puntería. Efectuó un único disparo.

Leonor Hidalgo, con la columna vertebral quebrada por un balazo, se derrumbó muerta sobre el suelo. En el último instante, quizás impulsada por un postrer reflejo nervioso, su mano derecha se proyectó hacia delante, arrojando el sello al fuego del hogar.

El sello giró y trastabilló en el aire, como el aleteo errático de un insecto. Por un instante, pareció que fuera a precipitarse sobre las llamas, pero, en el último momento, una leve corriente de aire lo depositó suavemente frente a la chimenea.

Navarro recogió el sello del suelo. Tras examinarlo rápidamente, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. A continuación, se aproximó al cadáver de Leonor Hidalgo y tomó entre sus dedos una cadenita de oro que la mujer llevaba en torno al cuello. La arrancó de un tirón y contempló la llave que pendía de un extremo. Satisfecho, introdujo su pistola en la funda sobaquera. Sólo entonces pareció percatarse de la presencia del estupefacto Vega.

—¿De verdad creías que te iba a traicionar, jefe...? —dijo Navarro, con una sonrisa burlona. Vega guardó silencio. Sus ojos no se apartaban del cuerpo sin vida de Leonor Hidalgo—. Ella se lo merecía —prosiguió Navarro—. Iba a matarte, y después, cuando ya no le fuese útil, también acabaría conmigo. Igual que hizo con su marido.

—Era... —Vega se sentía confuso—. No sé, extraña...

—Y muy guapa —repuso Navarro—. Pero también una asesina. Se parecía a esos insectos, las mantis, que devoran al macho después de aparearse.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Vega—. ¿Por qué le seguiste el juego a esa mujer...?

—¡Por los sellos de Thule! —exclamó Navarro—. Ahora debemos darnos prisa, jefe. Los criados han recibido órdenes de no abandonar sus aposentos, oigan lo que oigan, de modo que no van a molestarnos... Pero tenemos poco tiempo. Vamos.

Navarro, seguido por un aturdido Vega, salió del salón y se encaminó a la escalera que conducía a la zona de los dormitorios.

Mientras subían por ella, le contó al comisario cómo Leonor Hidalgo se había puesto en contacto con él, al poco de comenzar los asesinatos del Coleccionista, y cómo le demostró que poseía información acerca del futuro, entregándole, igual que hiciera con Vega, predicciones acerca de acontecimientos venideros. Le contó, igualmente, cómo el, Navarro, había fingido sentir celos profesionales y rencor hacia su jefe, con el fin de ganarse la confianza de la Hidalgo, y cómo esta le encargó que espiase el trabajo de Vega.

—Y eso es todo —concluyó Navarro—. Nuestra común amiga me prometió mucho dinero a cambio de mi colaboración. También supo mostrarse muy persuasiva en la intimidad; me temo que hemos compartido algo más que unas tazas de café, jefe... —Sacudió la cabeza—. De todas formas, Leonor estaba demasiado segura de sí misma. Creía poder manejar a todo el mundo y, a mi modo de ver, ese exceso de confianza fue lo que la perdió.

Habían llegado a la altura del dormitorio de Leonor. Navarro abrió la puerta y entró en la estancia. Se encaminó directamente hacía el cuadro renacentista que adornaba una de las paredes y lo apartó a un lado. Detrás se ocultaba una pequeña caja de caudales empotrada en la pared. Navarro introdujo en la cerradura la llave que le había quitado a Leonor y la hizo girar. A continuación, discó los números de la combinación. Al cabo de unos segundos, la caja quedó abierta, mostrando en su interior unos cuantos fajos de billetes extranjeros, algunos documentos y una pequeña cajita de plata.

—Aquí están... —murmuró Navarro.

Cogió el estuche plateado y lo abrió. De su interior extrajo dos sellos, uno rojo y otro verde, y los puso en la palma de su mano izquierda. Sacó del bolsillo el sello azul y lo colocó cuidadosamente junto a los otros dos. Se los mostró a Vega.

—Son bonitos, ¿verdad...?

—¿Para qué los quieres...? —preguntó el comisario—. ¿Qué vas a hacer con ellos?

—¡Ganar la guerra! —exclamó, jubiloso, Navarro, mientras guardaba los sellos en el bolsillo de la chaqueta—. O, mejor aún, evitarla... ¿No lo entiendes, jefe? Ahora podemos enviar información al pasado. Podemos mandar una carta a comienzos de 1936 y advertir al Gobierno de la República sobre el levantamiento militar de julio. Incluiremos predicciones precisas sobre determinados sucesos, como los resultados de las elecciones de febrero, el asesinato de Calvo Sotelo... lo que queramos. Eso les convencerá de que el contenido de la carta es cierto. Entonces detendrán a Franco, a Mola, a Sanjurjo, a Goded... Los fascistas se quedarán sin cabecillas y el levantamiento del 18 de julio nunca se producirá.

Vega miró con incredulidad a Navarro.

—Eso no tiene sentido, Ángel —dijo—. Es imposible...

—Pero sí ya ha ocurrido antes —repuso Navarro—. ¿No te lo explicó Leonor? La República ganó la guerra, pero Mario Yáñez-Borghese utilizó los sellos de Thule para informar a Franco de lo que iba a ocurrir. Eso cambió la Historia. Sin embargo, ahora tenemos la oportunidad de poner las cosas en su sitio.

—¡Por Dios, Ángel, ¿qué estás diciendo...?! —exclamó, exasperado, Vega—. Todo eso de los hombres del futuro y el correo del tiempo es absurdo. No puedes estar hablando en serio...

Navarro contempló fijamente a Vega.

—Leonor Hidalgo sabía lo que iba a pasar, conocía el porvenir —dijo seriamente—. ¿Cómo crees que lo hacía?

—No lo sé —contestó Vega, tras una pausa—. Pero eso no significa que ese cuento de Thule sea cierto...

—Tienes razón, jefe. No obstante, esa mujer conocía el futuro, y cualquier justificación que le busquemos a ese hecho será tan fantástica como la historia de los thulanos. Entonces, ¿por qué no aceptar la existencia de Thule y el correo del tiempo? A fin de cuentas, eso lo explicaría todo...

Vega sacudió la cabeza, desconcertado.

—Cartas que viajan en el tiempo... —resopló.

—Sí, ya sé que es duro de tragar —convino Navarro—, Y puede que, después de todo, sea mentira. Pero en estos momentos es lo único con que contamos. Y aunque se trate de una posibilidad muy remota, tenemos que aferramos a ella. —Sonrió débilmente—. Aunque sólo haya una probabilidad entre un millón de que Thule exista, vale la pena intentarlo, ¿no crees, jefe...?

Vega respiró hondo y se sentó en el borde de la cama. Paseó la mirada por aquel lujoso dormitorio, testigo de sus encuentros con Leonor Hidalgo. Eso le recordó el cadáver de la mujer, yaciendo en el suelo del salón. Apoyó los codos sobre las rodillas y ocultó la cara entre las manos. Se sentía cansado y confuso. Habían ocurrido muchas cosas en muy poco tiempo; demasiadas como para poder encajar cada pieza en su sitio y obtener así una imagen coherente.

Contuvo el aliento.

Sellos prodigiosos capaces de enviar cartas a cualquier persona en cualquier época...

Lo mirase como lo mirase, aquello se le antojaba increíble. Pero Navarro había dicho algo muy cierto: por remota que fuera la posibilidad de que los sellos de Thule pudieran hacer lo que Leonor Hidalgo afirmaba que hacían, valía la pena intentarlo.

Cuando se ha perdido toda esperanza, siempre queda el recurso del absurdo, de la locura...

Y así, de pronto, Vega comprendió que finalmente había encontrado un objetivo para sus últimas horas de vida.

—Es muy tarde —dijo Navarro—. Más vale que nos vayamos...

Vega se incorporó. Tragó saliva.

—Un momento, Ángel... Leonor me advirtió que sería peligroso utilizar los sellos para cambiar de nuevo el curso de la Historia. Navarro se encogió de hombros.

—Sinceramente, me importa un carajo lo que pueda haber dicho esa mujer...

—Ángel... —murmuró Vega.

—¿Qué?

—Dame esos sellos.

Navarro enarcó las cejas.

—¿Porqué...?

—Porque no vamos a cambiar el resultado de ninguna guerra. Y yo los necesito.

Las facciones de Navarro se endurecieron.

—¿Te has vuelto loco...? —Sacudió la cabeza—. Vámonos, tenemos mucho que hacer.

—Estoy hablando en serio, Ángel. —La voz de Vega se había vuelto fría como la hoja de un cuchillo—. No voy a permitir que te lleves los sellos...

Navarro frunció los ojos y contempló fijamente a Vega, como intentando adivinar sus pensamientos. Al cabo de unos segundos, negó lentamente con la cabeza.

—No sé lo que te pasa, ni qué demonios te propones —dijo—. Pero no pienso discutir contigo. En este mismo instante me voy a ir de aquí, y los sellos saldrán conmigo. Sí quieres acompañarme, perfecto. Sí no quieres hacerlo, nos decimos adiós y que te vaya muy bien.

Dicho esto, giró sobre sí mismo y se encaminó hacia la puerta.

Vega encajó la mandíbula, sacó su pistola de la funda, apuntó a la espalda de Navarro y amartilló el percutor.

—Tengo un arma, Ángel. Si intentas llevarte los sellos, disparare.

Navarro se detuvo, sin volverse.

—¿Lo harías, Telmo...? —Era la primera vez que le llamaba por su nombre—. ¿Dispararías contra alguien que te acaba de salvar la vida...?

Vega intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.

—Dame los sellos, Ángel... —insistió.

—No —contestó Navarro, siempre vuelto de espaldas—. Me parece que si los quieres, tendrás que matarme...

El dedo de Vega se tensó sobre el gatillo. El tiempo pareció fluir más despacio, como un líquido ardiente y denso. La pistola tembló en su mano.

No. No podía hacerlo...

Entonces, súbitamente, Navarro giró en redondo, al tiempo que sacaba su arma de la funda. Un fogonazo surgió del negro cañón y el estampido de un disparo congeló la atmósfera del dormitorio. Vega notó cómo algo le golpeaba brutalmente en el pecho, proyectándole hacia atrás. Mientras caía, su mano se crispó sobre la pistola que empuñaba, accionando, casi involuntariamente, el gatillo.

Un nuevo disparo resonó en la habitación.

Vega se desplomó sobre el suelo, mientras la pistola escapaba de entre sus dedos y rebotaba contra la alfombra. Perdió el conocimiento.

Al cabo de un tiempo indeterminado, las tinieblas que envolvían su cerebro comenzaron a disiparse. El policía gimió e intentó ponerse en pie, pero un relámpago de dolor le hizo desistir. Permaneció unos segundos tumbado, sin moverse, respirando dificultosamente. Se daba cuenta de que la bala le había alcanzado en el pecho, pero ignoraba la gravedad de la herida.

Tap-tap-tap-tap...

Percibió un sonido extraño, una especie de golpeteo intermitente. Intentó incorporarse de nuevo. Apretando los dientes para contener el dolor, logró apoyar la espalda contra la pared. Entonces vio cuál era la fuente de aquel sonido: Ángel Navarro, tirado boca arriba en el suelo, se agitaba violentamente, como sí intensas corrientes eléctricas recorrieran su cuerpo. Los tacones de sus zapatos golpeaban el suelo, marcando el ritmo de un siniestro claque.

Tap-tap-tap-tap...

Vega, apoyándose en una silla, consiguió ponerse en pie. Experimentó una intensa sensación de mareo y se recostó contra la pared. Tragó saliva varias veces y aguardó a que el vértigo pasara. Entonces caminó tambaleante hacia Navarro y se dejó caer de rodillas a su lado.

—Ángel... —musitó, horrorizado al comprobar el estado en que se encontraba su amigo.

Gran parte de la mitad izquierda de su cráneo se había convertido en un boquete oscuro del que se desprendían cuajarones de sangre, astillas de hueso y grumos de una sustancia blanquecina que no podían ser otra cosa más que fragmentos de cerebro. Los ojos de Navarro se movían rápidamente de un lado a otro, y también hacia arriba, mostrando la palidez venosa del globo ocular.

Vega sujetó la cabeza de Navarro con la mano izquierda y estrechó su cuerpo con el brazo derecho, como intentando contener las convulsiones que lo agitaban.

—No iba a hacerlo, Ángel... —murmuró—. No quería dispararte...

De pronto, el cuerpo de Navarro se arqueó, sacudido por un intenso espasmo, para luego sumirse en una absoluta inmovilidad.

Vega permaneció unos segundos con el cadáver de su amigo entre los brazos. Luego lo depositó suavemente en el suelo y le cerró los párpados. Respiró hondo, lo que le provocó un fuerte ataque de tos. El pecho le ardía.

Vega examinó por primera vez su herida. La bala le había alcanzado cerca del esternón. Probablemente, se desvió al chocar contra una costilla y fue a alojarse en algún lugar por encima del pulmón.

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