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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

Peter Pan (6 page)

Habían estado volando separados unos de otros, pero ahora se apiñaron junto a Peter. El comportamiento descuidado de éste había desaparecido por fin, le brillaban los ojos, les entraba un hormigueo cada vez que tocaban su cuerpo. Ya estaban encima de la temible isla, volando tan bajo que a veces un árbol les rozaba la cara.

No se veía nada horrendo en el aire, pero su marcha se había hecho lenta y penosa, igual que si estuvieran abriéndose paso a través de unas fuerzas hostiles. A veces se quedaban inmóviles en el aire hasta que Peter los golpeaba con los puños.

—No quieren que bajemos —les explicó.

—¿Quiénes? —susurró Wendy, estremeciéndose.

Pero él no lo sabía o no lo quería decir. Campanilla había estado durmiendo en su hombro, pero ahora la despertó y le hizo ponerse en vanguardia.

De vez en cuando se paraba en el aire, escuchando atentamente con una mano en la oreja y volvía a mirar hacia abajo con los ojos tan brillantes que parecían horadar dos agujeros en la tierra. Una vez hecho esto, seguía adelante de nuevo.

Su valor casi producía espanto.

—¿Queréis correr una aventura ahora —le preguntó a John muy tranquilo—, o preferís tomar el té primero?

Wendy dijo «el té primero» apresuradamente y Michael le apretó la mano agradecido, pero John, más valiente, titubeaba.

—¿Qué clase de aventura? —preguntó con cautela.

—Tenemos un pirata dormido en la pampa justo debajo de nosotros —le dijo Peter—. Si quieres, bajamos y lo matamos.

—No lo veo —dijo John tras una larga pausa.

—Yo sí.

—Imagínate que se despierta —dijo John con la voz algo ronca.

Peter exclamó indignado:

—¡No pensarás que lo iba a matar dormido! Primero lo despertaría y luego lo mataría. Es lo que siempre hago.

—¡Caramba! ¿Y matas muchos?

—Miles.

John dijo «estupendo», pero decidió tomar el té primero. Preguntó si había muchos piratas en la isla en esos momentos y Peter dijo que nunca había visto tantos.

—¿Quién es su capitán ahora?

—Garfio —contestó Peter y se le nubló la cara al pronunciar ese odiado nombre.

—¿
Jas
Garfio?
[3]

—Sí.

Entonces Michael se echó a llorar e incluso John sólo pudo hablar a trompicones, pues conocían la reputación de Garfio.

—Era el contramaestre de Barbanegra —susurró John roncamente—. Es el peor de todos ellos, el único hombre al que temía Barbacoa.

—Ése es —dijo Peter.

—¿Cómo es? ¿Es grande?

—No tanto como antes.

—¿Qué quieres decir?

—Le corté un pedazo.

—¡Tú!

—Sí, yo —dijo Peter con aspereza.

—No pretendía faltarte al respeto.

—Bueno, está bien.

—Pero, oye, ¿qué trozo?

—La mano derecha.

—¿Entonces ya no puede luchar?

—¡Vaya si puede!

—¿Es zurdo?

—Tiene un garfio de hierro en vez de la mano derecha y desgarra con él.

—¡Desgarra!

—Oye, John —dijo Peter.

—Sí.

—Di «sí, señor».

—Sí, señor.

—Hay algo —continuó Peter— que cada chico que está a mis órdenes tuvo que prometer y tú también debes hacerlo.

John se puso pálido.

—Es lo siguiente: si nos encontramos con Garfio en combate, me lo debes dejar a mí.

—Lo prometo —dijo John lealmente.

Por el momento se sentían menos aterrados, porque Campanilla estaba volando con ellos y con su luz podían verse los unos a los otros. Por desgracia no podía volar tan despacio como ellos y por eso tenía que ir dando vueltas y vueltas formando un círculo dentro del cual se movían como un halo. A Wendy le gustaba mucho, hasta que Peter le señaló el inconveniente.

—Me dice —dijo— que los piratas nos avistaron antes de que se pusiera oscuro y han sacado a Tom el Largo.

—¿El cañón grande?

—Sí. Y, por supuesto, deben de ver su luz y si se imaginan que estamos cerca seguro que abren fuego.

—¡Wendy!

—¡John!

—¡Michael!

—Dile que se vaya ahora mismo, Peter —exclamaron los tres al mismo tiempo, pero él se negó.

—Cree que nos hemos perdido —replicó fríamente—, y está bastante asustada. ¡No esperaréis que le diga que se vaya sola cuando tiene miedo! El círculo de luz se rompió momentáneamente y algo le dio a Peter un pellizquito cariñoso.

—Entonces dile —rogó Wendy— que apague la luz.

—No puede apagarla. Eso es prácticamente lo único que no pueden hacer las hadas. Se apaga sola cuando ella se duerme, igual que las estrellas.

—Entonces dile que duerma inmediatamente —casi le ordenó John.

—No puede dormir más que cuando tiene sueño. Es la única otra cosa que no pueden hacer las hadas.

—Pues me parece —gruñó John— que son las dos únicas cosas que vale la pena hacer.

Entonces se llevó un pellizco, pero no cariñoso.

—Si al menos uno de nosotros tuviera un bolsillo —dijo Peter— la podríamos llevar con él.

Sin embargo, habían salido con tantas prisas que ninguno de los cuatro tenía un solo bolsillo. Se le ocurrió una buena idea. ¡El sombrero de John!

Campanilla aceptaría viajar en sombrero si lo llevaban en la mano. John se hizo cargo de ello, aunque ella había tenido la esperanza de que la llevara Peter. Al poco rato Wendy cogió el sombrero, porque John decía que le daba golpes en la rodilla al volar y esto, como veremos, trajo dificultades, pues a Campanilla no le gustaba nada deberle un favor a Wendy.

En la negra chistera la luz quedaba completamente oculta y siguieron volando en silencio. Era el silencio más absoluto que habían conocido jamás, roto sólo por unos lametones lejanos, que según explicó Peter lo producían los animales salvajes al beber en el vado y también por un ruido rasposo que podrían haber sido las ramas de los árboles al rozarse, pero él dijo que eran los pieles rojas que afilaban sus cuchillos.

Incluso estos ruidos acababan por apagarse. A Michael la soledad le resultaba espantosa.

—¡Ojalá se oyera algún ruido! —exclamó.

Como en respuesta a su petición, el aire fue hendido por la explosión más tremenda que había oído en su vida. Los piratas les habían disparado con Tom el Largo.

El rugido resonó por las montañas y los ecos parecían gritar salvajemente:

—¿Dónde están, dónde están, dónde están?

De esta forma tan violenta descubrió el aterrorizado trío la diferencia entre una isla inventada y la misma isla hecha realidad.

Cuando por fin los cielos volvieron a quedar en calma, John y Michael se encontraron solos en la oscuridad. John caminaba en el aire mecánicamente y Michael, sin saber cómo flotar, estaba flotando.

—¿Te han dado? —susurró John temblorosamente.

—Todavía no lo he comprobado —susurró a su vez Michael.

Ahora sabemos que ninguno fue alcanzado. Sin embargo, Peter fue arrastrado por el viento del disparo hasta alta mar, mientras que Wendy fue lanzada hacia arriba sin otra compañía que la de Campanilla.

Las cosas le habrían ido bien a Wendy si en ese momento hubiera soltado el sombrero.

No sé si la idea se le ocurrió a Campanilla de repente, o si lo había planeado por el camino, pero el caso es que inmediatamente salió del sombrero y se puso a atraer a Wendy hacia su destrucción.

Campanilla no era toda maldad; o, más bien, era toda maldad en ese momento, pero, por otro lado, a veces era toda bondad. Las hadas tienen que ser una cosa o la otra, porque al ser tan pequeñas desgraciadamente sólo tienen sitio para un sentimiento por vez. No obstante, les está permitido cambiar, aunque debe ser un cambio total. Por el momento estaba celosísima de Wendy. Por supuesto, Wendy no entendía lo que le decía con su precioso tintineo y estoy convencido de que parte eran palabrotas, pero sonaba agradable y volaba hacia adelante y hacia atrás, queriendo decir claramente: «Sígueme y todo saldrá bien».

¿Qué otra cosa podía hacer la pobre Wendy? Llamó a Peter, a John y a Michael y lo único que obtuvo como respuesta fueron ecos burlones. Aún no sabía que Campanilla la odiaba con el odio feroz de una auténtica mujer. Y por eso, aturdida y volando ahora a trompicones, siguió a Campanilla hacia su perdición.

5
La isla hecha realidad

Al sentir que Peter regresaba, el País de Nunca Jamás revivió de nuevo. Deberíamos emplear el pluscuamperfecto y decir que había revivido, pero revivió suena mejor y era lo que siempre empleaba Peter.

Normalmente durante su ausencia las cosas están tranquilas. Las hadas duermen una hora más por la mañana, los animales se ocupan de sus crías, los pieles rojas se hartan de comer durante seis días con sus noches y cuando los piratas y los niños perdidos se encuentran se limitan a sacarse la lengua. Pero con la llegada de Peter, que aborrece el letargo, todos se ponen en marcha otra vez: si entonces pusierais la oreja contra el suelo, oiríais cómo la isla bulle de vida.

Esta noche, las fuerzas principales de la isla estaban ocupadas de la siguiente manera. Los niños perdidos estaban buscando a Peter, los piratas estaban buscando a los niños perdidos, los pieles rojas estaban buscando a los piratas y los animales estaban buscando a los pieles rojas. Iban dando vueltas y más vueltas por la isla, pero no se encontraban porque todos llevaban el mismo paso.

Todos querían sangre salvo los niños, a quienes les gustaba por lo general, pero esta noche iban a recibir a su capitán. Los niños de la isla varían, claro está, en número, según los vayan matando y cosas así y cuando parece que están creciendo, lo cual va en contra de las reglas, Peter los reduce, pero en esta ocasión había seis, contando a los Gemelos como si fueran dos. Hagamos como si nos echáramos aquí entre las cañas de azúcar y observémoslos mientras pasan sigilosamente en fila india, cada uno con la mano sobre su cuchillo.

Peter les tiene prohibido que se parezcan a él en lo más mínimo y van vestidos con pieles de osos cazados por ellos mismos, con las que quedan tan redondeados y peludos que cuando se caen, ruedan. Por ello han conseguido llegar a andar con un paso muy firme.

El primero en pasar es Lelo, no el menos valiente, pero sí el más desgraciado de toda esa intrépida banda. Había corrido menos aventuras que cualquiera de los demás, porque las cosas importantes ocurrían siempre justo cuando él ya había doblado la esquina; por ejemplo, todo estaba tranquilo y entonces él aprovechaba la oportunidad para alejarse y reunir unos palos para el fuego y cuando volvía los demás ya estaban limpiando la sangre. La mala suerte había dado una expresión de suave melancolía a su rostro, pero en lugar de agriarle el carácter se lo había endulzado, de forma que era el más humilde de los chicos. Pobre y bondadoso Lelo, esta noche te amenaza un peligro. Ten cuidado, no vaya a ser que se te ofrezca ahora una aventura, que, si la aceptas, te traiga un terrible infortunio. Lelo, el hada Campanilla, que esta noche está resuelta a provocar daños, está buscando un instrumento y piensa que tú eres el chico que más fácilmente se deja engañar. Cuidado con Campanilla.

Ojalá nos pudiera oír, pero nosotros no estamos realmente en la isla y él pasa de largo, mordisqueándose los nudillos. A continuación viene Avispado, alegre y jovial, seguido de Presuntuoso, que corta silbatos de los árboles y baila entusiasmado al son de sus propias melodías. Presuntuoso es el más engreído de los chicos. Se cree que recuerda los tiempos de antes de que se perdiera, con sus modales y costumbres y esto hace que mire a todo el mundo por encima del hombro. Rizos es el cuarto; es un pillo y ha tenido que entregarse tantas veces cuando Peter decía con severidad: «El que haya hecho esto que dé un paso al frente», que ahora ante la orden da un paso al frente automáticamente, lo haya hecho él o no. Los últimos son los gemelos, a quienes no se puede describir porque seguro que describiríamos al que no es. Peter no sabía muy bien lo que eran gemelos y a su banda no se le permitía saber nada que él no supiera, de forma que estos dos no eran nunca muy claros al hablar de sí mismos y hacían todo lo que podían por resultar satisfactorios manteniéndose muy juntos como pidiendo perdón.

Los chicos desaparecen en la oscuridad y al cabo de un rato, pero no muy largo, ya que las cosas ocurren deprisa en la isla, aparecen los piratas siguiendo su rastro. Los oímos antes de verlos y siempre es la misma canción terrible:

Jalad, izad, pongámonos al pairo,

al abordaje saltemos

y si un tiro nos separa,

¡allá abajo nos veremos!

Jamás colgó en hilera en el Muelle de las Ejecuciones (Muelle de Wapping donde eran ejecutados los marinos criminales) una banda de aire más malvado. Aquí, algo adelantado, inclinando la cabeza hacia el suelo una y otra vez para escuchar, con los grandes brazos desnudos y las orejas adornadas con monedas de cobre, llega el guapo italiano Cecco, que grabó su nombre con letras de sangre en la espalda del alcaide de la prisión de Gao. Ese negro gigantesco que va detrás de él ha tenido muchos nombres desde que dejara ése con el que las madres morenas siguen aterrorizando a sus hijos en las riberas del Guidjomo. He aquí a Bill Jukes, tatuado de arriba a abajo, el mismo Bill Jukes al que Flint, a bordo del Walrus, propinara seis docenas de latigazos antes de que aquél soltara la bolsa de
moidores
;
[4]
y Cookson, de quien se dice que era hermano de Murphy el Negro (aunque esto nunca se probó); y el caballero Starkey, en otros tiempos portero de un colegio privado y todavía elegante a la hora de matar; y Claraboyas (Claraboyas de Morgan); y Smee, el contramaestre irlandés, un hombre curiosamente afable que acuchillaba, como si dijéramos, sin ofender y era el único disidente
[5]
de la tripulación de Garfio; y Noodler, cuyas manos estaban colocadas al revés; y Robert Mullins y Alf Mason y muchos otros rufianes bien conocidos y temidos en el Caribe.

En medio de ellos, la joya más negra y más grande de aquel siniestro puñado, iba reclinado James Garfio, o, según lo escribía él, Jas. Garfio, del cual se dice que era el único hombre a quien el Cocinero
[6]
temía. Estaba cómodamente echado en un tosco carruaje tirado y empujado por sus hombres y en lugar de mano derecha tenía el garfio de hierro con el que de vez en cuando los animaba a apretar el paso. Como a perros los trataba y les hablaba este hombre terrible y como perros lo obedecían ellos. De aspecto era cadavérico y cetrino y llevaba el pelo en largos bucles, que a cierta distancia parecían velas negras y daban un aire singularmente amenazador a su amplio rostro. Sus ojos eran del azul del nomeolvides y profundamente tristes, salvo cuando le clavaba a uno el garfio, momento en que surgían en ellos dos puntos rojos que se los iluminaban horriblemente. En cuanto a los modales, conservaba aún algo de gran señor, de forma que incluso lo destrozaba a uno con distinción y me han dicho que tenía reputación de raconteur. Nunca resultaba más siniestro que cuando se mostraba todo cortés, lo cual es probablemente la mejor prueba de educación, y la elegancia de su dicción, incluso cuando maldecía, así como la prestancia de su porte, demostraban que no era de la misma clase que su tripulación. Hombre de valor indómito, se decía de él que lo único que lo atemorizaba era ver su propia sangre, que era espesa y de un color insólito. En su vestimenta imitaba un poco los ropajes asociados al nombre de Carlos II, por haber oído decir en un período anterior de su carrera que tenía un extraño parecido con los desventurados Estuardo y en los labios llevaba una boquilla de su propia invención que le permitía fumar dos cigarros a la vez. Pero indudablemente la parte más macabra de él era su garfio de hierro.

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