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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (26 page)

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—VEN AQUÍ. DIRÍGETE AL ÁBSIDE Y LUEGO HACIA LA DERECHA.

M. Rodan ignoraba qué era un ábside, pero supuso que debía avanzar por la nave central y así lo hizo. Cada paso levantaba inquietantes ecos, pero en aquella espesa gravedad los pies caían contra el suelo lastrados como botas de plomo. «A LA DERECHA», le recordó la voz, y Rodan pasó entre dos enormes columnas a la nave lateral. Había una luz allí, mucho más tenue que la de su linterna. Era una antorcha, y tras ella, sujetándola, se recortaba la alta silueta de Virgan, el hombre a quien buscaba.

—¿A qué se debe que todo un senador me haya seguido hasta el confín del mundo?

La voz del artista era neutral, ni cálida ni hostil, y así solía serlo siempre: con Virgan nunca se sabía. Rodan se llegó hasta él y le tendió la mano, y después de unos instantes de vacilación recibió el apretón fuerte, casi doloroso, que tan bien conocía. Apartada la antorcha a un lado, sus llamas iluminaban el rostro de Virgan, enjuto y ojeroso. Vestía una túnica corta, sin mangas, que descubría sus brazos nervudos, más delgados y surcados de venas que otras veces. Se antojaba similar a una de sus estatuas, como siempre, pero ahora había una pequeña resquebrajadura en su interior que disminuía su fuerza.

—Entra: en esta capilla tengo mi taller.

La explicación no hubiera sido necesaria, ya que en la capilla había tres esculturas apoyadas en las paredes, y en el centro, de donde había apartado los bancos, una cuarta en la que Virgan estaba trabajando. Aunque los rasgos del rostro no habían terminado de brotar de la roca madre, eran idénticos a los de las otras tres estatuas y a los de las figuras del portal: Rosaura. el psicoconsultor que aún había en M. Rodan apuntó «tarea obsesiva», aunque nunca había visto una que se le antojara tan fatigosa. Al escrutar de nuevo el rostro de Virgan buscó huellas de alteración, tal vez incluso de enajenación, pero fuera de las ojeras y algunas líneas más marcadas por la delgadez, no había en él nada distinto. El cráneo relucía a la luz con su permanente afeitado, el bigote mantenía su atusado rampante, la mirada tenía la intensidad de un tizón.

—¿Te extraña? Si intentara esculpir algo distinto de su cara, no podría. Si cierro los ojos, no veo otra cosa. Por lo menos, al tallarla continuamente en esta gravedad acabo tan agotado que a veces consigo dormir un par de horas.

—Si te empeñas en esculpir su rostro una y otra vez, no lograrás olvidarla.

—No pretendo olvidarla.

—¿Para qué quieres concentrarte en recordar algo que está donde ni tú ni nadie puede alcanzarlo? La naturaleza inventó el olvido porque a veces, sólo a veces, es hasta compasiva. No te empeñes en despreciarle ese regalo.

—Prefiero sufrir el resto de mi vida que perder uno solo de sus recuerdos.

Virgan colgó la antorcha de una anilla y tomó el mazo y el cincel, dispuesto a seguir alumbrando de la piedra la imagen de su amor perdido. Por sus palabras, Rodan esperaba que golpeara la roca con furia, pero cuando Virgan posó los ojos en los rasgos aún toscos de la estatua una extraña dulzura borró las arrugas que los rodeaban. El senador se sintió, a su pesar, conmovido.

—Este lugar... la catedral... ¿Qué demonios hace aquí, en este planeta perdido? —preguntó, pues no juzgaba conveniente insistir aún en Rosaura. Virgan levantó los rocosos hombros, contrariado, pero dejó la tarea para contestar a la pregunta del psicoconsultor.

—Fue construida hace dos siglos. Al principio, este planeta fue colonizado por católicos: muchos sacerdotes y religiosos. Cuando llegaron los Pantócratas, si recuerdas, la Iglesia se dispersó por planetas poco atractivos, donde creía que tal vez no la molestarían. Luego ya sabes: al final se prohibió todo culto y tuvieron que perderse en sus arcologías, y sólo su Dios sabrá dónde pueden haber ido a parar. Este lugar quedó abandonado.

—De modo que fueron ellos los que levantaron la catedral.

Virgan esbozó una sonrisa en la que no había nada semejante a la alegría y afirmó:

—Fui
yo
quien construyó esta catedral. No con mis manos, desde luego. Fui el maestro de obras. Unas obras a la antigua usanza, con obreros y artesanos humanos que trabajaban con sus propias manos y arriesgaban sus vidas colgados de andamios de madera. Y eso que eran católicos, y no pertenecían a la Sociedad de Resurrección.

M. Rodan sacudió la cabeza para ahuyentar un estremecimiento. Los católicos, como los creyentes de otras antiguas religiones, nunca habían aceptado la Sociedad. El alma, según ellos, no podía pasar de un cuerpo a su clon, por más que se duplicaran los recuerdos. Durante sus largas vidas, otras personas podían albergar temores semejantes, pero nadie arriesgaría la existencia sin el seguro de la Sociedad. Los humanos se volvían más cobardes cuanto más longevos, como si sus vidas fueran una cuenta bancaria que el interés de los años hubiera acrecentado hasta un valor inconcebible.

—¿Te importaría decirme para qué has venido?

M. Rodan se había quedado abstraído por un instante en sus reflexiones, como solía sucederle, y le sobresaltaron tanto la voz de Virgan como el seco golpe del cincel contra la piedra. Estudió a su amigo antes de contestar.

—Han puesto precio a tu cabeza, si me permites esa antigua expresión.

—¿Y es que quieres cobrar la recompensa?

Virgan no hablaba en serio, pero Rodan se estremeció, sintiéndose a punto de dar el beso de la traición. «Huye de aquí. Hay cinco policías y un Consagrado.» Las palabras ni se asomaron a su garganta, cercada de miedo.

—Traigo una oferta de la propia Voz del Pantócrata.

—¿Me va a devolver a Rosaura a cambio de qué?

La sonrisa de Virgan era cínica y desesperanzada. No era extraño en un hombre que había hecho borrar sus memorias e incinerar sus clones y que había difundido por todas las redes, antes de que pudieran interceptarle, un manifiesto corrosivo contra Radniakós, el raptor de Rosaura. Un hombre al que le esperaban todo tipo de horrores o algo peor... la desaparición para siempre. La idea de que esto le ocurriera a él mismo era tan inaceptable para Rodan que la traición a su amigo parecía por comparación tan sólo un pequeño inconveniente.

—No se trata de eso. No podrías soñar con que eso fuese negociable. Pero me dicen que, si manifiestas públicamente tu arrepentimiento y rindes pleitesía al Pantócrata como desagravio, se te perdonará la vida.

—¿Sí? —Virgan enarcó una ceja y dejó por un momento su tarea—. ¿Me dices que el poderoso Radniakós, destructor de mundos, el orgulloso genocida, va a tener clemencia de un simple escultor? ¿Y a qué se me condenaría?

—Bien... durante un plazo de tal vez cincuenta años serías... —Rodan tragó saliva— encadenado por el cuello al palanquín de Radniakós. Luego se te perdonaría, dejándote, eso sí, convertido en
un prole y
sin derecho a inmortalidad.

Virgan puso los brazos en jarras y soltó una carcajada desafiante. En aquella pose, se le veía tan lleno de fuerza y seguridad como siempre.

—Nuestro poderoso Pantócrata desea un perrito faldero para su palanquín. Eso me parece muy bien, pero no me acabo de ver en el papel. Mira, Rodan, puedes decirle a la Voz del Pantócrata, eso sí, con tu mejor lenguaje de poltronero, que el único pacto que admito con él es que me devuelva a Rosaura y se olvide de mí para siempre.

—Pero... no quieres entender. Eso está fuera de cuestión. Estás hablando de plantearle exigencias a... a...

—A un dios. A Dios mismo, ¿verdad? Pues así es. Ni un dios puede quitarme lo que es mío. A ver si lo entiendes. Aunque el Pantócrata me ofreciera, en vez de esa supuesta clemencia, el cargo de faraute, el de Voz si quieres, a cambio de olvidar a Rosaura... —Sacudió la cabeza y apretó los puños. Rodan temió por un momento que fuera a agredirle, pero el artista cerró los ojos, respiró hondo y abruptamente volvió a su trabajo—. No, no. Me da igual lo que pueda hacerme. Sé que tarde o temprano vendrán a por mí, como has hecho tú. Pero lo único que quiero es a Rosaura. —Volvió a mirarle por un instante—. ¿No lo entiendes? Haría cualquier cosa, ¿comprendes?, cualquier cosa por recobrarla. Sí tan sólo tuviera una pequeña oportunidad, entraría en su maldito
Idiokosmos
v le agarraría por el cuello... ¡así!

Y blandió en el aire una mano tan poderosa que por una fracción de segundo M. Rodan le creyó capaz de cumplir aquella baladronada.

Aquel momento que estaba dentro del tiempo fue observado desde fuera de él, en un lugar que no era lugar. En algún nudo de dimensiones, en el tejido de la espuma del espacio-tiempo, se agazapaba un poder, una inteligencia inconcebible, capaz de encontrar senderos entre los siglos y elegir sus días a voluntad. Algunas limitaciones, sin embargo, ataban sus pasos en el baile cuántico, y había tenido que escoger aquel preciso momento para entretejerse en nuestro tiempo. Porque aquel humano que alzaba una mano tan orgullosa como inútil le concedía la posibilidad, hasta entonces vetada, de actuar contra su enemigo y recobrar lo que le pertenecía.

—Ya hemos oído suficiente —restalló una nueva voz.

M. Rodan se volvió, casi aliviado por la interrupción. El oficial de la proxenía estaba pasando a la capilla lateral, seguido por sus cuatro hombres y, rezagado, por el Consagrado de Radniakós.

—Usted debe acompañarnos —ordenó el oficial, apuntando a Virgan a los ojos con el haz de su linterna. Pero el escultor se limitó a entrecerrar los párpados y poner los brazos en jarras.

—¿Por qué no me vuela la cabeza aquí mismo? —le desafió—. Por si no lo sabe, no puedo resucitar. No tengo ni recuerdos grabados ni clones almacenados. ¿No es divertido poder exterminar de verdad a alguien?

—No tenemos intención de matarle. Nuestras órdenes son otras.

En ese momento, y por primera vez, M. Rodan pudo escuchar la voz del Consagrado, tan deformada por el sistema de amplificación del casco que apenas sonaba humana.

—Serás el perro faldero del palanquín de mi señor, como bien decías antes. —El Consagrado se acercó despacio, clavando la alabarda en el suelo a cada paso con golpes que marcaban el compás de sus palabras—. Y no intentes resistirte. No sería la primera vez que disfruto golpeándote.

En los ojos de Virgan brilló una luz de reconocimiento, y apretó con fuerza la maza.

—Así que eres uno de esos. ¿Quién, el que mandé volando? Puedes volver a golpearme, todo lo que quieras, porque no pienso ir con vosotros.

El Consagrado hizo un gesto de barrido con el brazo izquierdo, indicando al oficial y a sus hombres que retrocedieran, y con el derecho empezó a alzar lentamente su arma, preparando el golpe. Virgan le observaba como si aquella amenaza no estuviera destinada a él. Durante unos segundos, todo movimiento quedó congelado, como en el frontón de un templo griego, con todas las figuras paralizadas en el instante antes de descargar la acción.

—Éste sería un buen momento —comentó Virgan en una observación tan incongruente que rompió el hechizo. El propio Consagrado, confuso, preguntó:

—¿Para qué?

Hubo un fogonazo y un estallido. M. Rodan se arrojó al suelo y reptó hasta esconderse detrás de un banco de madera, mientras sonaba un nuevo disparo. Cuando volvió a mirar, la acción se había precipitado a una velocidad imposible. El Consagrado había quedado tendido en el suelo, y del muñón que había sido su brazo derecho se levantaban volutas de humo. Un cuerpo a medias volatilizado debía pertenecer a uno de los policías. En cuanto al oficial, se desplomaba con la sien ensangrentada, víctima de Virgan, que ya blandía el mazo contra otro de los agentes. Una nueva figura, delgada y vestida de gris, había aparecido en la capilla repartiendo golpes con la culata de un enorme fusil de plasma, demasiado caliente tras los dos disparos para utilizarlo de otra manera. La gravedad no parecía afectar a Virgan ni a su desconocido aliado, mientras que los movimientos de sus enemigos eran lentos como los de hormigas atrapadas en jalea. Un instante después, todo había terminado y el hombre de gris estaba frente a M. Rodan, haciéndole con el fusil señas de que se levantara.

—Tranquilo, Steel. Éste no es peligroso.

El llamado Steel observó por unos segundos a Rodan con una mirada tan intensa que le hizo sentir náuseas. Era un hombre alto y moreno, delgado y ondulante como un junco, de rasgos grandes y saltones ojos de ardiente carbón. Aunque no podía decirse que fuera un hombre feo, había en él algo inestable, fluctuante, que causaba cierta repulsión.

—Mejor será que permanezca quieto —advirtió a Rodan con voz ronca.

Uno de los policías aún se movía, y al pasar a su lado Steel le descargó en la cabeza un terrible culatazo. Virgan protestó, pero su aliado le recordó, irónicamente, que todos aquellos hombres eran inmortales, no como ellos, y que tan sólo perderían unos días de recuerdos. Después, ante la atónita mirada de Rodan, Steel se acercó al Consagrado, que todavía se retorcía de dolor en el suelo, y con diestros movimientos le quitó el casco. El rostro que había debajo era el de un hombre joven y sudoroso, despojado ya de toda arrogancia.

—Es una suerte que te hayan mandado aquí —comentó Steel, sarcástico—. No desde luego para ti, pero sí para nosotros.

Virgan, después de recoger las armas de los policías y los restos de la alabarda del Consagrado, se acercó a M. Rodan y le agarró por el codo, con menos brusquedad de la que el senador había temido al ver su gesto casi ausente.

—Salgamos de aquí. Debes llevarme a tu nave.

—¿Qué... qué pretendéis hacer?

—Asaltar el cielo, amigo Rodan. Como los antiguos gigantes de la mitología... asaltar el cielo.

Virgan había pasado etapas distintas en su relación con las mujeres, a veces de adorador, a veces de misógino príncipe Schariar, a veces de hedonista degustador, consumidor compulsivo, abstemio converso; había sido con ellas encantador, escéptico, celoso, cínico y a veces indiferente.

La indiferencia predominaba en él cuando apareció Rosaura en su vida. De hecho, la conocía de vista antes que en persona, pues a menudo veía su imagen flotando como ingrávido holograma en los noticiarios de moda: era la modelo más cotizada del momento pese a que sólo tenía veintitrés años, casi una recién nacida para los cánones de la época. Aunque esbelta, sus líneas se redondeaban, presagiando una nueva tendencia después de varias temporadas de mujeres afiladas como aristas de cubo. Cuando lucía vestidos ajustados, sus senos se adivinaban sostenidos en un equilibrio pesado, ligeramente vencido hacia el suelo. A Virgan le gustaban los pechos así, que intuía naturales, y especialmente en aquellos días en que practicaba formas de arte más sencillas y una vida menos refinada. Por un tiempo había dejado las tecnocomplicaciones de la multicreación y los sensorios para dedicarse a la estatuaria casi al modo antiguo. Había creado una especie de pasta que se resistía tenazmente a ser moldeada, de suerte que otras personas con manos menos fuertes que las suyas eran incapaces tan siquiera de deformarla. Pero los dedos de Virgan, fuertes como una mordaza de acero, tallaban más que moldeaban aquel material. Cada noche, cuando se acostaba, el dolor en sus antebrazos agarrotados le llenaba con el placer que da el trabajo agotador.

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