Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online
Authors: Javier Negrete César Mallorquí
Tags: #Colección NOVA 83
La sombra quedó tendida sobre el suelo. Inmóvil. Silenciosa. En la oscuridad eterna de aquel mundo oculto en la megalópolis, sólo los fantasmas se atrevían a salir después del toque de queda, sólo el sonido de alguna música Hitchk proveniente de algún local sucio y maloliente se aventuraba a romper el silencio, sólo la Luna asomaba su rostro plateado, de vez en cuando, con pena, con miedo.
Le dolía la cabeza. Le dolía mucho la cabeza. Sentía unos fuertes aguijonazos que martirizaban sus sienes, golpeándolas como martillos de un enorme compresor «Boum, boum ». Transpiraba. Se sentía sucio y abrasando. La cabeza le daba vueltas y tenía una extraña sensación en el estómago que ascendía por su esófago, ardiente, con ganas de ser devuelta al exterior. Le dolían todos los músculos, pero aun así, consiguió incorporarse. ¿Dónde diablos estaba? Olía a podredumbre, a muerte. Todo a su alrededor estaba a oscuras. ¿Qué le sucedía? Casi no podía recordar. Sí, sí recordaba que él era un Obrero Clase I, especializado en control informático, de las empresas Ingent S.L. Sí, eso lo recordaba. También... el dolor de cabeza le torturaba. Se apoyó en un muro de ladrillo antiguo. ¿Dónde estaba, por Dios? Vio el Empire, alzándose imponente desde el suelo, como un monolito de recuerdos. Estaba en los barrios Medianoche. Tembló. Un escalofrío recorrió su columna vertebral hasta erizarle el cabello de la nuca. Pero no de miedo. Tenía frío, y sin embargo, si no recordaba mal, estaban en abril. Los dientes comenzaron a castañetearle y, a pesar de ello, sentía su sudor creando diminutas gotas sobre su frente que resbalaban por sus sienes. Tenía frío y abrasaba. Tenía fiebre. No podía quedarse allí. Intentó pensar, pero su cerebro estaba embotado por el delirio. Le habían secuestrado, sí, eso había sido. Él se dirigía hacia su hogar, en Holland Tunnel, cerca del Soho, andando, pues el centro de las empresas Ingent, donde trabajaba, se encontraba muy cerca de su casa. Y entonces, intentó visionar... era difícil... sus manos temblaban... un automóvil se había detenido frente a él y... se había abierto una puerta. Un empujón, un aguijonazo en su cuello, y el sueño, que le había sumido como en una contaminante nube, en la inconsciencia y en el olvido. Intentó recordar algo más pero, en ese momento, el aguijonazo que sentía en sus sienes se transformó en algo profundo, doloroso como la picadura venenosa de un escorpión, como una astilla helada atravesándole el encéfalo. Dejó de recordar. Cesó el dolor. Había sido programado para olvidar. Maldijo su suerte. Debía salir de allí. Miró hacia el cielo. La Luna le saludó.
Tenía un problema. Tenía fiebre, estaba muy enfermo, era de noche, el toque de queda seguramente ya había sido dado y se encontraba en mitad de los barrios Medianoche. Pero no podía quedarse allí. Comenzó a andar, esforzándose en cada paso, dominando sus músculos para que obedecieran a sus neuronas, y se dirigió hacia su destino. Se llamaba William Domson, era un Obrero Clase I, especializado en control informático. Y su único destino era la muerte.
Se dejó caer sobre el suelo, arrastrando su espalda por lo que había sido la entrada de un enorme edificio de apartamentos. Una farola halógena titilaba a escasos metros de donde se encontraba, sumiéndole en una intermitente sombra. Había vomitado dos calles más atrás, y su estómago parecía poseído por extraños seres demoníacos que le mordían las entrañas. Se pasó el brazo de su mono gris, sucio y roto, por la frente y sintió el ardor a través de la tela. Necesitaba ayuda, si no la conseguía pronto, moriría. El dolor le atenazaba las cuencas de los ojos y parecía aprisionarle la cabeza en una prensa de hierro forjado. Se le nublaba la visión, y sus músculos parecían no querer obedecerle. De pronto, sus oídos parecieron escuchar ruido.
No, no era ruido, era música, había cierto ritmo en aquellos sonidos discordantes y casi aleatorios. Debía ser algún bar. Vio entonces, al fondo de la calle, una enorme puerta, de la cual surgía luz y humo, como de la boca de un enorme dragón. Un par de personas acababa de salir, y la música se intensificó hasta desaparecer nuevamente cuando la puerta volvió a cerrarse con un gemido mecánico. Debía arriesgarse. No sabía quiénes podían estar allí, a aquellas horas de la noche, bajo el toque de queda, divirtiéndose en una discoteca, arriesgando sus vidas, a no ser que tuvieran poco que perder. Pero debía intentarlo.
Tenía sed. Sentía su boca densa, su lengua hinchada, le ardía la garganta. Necesitaba beber algo. Se levantó como pudo y andando como un zombi acabado de surgir de una tumba profunda y abismal tras largos años de espera, se acercó hasta el local, hacia su muerte.
Cuando, con un agónico sibilar eléctrico, la compuerta de doble hoja se abrió, sintió como si un enorme puñetazo le hubiese golpeado fuertemente la nariz. Olía a alcohol y humo, prohibidos fuera de los barrios Medianoche. Bajo aquel manto de ocio, se olía a podredumbre, a un hedor fétido de muerte y miseria, pero entró. La música surgía atronadora de los altavoces, cabalgando sobre la corriente eléctrica, con fuerza, destrozándole los oídos, golpeándole en la cabeza reciamente. Sus ojos vieron centenares de personas que se movían espasmódicamente al compás de aquel ritmo infernal, semiocultas por la oscuridad que reinaba en aquella cerrada atmósfera, demonios de un averno en la tierra que él nunca antes había tenido oportunidad de contemplar. El ruido de la música, demasiado alto, le mareaba. Vio a gente sentada en mesas, gentes de rostros esqueléticos, pálidos, extraños y malsanos, bebiendo, hablando, gritando, bailando, víctimas de la sociedad que el poder había creado.
Tenía mucha sed. Se dirigió a una barra larga, ocupada por excéntricos personajes que parecían observarle, que parecían fijar sus ojos en los suyos, en su aspecto, que parecían querer algo de él. Tuvo miedo. Era la fiebre. Nadie había reparado en él. Dos camareros atendían a los sedientos clientes borrachos de ocio y penurias. Uno de ellos, grueso, calvo, de dientes deteriorados por la suciedad y el alcohol, los ojos acuosos de pupilas dilatadas, efecto secundario de alguna droga de diseño, se acercó hasta él.
—¿Qué quieres, amigo?
Intentó hablar. Lo hubiese jurado ante un magistrado. Pero las palabras se adherían a su garganta, hinchada, dolorida, como si fueran moscas atrapadas en una tela de araña. Sus ojos parecían salírsele de las órbitas. No podía ser. ¡Había llegado hasta allí! Ahora no podía quedarse inmóvil, delante del maloliente camarero, con cara de estúpido, sin poder pronunciar unas simples palabras. El olor del tabaco impregnaba sus poros y sus cabellos, el sudor y el alcohol le abofeteaban con dureza. Tenía que pedir ayuda. Como fuera.
Agarrado a la barandilla de la barra con su brazo derecho para no caer, elevó el izquierdo haciendo un gesto para beber y sibiló entre sus labios la palabra «agua». Los sonidos se perdieron arrastrados por el poder de aquella música de moda. El efecto que consiguió, le sorprendió.
Con un movimiento rápido, casi imperceptible, el monstruoso camarero con problemas de obesidad extrajo una escopeta de repetición que tenía escondida bajo la barra, mientras el puro que colgaba de sus labios, apresado entre los dientes, realizaba funambulismo para no caer al suelo.
—¡Maldito hijo de perra Implantado! ¡Sal de mi bar, ahora mismo si no quieres que te vuele esa asquerosa cabeza!
Ahora sí, todos se fijaron en él. Por un momento, incluso tuvo la sensación de que la música se había detenido, mientras las miradas le acuchillaban, hiriéndole hasta lo más profundo de su ser.
Al hacer el gesto de querer beber con el brazo izquierdo, su mono, destrozado, había mostrado su bioprótesis electromecánica. Sí, era un Implantado, ¿Y qué? En su mundo eso nunca había sido un problema. En su mundo. Ahora se encontraba en un lugar diferente, regido por otras normas, fuera del toque de queda. No encontraría un policía que le ayudase. Allí no se acercaban los policías. Un escalofrío de terror ascendió por su nuca, deteniéndose unos momentos, posando unos dedos gélidos mortales sobre ella.
—Por favor... un poco de agua. Estoy... enfermo. —Era su última oportunidad.
El ciclópeo cañón de la escopeta se acercó a su frente, y pudo sentir el frío del metal sobre ella.
—¡Ya te lo he dicho, imbécil! ¡Por vuestra culpa muchos de nosotros no tenemos trabajo, fuera de aquí!
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vete, maldito Implantado! ¡Fuera! comenzaron a gritar todos.
En los albores del siglo XXI, la implantación de prótesis orgánicas de tejidos humanos era posible. De hecho fue la gran innovación que la ciencia tenía destinada a descubrir. Con el cultivo de células del propio individuo se podían crear órganos biocompatibles con el enfermo, sin riesgo a los efectos inmunológicos de rechazo que pudieran aparecer. Brazos, piernas, dedos, manos... de tejido vivo, cultivado o clonado, comenzaron a ser implantados quirúrgicamente. Pero llegó la crisis del 2029 y con ella las restricciones. La Seguridad Social no podía permitirse el lujo de intervenciones tan caras. Las bioprótesís se restringieron a la medicina privada, a los ricos, empresarios y personas influyentes que podían pagar nuevos órganos, mientras que el resto de los individuos debía conformarse con prótesis biomecánicas, con sistemas orgánicos de plástico, metal y hierro que los transformaban en «cyborgs». La historia volvió a repetirse en ese movimiento pendular típico y tópico que nos indica que la mentalidad humana nunca cambia, y si lo hace, es difícil que sea para mejor. El racismo ya no existió para los negros, ni para los chicanos o los gitanos, porque encontró una nueva vía de expansión, desplazándose hacia aquella nueva especie de humanos cuyas prótesis cibernéticas les proporcionaba ciertas ventajas en algunos trabajos de riesgo. Podían tratar con ácidos con mayor facilidad, tenían mayor fuerza, eran buscados por los empresarios de las industrias pesadas, eran odiados por el resto de los hombres. Los cyborgs ya no eran personas, eran simplemente... Implantados. Y ello dio inicio al mercado negro de órganos. Las operaciones quirúrgicas eran fáciles de realizar, se podía hacer de todo: cambiar corazones, pulmones, hígados, brazos, piernas... Pero se necesitaban órganos. Sí, se podían realizar cultivos celulares, se podían «crear» tejidos y nuevos órganos, pero ello era muy caro y conllevaba tiempo. Aparecieron los «Degolladores». Hay quien dice que eran pagados por el mismo Gobierno, otros aseguraban que había empresas muy influyentes detrás de ellos e introducidas directamente en el tráfico de órganos, pero fuera quien fuese, las víctimas eran siempre los Implantados. Cuando se necesitaba realizar una operación, y no había tiempo pero sí dinero, los poderosos se ponían en contacto con el Suministrador, y éste con sus colaboradores, los Degolladores. Los Implantados comenzaron a ser perseguidos, como lo habían sido los cristianos durante la época del poder del Imperio romano. Sus órganos eran buenos para los ricos y, a la vez, mataban dos pájaros de un mismo disparo, librándose de una plaga de miserables. El Gobierno creaba a los Implantados, y los mismos poderosos se encargaban de eliminarlos. Un círculo de muerte.
—Démosle una paliza —dijo un tipo alto, negro, con la cabeza rasurada, que vestía una enorme túnica marrón—. ¡Que se enteren de una vez de que son una raza paria, apátrida!
—¡Sí! ¡Sí! ¡Démosle una paliza! ¡Vamos! —corearon todos. Comenzaron a cerrar un círculo entorno a Domson. Brillaron algunos cuchillos de caza, se vieron algunas pistolas.
Supo que debía huir, pero no podía resistirse. Tosió. Hubo alguien que se apartó. La música le estaba volviendo loco. Estaba enfermo, muy enfermo. Tenía sed.
—¡A por él! —gritó una muchacha con el pelo naranja caído sobre su rostro, a través del cual apenas se veían sus ojos.
—¡Alto! —gritó por encima de la música una voz grave y potente. Entre los que le rodeaban apareció un hombre alto, musculoso, de rostro cuadrado y mandíbulas prominentes. Su tez era pálida, y llevaba el pelo peinado hacia atrás, de color azul metálico. Vestía de negro. Pantalones, camisa, chaleco y gabán, negros como la oscuridad de las almas de los que había en aquel local. Llevaba abrazada por la cintura a una chica joven, delgada pero atlética y muy bonita. Su pelo era largo y caía sobre sus hombros como una cascada de carbón y azabache. Sus grandes ojos oscuros le miraron fríamente. Sus labios, delgados, ni tan siquiera se movieron.
—¡Dale agua! —le rugió al camarero.
—¡Pero Lammor...! —refunfuñó el dueño del local.
Los ojos de aquel hombre se hundieron en los iris del camarero y éste, temblando, sirvió un vaso de agua que él mismo acercó al hombre enfermo, ahora caído sobre el suelo, de rodillas. La música había cesado.
Lammor se agachó y ayudó a incorporar al hombre.
—¿Qué le ocurre? —preguntó gravemente.
—No... no sé —consiguió decir liberado por unos momentos su ardor tras beber el agua, que le reconfortó. Se encontraba muy mareado.
—Te ayudaremos a llegar a su casa. —Miró a la chica y esta salió por la puerta trasera. Lammor pasó un brazo del hombre alrededor de su cuello y le ayudó a andar mientras salían del local. Se oyeron murmullos a sus espaldas, que pronto se acallaron.
Momentos después, desaparecieron entre la humareda y el ruido, que volvió a conquistar la existencia de aquellos muertos en vida.
—Tenemos una furgoneta —le dijo el hombre mirándole.
Domson quiso huir. Pero no pudo. No tenía fuerzas para hacerlo. Lammor no le gustaba. Sus ojos eran brasas candentes que parecían introducirse en su cerebro buscando, como una misteriosa sanguijuela que se alimentara de las almas humanas. Y sin embargo le estaba ayudando.
Achacó su paranoia a la fiebre.
—Está ardiendo. Deberíamos llevarle a un hospital. —Su voz, suave y levemente nasal, le tranquilizó.
Asintió con la cabeza.
—Mire, allí está Suzanne.
Le llevó, ágilmente, hacia la furgoneta de inducción electromagnética, que flotaba a unos veinte centímetros del suelo. Las puertas traseras estaban abiertas y la chica, que también vestía de negro, les esperaba. William Domson, Obrero Clase 1, miró hacia la oscuridad del cielo. Un anuncio flotante pasó lentamente sobre sus cabezas pidiendo el voto para un tal Francis Lawson. El anuncio proyectaba diversos vídeos de aquel hombre que se presentaba a la alcaldía de la ciudad de Nueva York, jugando con los niños, asistiendo a la inauguración de un museo... Domson sonrió. Había cosas que nunca cambiarían por muchas crisis o guerras que se produjesen. Un aeromóvil de la policía rastreó con su foco una porción de la calle Treinta y siete con un haz de luz lechoso que se perdió en la ciudad, fantasmagóricamente. Lammor aceleró el paso.