Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online
Authors: Javier Negrete César Mallorquí
Tags: #Colección NOVA 83
—Un momento —le interrumpió Vega—. Las comunicaciones con Cataluña están cortadas...
Uribe sonrió.
—No totalmente. ¿Ha oído hablar de «Radio Quinta Columna«...? No, no me mire así, comisario. No soy un fascista. Ya se lo dije una vez: sólo soy un policía sin filiación política alguna. No molesto a los quintacolumnistas y ellos, de vez en cuando, me hacen algún que otro favor. Como, por ejemplo, permitirme usar sus medios de comunicación para obtener información del bando
nacional.
—Carraspeó—. En fin, le pedí a mi amigo que investigase la posible entrada de Yáñez-Borghese en España, y ahora acabo de recibir su contestación. —Respiró hondo—. Mario Yáñez-Borghese llegó a Barcelona el jueves 2 de febrero, a bordo del buque mercante
Maestrale
, de bandera italiana. Ese mismo día se entrevistó con algunos dirigentes de la Falange local y, después, procedió a instalarse en el hotel Ritz. —Uribe hizo una pausa—. Al día siguiente, cuando una de las camareras del hotel se disponía a limpiar la habitación, encontró, sobre la cama, el cadáver de Mario Yáñez-Borghese. Le habían matado de un disparo en el corazón.
Vega se puso bruscamente en pie.
—¡¿Qué...?! —Tragó saliva—. No puede ser, debe tratarse de una equivocación...
Uribe negó con la cabeza.
—Se comprobaron las huellas dactilares, comisario. Yáñez-Borghese fue asesinado en Barcelona durante la madrugada del 3 de febrero. Lo que significa que no puede ser el Coleccionista.
Vega, confuso, volvió a sentarse.
—¿Algo más, Uribe?—preguntó, tras una larga pausa.
—No, nada más... —Vaciló—. Los franquistas entrarán en Madrid esta noche, o mañana por la mañana, como muy tarde. ¿Qué piensa hacer, comisario...? La carretera a Levante todavía está abierta, aún puede huir.
Vega suspiró.
—¿Adónde...? No, ya no hay salvación posible para mí. —Se incorporó y le tendió la mano al inspector—. Gracias por todo, Uribe. Como siempre, has sido muy competente. Ahora vete a casa. Ya ha terminado todo.
Uribe estrechó la mano de Vega y comenzó a alejarse. Se detuvo en el umbral de la puerta.
—Buena suerte, comisario... —dijo, con una triste sonrisa. Luego se dio la vuelta y abandonó el despacho.
Vega, abstraído, tomó asiento de nuevo. Se sentía desconcertado, perdido. Durante todo aquel tiempo había seguido una pista falsa. Leonor Hidalgo estaba equivocada, su marido no era el asesino de los sellos.
¿Entonces, quién...?
Vega permaneció toda la mañana sentado frente a su escritorio, inmóvil, pensativo. Ni siquiera a la hora de comer abandonó el edificio de la Dirección General de Seguridad. Pero nada ocurrió, nadie vino a verle, ningún grupo armado intentó entrar por la fuerza en la sede central de la policía.
A las seis de la tarde, harto de aquella espera, Vega fue en busca de Navarro. No le encontró, la DGS estaba prácticamente vacía.
Incluso Navarro había huido, pensó Vega con amargura. Sin tan siquiera despedirse...
El comisario se puso el abrigo y salió a la calle. Observó cómo algunos reducidos grupos de hombres corrían furtivamente, pegados a los muros de las casas. El silencio era sobrecogedor.
Vega echó a andar sin rumbo fijo.
Quizá fue el azar, o el automatismo de una rutina adquirida, lo que le condujo al número 16 de la calle Mayor, el hogar de Isabel Bardasano.
La mujer estaba muy nerviosa. Sin atreverse a mirar a Vega, retorcía una y otra vez la manga izquierda de su chaqueta de lana.
—No es cosa mía, se lo juro comisario —dijo, con voz temblorosa—. Usted se ha portado muy bien con nosotros, y yo le estoy muy agradecida... Pero los vecinos han insistido
y...
bueno, me han pedido que le diga que no vuelva por aquí... —Bajó la mirada, avergonzada—. Le juro por la Virgen que por mí podría seguir viniendo, pero los vecinos... Los vecinos dicen que si le encuentran aquí, nos detendrán a todos...
Vega sonrió con cansancio.
—No se preocupe. Sólo quiero despedirme de su hijo. Será un momento, ¿le importa que entre a verle...?
Isabel dudó unos instantes. Luego suspiró con resignación.
—Claro que no, comisario —dijo, mientras abría del todo la puerta, franqueando el paso al policía—. Sí sólo es un momento...
Carlitos estaba tumbado en la cama, inmóvil, con la vista fija en algún punto indeterminado del techo. Isabel Bardasano permitió que el policía entrase en el dormitorio, pero ella no le siguió. Cerró la puerta, dejándole a solas con el niño, y se dirigió al salón, donde le aguardaba un montón de ropa que remendar.
Vega tomó asiento en el borde de la cama. Durante unos minutos contempló en silencio el rostro de Carlitos, tan serio, tan lejano. Luego inclinó la cabeza y ocultó la cara entre las manos. Hacía semanas que no dormía bien y ahora comenzaba a notar cómo un inmenso cansancio se apoderaba de él, convirtiendo en mantequilla sus músculos y llenándole la mente de brumas. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos. Contempló de nuevo al niño. Respiró profundamente.
—Vengo a despedirme, Carlos —dijo, con voz algo ronca—. Sabes, a veces los criminales ganan y los policías pierden. Ahora ha ocurrido así. He fracasado, no he conseguido detener al asesino de tu abuelo, de modo que ya no tengo nada que hacer aquí. Pero no te sientas culpable por no contarme lo que viste. Sé que no puedes, que tú también eres una víctima. —Suspiró—. Supongo que ni siquiera me oyes, así que es una estupidez que esté aquí, hablándote. Me queda muy poco tiempo y debería aprovecharlo haciendo alguna otra cosa, pero, la verdad, no se me ocurre qué... —Enarcó las cejas—. Quizá tendría que seguir buscando hasta el último minuto esos malditos sellos de Thule...
Vega interrumpió su monólogo al observar cómo la frente del niño se fruncía por unos instantes.
—Los sellos —murmuró el policía—. Tú has visto esos sellos, ¡verdad...?
La pupilas de Garlitos se movieron con rapidez de izquierda a derecha. Giró ligeramente la cabeza hacia un lado. Su respiración se tornó agitada. Vega sacó de un bolsillo la arrugada foto de los sellos de Thule. La sostuvo frente a los ojos del niño.
—Estos sellos estaban en la filatelia —dijo—. Es lo que buscaba el asesino de tu abuelo... y tú los has visto, ¿no es así?
De repente, Carritos gimió como un animal herido. Se incorporó bruscamente, apartando la mirada de la foto que le mostraba Vega, y se hizo un ovillo junto a la almohada, tapándose los ojos con las manos. Vega guardó la foto y se aproximó al niño.
—Perdona, perdona —susurró—. Te he asustado, lo siento... —Acarició la cabeza del muchacho—. No te preocupes, no voy a hacerte más preguntas... Tranquilízate... Ya ha pasado todo, nadie te va a hacer daño...
Vega abarcó con sus brazos el cuerpo tembloroso de Carlitos. Éste, asustado, intentó apartarse, pero, de pronto, tras una breve resistencia, se agarró con fuerza al cuello del policía y comenzó a sollozar.
Vega se recostó contra el cabezal de la cama, sosteniendo con suavidad al niño, que temblaba y gemía como un gorrión asustado.
—Calma, calma —decía Vega—. No pasa nada, ya ha acabado todo...
Pero el niño parecía no encontrar consuelo. Entonces, sin saber por qué, Vega recordó la nana que su madre le cantaba por las noches, hacía ya tantos años, cuando el viento soplaba fuerte en el páramo segoviano, impidiéndole dormir. Hacía mucho que había olvidado aquella nana y, en ese momento, no se detuvo a pensar que Carlitos era un niño demasiado mayor para las canciones de cuna. Sólo recordó la ternura y el sosiego que sentía cuando, de pequeño, oía cantar a su madre.
En voz muy baja comenzó a entonar las viejas palabras:
Pajarito que cantas
en la laguna
,no despiertes al niño
que está en la cuna.
Ea la nana, ea la nana
,duérmete mi lucero de la mañana...
Carlitos, con la cabeza apretada contra el pecho del policía, dejó de gemir, pero continuó temblando y llorando, ahora en silencio.
Vega comenzó a acunarle con suavidad, mientras repetía quedamente, una y otra vez, la misma canción.
Ea la nana, ea la nana
,duérmete mi lucero de la mañana...
El sol del atardecer se coló por las rendijas de la persiana, descubriendo el universo de polvo que flotaba en la atmósfera del dormitorio. El tiempo parecía haberse cristalizado. Reinaba un denso silencio, sólo roto por la quebrada voz del policía, entonando una antigua canción de cuna.
Vega caminaba por una ciudad en ruinas, desierta. No sabía dónde se encontraba ni qué hacía allí. Era de noche y la penumbra difuminaba el contorno de los edificios derruidos. A lo lejos, en el horizonte, se distinguía el intenso resplandor provocado por cientos de proyectores de aviación. El policía, como una mariposa arrebatada por la luz de una bombilla, marchaba inflexible hacía aquel fulgor voltaico. Sin embargo, no quería hacerlo, tenía miedo, porque, de algún modo, sabía que detrás de aquella claridad se agazapaba el oscuro rostro de la muerte. Pero Vega no podía detenerse y sus pies, con una autonomía letal, le arrastraban paso a paso hacia aquel muro de luz.
Entonces, se oyó una voz:
—Señor... ¿Me escucha...?
Vega miró en derredor, pero no vio a nadie. La voz sonó de nuevo.
—Señor, despierte, por favor...
Era la voz de un niño. De pronto, Vega notó cómo una mano le empujaba levemente el hombro. La ciudad en ruinas osciló y comenzó a desvanecerse. El policía se precipitó a un pozo oscuro.
Sobresaltado, abrió los ojos. Durante unos segundos experimentó una intensa desorientación. Luego se dio cuenta de que continuaba en casa de los Bardasano. Debía de haberse quedado dormido...
—¿Ya está despierto, señor...?
Vega giró la cabeza, todavía algo atontado por el sueño, y vio a Carlitos, de pie, junto a él, con su pijama raído y remendado, mirándole fijamente.
—¡Carlos...! —exclamó el policía, súbitamente espabilado.
El niño, sin decir nada, se dirigió a un rincón del dormitorio. Vega, todavía sentado en la cama, le vio ponerse de rodillas y tantear el suelo hasta encontrar lo que buscaba, una baldosa suelta que procedió a levantar. Debajo había un sobrecito de papel satinado. Carlitos lo cogió y puso de nuevo la baldosa en su sitio. Tras incorporarse, regresó al lado del policía y le tendió el sobre.
Vega lo tomó entre sus dedos. Permaneció unos segundos inmóvil, vacilante, como si temiera descubrir lo que ocultaba aquel papel doblado y engomado. Finalmente, abrió el pequeño sobre y observó lo que había en su interior.
Mobile quod movetur.
Un anciano alado leyendo un libro.
El sello azul de Thule.
—Lo escondí —dijo, débilmente el niño—. Por si volvía la gente mala.
—¿Qué gente mala...? —preguntó Vega, contemplando alternativamente al niño y al sello.
—Los que hicieron daño al abuelo...
Vega esbozó una sonrisa tranquilizadora.
—Descuida, no volverán —dijo. Tras una pausa, preguntó—: ¿Quieres hablar de lo que pasó?
—Bueno... —El niño se sentó en la cama, al lado del policía. Permaneció pensativo unos segundos y luego comenzó su relato—: Aquel día, mamá había salido de casa por la tarde. Yo me quedé con el abuelo, en la tienda. Estaba jugando en el cuarto que hay detrás del mostrador, cuando entraron el gigante y la mujer y empezaron a hacerle preguntas al abuelo, y luego cerraron la tienda, y le gritaron al abuelo, y le pegaron mucho...
—Un momento, un momento —le interrumpió Vega, el corazón súbitamente acelerado—. Has dicho que entraron un gigante y una mujer... ¿Cómo eran?
—El gigante era negro y calvo, muy fuerte —dijo, seriamente, Carlitos—. Y la mujer era muy guapa. Vestía como las señoras que salen en las películas...
Vega inclinó la cabeza y suspiró.
Una mujer y un gigante. Leonor Hidalgo y Abraham Lincoln Smith, su guardaespaldas negro. Vega tuvo que admitir que era realmente gracioso el modo en que se habían burlado de él. Aquella mujer le había manejado a su antojo durante todo el tiempo, como a una marioneta, como al imbécil que en aquel momento se sentía. Rompió a reír.
—¿Le pasa algo, señor...?—preguntó el niño.
Vega, incapaz de contener las carcajadas, negó con la cabeza. Al cabo de un rato, cuando concluyó aquel ataque de hilaridad, dijo:
—No crezcas, Carlos. Los adultos somos completamente estúpidos. Creemos que nos dedicamos a cosas muy serias, cuando no hemos hecho otra cosa que cambiar unos juguetes por otros. —Se enjugó los ojos con la manga de la chaqueta—. Perdona, me reía de mí mismo... ¿Qué es lo que buscaban el gigante y la mujer? Los tres sellos de Thule, ¿no...?
—Sí... Pero el abuelo ya había vendido dos. Les dio una lista de clientes y les dijo quiénes creía que podían haberlos comprado.
—¿Y el tercer sello?
Los ojos de Carlitos se ensombrecieron.
—El abuelo no sabía dónde estaba.
—Pero ahora lo tienes tú...
—Es que... —El niño parecía de nuevo al borde del llanto—. Es que yo... yo se lo había cogido. El abuelo tenía tres sellos casi iguales, y eran muy bonitos, y yo le cogí uno, y...
—Tranquilo, tranquilo... —Vega le pasó un brazo por los hombros—. Eso ya no importa. Vamos a ver si adivino lo que pasó: tu abuelo les dijo que había perdido el tercer sello, y ellos no le creyeron. Entonces le ataron a una silla y comenzaron a pegarle. Luego, tu pobre abuelo murió, y el gigante y la mujer comenzaron a registrar la tienda. ¿Qué hiciste tú?
—Tenía muchísimo miedo. No sabía qué hacer, ni dónde meterme, entonces me acordé de la trampilla que da a la carbonera.
—Y te escondiste allí.
—Sí. Y me quedé muy quieto y muy callado, para que no me encontraran.
—Tan quieto y tan callado que luego, cuando se fueron, no podías moverte ni hablar. ¿Recuerdas alguna cosa de lo que pasó después?
—No... Bueno, sí. Recuerdo que saqué ese sello de mí álbum y lo escondí bajo la baldosa. Y también recuerdo a alguien que me contaba historias. Creo que era usted...
Vega asintió y contempló de nuevo el sello de Thule. Parecía mentira que algo tan insignificante hubiera sido la causa de tanto dolor. El policía sacó do un bolsillo su placa de la Dirección General de Seguridad. La sopesó unos instantes, pensativo, y luego se la ofreció al niño.