Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online
Authors: Javier Negrete César Mallorquí
Tags: #Colección NOVA 83
—Vamos a hacer un trato, Carlos: yo te doy mi placa y, a cambio, tú me das el sello.
Carlitos negó con la cabeza.
—Quédese con el sello, no tiene que darme nada, señor... Además, usted la necesitará para su trabajo.
Vega sonrió débilmente y depositó su placa en las manos del niño.
—Me temo que ya no soy policía, así que no me va a hacer ninguna falta. Quédatela tú y, si alguien te pregunta por ella, di que la encontraste en la calle. —Guardó el sello en la cartera y se puso en pie—. Ahora tengo que irme, Carlos.
Le ofreció la mano. El niño, con cierta timidez, se la estrechó.
—¿Volverá, señor...? —preguntó.
—Creo que no —contestó el policía.
Carlitos se puso de puntillas y tiró de la chaqueta de Vega. Este se inclinó hacia delante, hasta notar el beso que los labios del niño depositaban sobre su áspera mejilla.
Durante el transcurso de aquel día, un emisario del Consejo de Defensa se había presentado frente a los parapetos del Hospital Clínico, pidiendo hablar con el coronel Losas, jefe de la decimosexta División del Ejército
Nacional.
El propósito de aquella entrevista era fijar el momento y el lugar en que las tropas republicanas debían presentarse para rendir sus armas.
Al caer la tarde, las Divisiones 16,18 y 20, a las órdenes del general Espinosa de los Monteros, comenzaron una serie de maniobras envolventes destinadas a desplegar las tropas a lo largo de todo el frente oeste de Madrid. Sin encontrar resistencia, ocuparon el Puente de los Franceses, la Ciudad Universitaria, el Paseo de Rosales, amplias zonas del Parque del Oeste, la Cárcel Modelo y el Parque Metropolitano. Una vez dominados los principales accesos a la capital detuvieron su avance, a la espera de la orden definitiva de entrar en la ciudad.
Al llegar la noche, más de dos mil soldados republicanos se rindieron, dejando desasistidos prácticamente todos los puestos de defensa.
Las carreteras hacia Levante se transformaron en un hervidero de gente que, como al principio de la guerra, huía del avance de las tropas fascistas. Los propios generales Casado y Miaja, jefes del Consejo de Defensa, abandonaron la capital en avión, rumbo al aeropuerto de Valencia.
Mientras caminaba, Vega pensó que Madrid se parecía a aquella ciudad en ruinas que había soñado, y que él, como ocurría en su sueño, se dirigía impotente hacia una muerte cierta. No es que aquello le preocupara particularmente, hacía mucho que había aceptado lo inexorable de su final, pero siempre supuso que las cosas serían de otra manera, quizá más violentas, pero también más heroicas. Sin embargo, aquella ciudad oscura, silenciosa y vacía, plagada de sombras furtivas, parecía más el escenario de una pesadilla que un romántico campo de batalla donde el acto de morir pudiera ser un hecho revestido de dignidad.
Vega se detuvo. No sabía qué hacer ni adonde ir. Quizá fuera mejor acelerar las cosas, encaminarse al oeste y disparar su pistola, a pecho descubierto, contra las tropas de Franco. Sí, eso sería un final rápido y escueto, casi quirúrgico. Pero también carente de todo sentido.
Vega rió, sin humor. ¿Todavía andaba buscándole sentido a las cosas...?
Sacó la cartera, extrajo el sello de Thule y lo contempló fijamente. Al cabo de un rato, la figura del anciano alado pareció cobrar relieve. Vega parpadeó y devolvió el sello al interior de la cartera. Buscó el paquete de tabaco, pero recordó que se le había acabado. El condenado a muerte ni siquiera tenía derecho a un último cigarrillo.
Permaneció unos minutos pensativo, apoyado contra uno de los álamos que poblaban el Paseo de la Castellana. Quizás aún le quedase algo que hacer... Por ejemplo, demostrar que había sido un buen policía.
El jardín que rodeaba al palacete de la calle Serrano se encontraba vacío. Por ningún lado había rastro de los hombres armados que habitualmente montaban guardia allí. Vega cruzó la verja, siguió el sendero de grava y llegó a la puerta de la mansión. Como tantas otras veces, le recibió el mayordomo que, sin decir nada, le condujo al salón. Allí, Vega aguardó en soledad, contemplando abstraído el débil fuego que ardía en el hogar. Al cabo de unos minutos, Leonor Hidalgo entró en la estancia. Llevaba un traje negro, muy ceñido, y el pelo suelto sobre la cara. Estaba más hermosa que nunca.
—Hola, Telmo —dijo—. Has tardado en volver...
—¿Y tú pequeño ejército? —El tono de Vega era seco—. No lo he visto al entrar.
—¿Los guardias...? Casi todos ellos eran quintacolumnistas. Esta noche están de fiesta, preparándose para la entrada triunfal de mañana.
—¿Y no te preocupa estar aquí, sola?
—Ya sabes que no soy una mujer miedosa —Leonor frunció el ceño—. Tienes mal aspecto, Telmo. ¿Sucede algo...?
Vega giró la cabeza y se contempló en uno de los grandes espejos del salón. Vio la imagen de un hombre muy delgado, de ojos hundidos, pelo ralo, y barba de tres días. ¿Mal aspecto...? Tenía una pinta horrible. Miró de nuevo a Leonor.
—¿Sabes lo que pasa? —dijo, con sarcasmo—. Que el tiempo se me acaba, como habías predicho...
Leonor suspiró con tristeza.
—Lo siento, Telmo. Tú ya sabías que esto iba a acabar así. —Sonrió—.Pero todavía te quedan unas horas... ¿Quieres que subamos al dormitorio?
Vega sacudió la cabeza.
—Creo que esta noche iba a estar un tanto distraído. Pero sí aceptaría un cigarrillo.
Leonor cogió la cigarrera de plata que descansaba sobre la mesa y se la ofreció a Vega. Este tomó un cigarro emboquillado y lo encendió con un fósforo. Aspiró una profunda bocanada de humo y luego lo exhaló lentamente.
—¿Nos sentamos? —sugirió Leonor.
—Estoy bien así —contestó el policía.
Leonor cruzó los brazos y se apoyó contra la pared.
—Muy bien. Nos quedaremos los dos de pie. —Una pausa—. Ignoro lo que te pasa, Telmo, pero si piensas seguir así, me temo que la situación se acabará volviendo tan incómoda como aburrida.
Vega continuó fumando en silencio; necesitaba aquel cigarrillo más que ninguna otra cosa en el mundo. Al cabo de casi un minuto, levantó la mirada y contempló fijamente a Leonor.
—Debes sentirte muy satisfecha —dijo—. Has sido más lista que yo, muchísimo más lista.
—¿De qué estás hablando?
—Del modo en que me has manejado. Eres muy convincente contando mentiras. Me tragué que el asesino de los sellos era Yáñez-Borghese. Pero, ¿sabes?, el problema es que, finalmente, he encontrado a tu marido.
Leonor enarcó una ceja.
—¿Sí...? ¿Y dónde está?
Vega dio una última calada y arrojó la colilla al fuego que ardía en la chimenea.
—Supongo que bajo unos cuantos metros de tierra. Pero eso ya lo sabes, a fin de cuentas tú le mataste, ¿no es cierto? Hace dos meses, en el hotel Ritz de Barcelona.
Leonor permaneció unos segundos inexpresiva. Luego, inesperadamente, se echó a reír.
—Yo tenía razón, Tolmo; eres un buen sabueso —dijo, mientras se acomodaba en un sillón—. Te voy a confesar algo: Mario era para mí una especie de droga. Supongo que los hombres como él, jóvenes, guapos y elegantes, son un cebo irresistible para las mujeres que, como yo, se acercan peligrosamente a la mediana edad. El caso es que sentía auténtica necesidad de lo que Mario me daba. Incluso podría decir que le quería. Así que puedes imaginarte, Telmo, lo que supuso para mí su muertes. —Suspiró—. Pero los thulanos me avisaron del peligro que representaba Mario, de modo que me vi obligada a ordenar que lo eliminaran. ¿No hay un refrán que dice algo así como que el deber está antes que la devoción...?
—¡Los thulanos...! —exclamó Vega, exasperado—. ¿Todavía pretendes que me trague esa historia ridícula?
—Pero es la verdad, querido. —Sonrió Leonor—. Thule existe, y el correo del tiempo también.
El policía se encogió de hombros.
—Como quieras... El caso es que Mario Yáñez-Borghese no era el Coleccionista. Así que, ¿quién podía ser el asesino de los sellos...?
—¿Me equivoco si aventuro que me lo vas a decir...? —repuso Leonor, divertida.
Vega respiró profundamente.
—Tú eres el Coleccionista, Leonor. Hiciste que ese gorila tuyo matara a un comerciante de sellos llamado Roberto Bardasano, y luego a cinco de sus clientes: Indalecio Camarinas, Pedro Vergara, María Luisa Morales, Pascual López y Luis Carlos de Andrade.
Leonor comenzó a aplaudir alegremente.
—¡Bravo, bravo...! —exclamó, risueña—. El sagaz policía me ha descubierto. Y ahora, ¿qué vas a hacer, Telmo? ¿Entregarme a las autoridades...? —Enarcó una ceja—. El único problema reside en saber a qué autoridades me vas a entregar, ¿no te parece...?
Vega desvió la mirada.
—No voy a denunciarte —dijo—. Ya lo sabes...
—Entonces, ¿a qué has venido? ¿A demostrarme lo listo que eres...? No hacía falta, querido, ya sé que eres un buen policía, por eso te elegí. —Sonrió con ironía—. Pero no vengas ahora haciéndote el mártir. Nunca negué que te estaba utilizando— Tú lo sabías y, a cambio, recibiste lo que deseabas. —Cruzó a la vez los brazos y las piernas—. Mí objetivo era localizar los sellos de Thule y todo lo demás resultaba accesorio. Maté a mi marido, es cierto. Pero míralo desde tu propio punto de vista: Mario muerto sólo es un fascista menos. En cuanto a lo de Roberto Bardasano y sus cinco infortunados clientes... Bueno, no me gustó tener que matarlos, pero era necesario. Así conseguí dos de los sellos de Thule.
—Pero te falta el tercero...
—Exacto. Esa era tu misión: encontrar el sello azul de Thule. Y, lamento decirlo en estas circunstancias, pero lo cierto es que en eso has fracasado, querido.
Vega asintió débilmente. Con movimientos pausados, sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta, la abrió, extrajo el sello azul y se lo mostró a Leonor. Los ojos de la mujer se dilataron de asombro. Sin apartar la mirada del sello, se incorporó y avanzó unos pasos.
—¿Dónde lo has encontrado...? —murmuró.
—Eso no importa.
—Tienes razón, no importa. —Respiró profundamente—. ¿Me lo vas a dar...?
Vega sonrió con sarcasmo.
—Creo que no... ¿Sabes?, me parece que es la primera vez que domino la situación, y me gusta.
—¿Quieres oírme suplicar...? —dijo Leonor—. No tengo inconveniente. Pero se me ocurre algo mejor: si me entregas el sello, me ocuparé personalmente de sacarte de Madrid. Europa no va a ser un lugar muy seguro durante los próximos años, así que puedo trasladarte al país de Sudamérica que prefieras. Y también puedo ingresar un millón de dólares en una cuenta bancaria a tu nombre. Piénsalo, Telmo. Salvarías la vida y te convertirías en un hombre rico...
—¿Y todo por un sello falso...? —Vega se echó a reír—. Eres una mujer muy generosa. Pero sigues sin entender nada. No quiero irme de Madrid, no quiero salvar mi puñetera vida y no quiero, de ninguna manera, tu dinero.
—Entonces, ¿qué quieres.,.?
—Respuestas. —Vega encajó la mandíbula—. ¿Por qué has hecho todo esto? ¿Por qué son tan importantes para ti esos sellos?
Leonor cerró los ojos y se acarició la frente con gesto cansado.
—¿Tan difícil te resulta aceptar la existencia de Thule...? —Suspiró—. Supongo que sí... Pero es la única verdad, querido. Y lo cierto es que no tengo muchas ganas de contar de nuevo toda la historia. Créeme, siento que las cosas tengan que suceder así. —Míró por encima del hombro de Vega y dijo en inglés—:
Abby, remove the stamp from him.
Vega se dio la vuelta y contempló sorprendido cómo el gigantesco Abraham Lincoln Smith, encañonándole con una pistola, se aproximaba a él tranquilamente.
«¿Cómo es posible que un hombre tan grande haga tan poco ruido?», pensó Vega, mientras el guardaespaldas negro le quitaba el sello de entre los dedos y se lo entregaba a la mujer.
—Reconozco que me has impresionado —dijo Leonor, contemplando embelesada el sello de Thule—. Eres un gran profesional, Telmo. Debes sentirte orgulloso.
Vega todavía tenía su pistola en la funda del cinturón. Si aquel maldito negro dejara de mirarle un instante... Pero Abraham Lincoln Smith también era un buen profesional y bajo ningún concepto iba a quitarle la vista de encima.
—Y, ahora, ¿qué harás con los sellos? —preguntó Vega, intentando ganar algo de tiempo.
—Devolvérselos a sus legítimos propietarios —contestó Leonor—. Recuerda que esa gente del futuro son mis patronos.
Por primera vez, Vega tuvo la seguridad de que Leonor Hidalgo creía realmente en aquella historia demencial. Posiblemente estuviese loca de atar, pero era sincera: creía estar en contacto con personas de un futuro remoto que le mandaban cartas a través del tiempo...
—Hay algo que no entiendo —dijo Vega—. ¿Por qué recurriste a mí? ¿Por qué metiste a la policía en todo este asunto...?
—Fue un riesgo calculado. Conseguí localizar por mis propios medios dos de los sellos de Thule,pero me resultó imposible dar con el tercero. Entonces pensé que, ya que esos infortunados asesinatos habían puesto en marcha al aparato policial, ¿por qué no usarlo en mi propio beneficio?
—Y elegiste a un comisario de policía lo suficientemente estúpido como para dejarse manejarpor ti.
—Elegí al mejor policía que pude encontrar. —Mostró el sello—. Y ésta es la prueba de que no me equivoqué.
—Pero, ¿cómo estabas tan segura? —preguntó Vega, sin dejar de mirar de reojo al negro Abby—. Podía haber encontrado el sello y no decirte nada.
—Es cierto, consideré esa posibilidad. Por eso te he mantenido vigilado en todo momento. —Leonor se aproximó a la puerta del salón que daba al interior de la casa y la abrió. Dirigiéndose a alguien todavía invisible, dijo—: Ya puedes pasar, querido.
Instantes después, un hombre entró en la estancia.
—Hola, jefe... —dijo el recién llegado.
—¡Ángel...! —musitó Vega, contemplando estupefacto al inspector Navarro—. ¿Qué demonios haces aquí...?
Navarro se encogió de hombros, como disculpándose. Leonor le rodeó con un brazo la cintura. Mirando a Vega, dijo:
—¿No crees que se parece mucho a Ronald Colman?—Se apartó de Navarro—. Claro que no podía confiar a ciegas en ti, Telmo. Por eso decidí contar con otra persona de tu entorno. Alguien que me mantuviera informada de tus pesquisas.
Pero Vega apenas escuchaba las palabras de la mujer. Se limitaba a contemplar fijamente a Navarro, con incredulidad y tristeza, Ya ni siquiera pensaba en el modo de escapar de aquella encerrona. ¿Escapar...? ¿Para qué...? ¿Adónde...? Era como si la traición de Navarro le hubiese vaciado por completo, despojándole de sus últimas fuerzas.