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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

Peter Pan (5 page)

—Ahí tienes, animal desconfiado —dijo, sin lamentar que Nana quedara desacreditada—, están perfectamente a salvo, ¿no? Cada angelito dormido en su cama. Escucha con qué suavidad respiran.

Entonces, Michael, envalentonado por su éxito, respiró tan fuerte que casi los descubren. Nana conocía ese tipo de respiración y trató de soltarse de las garras de Liza.

Pero Liza era dura de mollera.

—Basta ya, Nana —dijo con severidad, arrastrándola fuera de la habitación—. Te advierto que si vuelves a ladrar iré a buscar a los señores y los traeré a casa sacándolos de la fiesta y entonces, menuda paliza te va a dar el señor, ya verás.

Volvió a atar a la desdichada perra, ¿pero creéis que Nana dejó de ladrar? ¡Traer de la fiesta a los señores! Pero si eso era lo que quería exactamente. ¿Creéis que le importaba que le pegaran mientras sus tutelados estuvieran a salvo? Por desgracia Liza volvió a su «pudding» y Nana, viendo que no podía esperar ninguna ayuda de ella, tiró y tiró de la cuerda hasta que por fin la rompió. A los pocos instantes entraba corriendo en el comedor del número 27 y levantaba las patas, la forma más expresiva que tenía de dar un mensaje. El señor y la señora Darling supieron de inmediato que algo horrible sucedía en el cuarto de sus niños y sin despedirse de su anfitriona salieron a la calle.

Pero habían pasado diez minutos desde que los tres pillastres habían estado respirando detrás de las cortinas y Peter Pan puede hacer muchas cosas en diez minutos.

Volvamos ahora al cuarto de los niños.

—Todo en orden —anunció John, saliendo de su escondite—. Oye, Peter, ¿de verdad sabes volar?

En vez de molestarse en contestarle Peter voló por la habitación posándose al pasar en la repisa de la chimenea.

—¡Estupendo! —dijeron John y Michael.

—¡Encantador! —exclamó Wendy.

—¡Sí, soy encantador, pero qué encantador soy! —dijo Peter, olvidando los modales de nuevo.

Parecía maravillosamente fácil y lo intentaron primero desde el suelo y luego desde las camas, pero siempre iban hacia abajo en vez de hacia arriba.

—Oye, ¿cómo lo haces? —preguntó John, frotándose la rodilla. Era un chico muy práctico.

—Te imaginas cosas estupendas —explicó Peter—, y ellas te levantan por los aires.

Se lo volvió a demostrar.

—Lo haces muy rápido —dijo John—, ¿no podrías hacerlo una vez muy despacio?

Peter lo hizo despacio y deprisa.

—¡Ya lo tengo, Wendy! —exclamó John, pero pronto descubrió que no era así. Ninguno de ellos conseguía elevarse ni una pulgada, aunque incluso Michael dominaba ya las palabras de dos sílabas, mientras que Peter no sabía ni hacer la O con un canuto.

Claro que Peter les había estado tomando el pelo, pues nadie puede volar a menos que haya recibido el polvillo de las hadas. Por suerte, como ya hemos dicho, tenía una mano llena de él y se lo echó soplando a cada uno de ellos, con un resultado magnífico.

—Ahora agitad los hombros así —dijo—, y lanzaos.

Estaban todos subidos a las camas y el valiente Michael se lanzó el primero.

No tenía realmente intención de lanzarse, pero lo hizo e inmediatamente cruzó flotando la habitación.

—¡He volado! —chilló cuando aún estaba en el aire.

John se lanzó y se topó con Wendy cerca del cuarto de baño.

—¡Maravilloso!

—¡Estupendo!

—¡Miradme!

—¡Miradme!

—¡Miradme!

No tenían ni la mitad de elegancia que Peter, no podían evitar agitar las piernas un poco, pero sus cabezas tocaban el techo y no existe casi nada tan maravilloso como eso. Peter le dio la mano a Wendy al principio, pero tuvo que desistir, porque Campanilla se puso furiosa.

Arriba y abajo, vueltas y más vueltas. Divino era el calificativo de Wendy.

—Oye —exclamó John—, ¡¿por qué no salimos fuera?!

Por supuesto, era a esto a lo que Peter los había estado empujando.

Michael estaba dispuesto: quería ver cuánto tardaba en hacer un billón de millas. Pero Wendy vacilaba.

—¡Sirenas! —repitió Peter.

—¡Oooh!

—Y hay piratas.

—¡Piratas! —exclamó John, cogiendo su sombrero de los domingos—. Vámonos ahora mismo.

Justo en ese momento el señor y la señora Darling salían corriendo con Nana del número 27. Corrieron hasta el centro de la calle para mirar hacia la ventana del cuarto de los niños y, sí, seguía cerrada, pero la habitación estaba inundada de luz y, lo que era aún más estremecedor, en la sombra de la cortina vieron tres pequeñas siluetas en ropa de cama que daban vueltas y vueltas, pero no en el suelo, sino por el aire.

¡Tres siluetas no, cuatro!

Temblando, abrieron la puerta de la calle. El señor Darling se habría lanzado escaleras arriba, pero la señora Darling le indicó que fuera con más calma. Incluso trató de conseguir que su corazón se calmara.

¿Llegarán a tiempo al cuarto de los niños? Si es así, qué alegría para ellos y todos soltaremos un suspiro de alivio, pero no habrá historia. Por otra parte, si no llegan a tiempo, prometo solemnemente que todo saldrá bien al final.

Habrían llegado al cuarto de los niños a tiempo de no haber estado vigilándolos las estrellitas. Una vez más las estrellas abrieron la ventana de un soplo y la estrella más pequeña de todas gritó:

—¡Ojo, Peter!

Entonces Peter supo que no había tiempo que perder.

—Vamos —gritó imperiosamente y se elevó al momento en la noche seguido de John, Michael y Wendy.

El señor y la señora Darling y Nana se precipitaron en el cuarto de los niños demasiado tarde. Los pájaros habían volado.

4
El vuelo

La segunda a la derecha y todo recto hasta la mañana. Ése, según le había dicho Peter a Wendy, era el camino hasta el País de Nunca Jamás, pero ni siquiera los pájaros, contando con mapas y consultándolos en las esquinas expuestas al viento, podrían haberlo avistado siguiendo estas instrucciones. Es que Peter decía lo primero que se le ocurría.

Al principio sus compañeros confiaban en él sin reservas y eran tan grandes los placeres de volar que perdían el tiempo girando alrededor de las agujas de las iglesias o de cualquier otra cosa elevada que se encontraran en el camino y les gustara.

John y Michael se echaban carreras, Michael con ventaja. Recordaban con desprecio que no hacía tanto que se habían creído muy importantes por poder volar por una habitación.

No hacía tanto. ¿Pero cuánto realmente? Estaban volando por encima del mar antes de que esta idea empezara a preocupar a Wendy seriamente. A John la parecía que iban ya por su segundo mar y su tercera noche.

A veces estaba oscuro y a veces había luz y de pronto tenían mucho frío y luego demasiado calor. ¿Sentían hambre a veces realmente, o sólo lo fingían porque Peter tenía una forma tan divertida y novedosa de alimentarlos? Esta forma era perseguir pájaros que llevaran comida en el pico adecuada para los humanos y arrebatársela; entonces los pájaros los seguían y se la volvían a quitar y todos se iban persiguiendo alegremente durante millas, separándose por fin y expresándose mutuamente sus buenos deseos. Pero Wendy se percató con cierta preocupación de que Peter no parecía saber que ésta era una forma bastante rara de conseguir el pan de cada día, ni siquiera que había otras formas.

Ciertamente no fingían tener sueño, lo tenían y eso era peligroso, porque en el momento en que se dormían, empezaban a caer. Lo espantoso era que a Peter eso le parecía divertido.

—¡Allá va otra vez! —gritaba regocijado, cuando Michael caía de pronto como una piedra.

—¡Sálvalo, sálvalo! —gritaba Wendy, mirando horrorizada el cruel océano que tenían debajo. Por fin Peter se lanzaba por el aire y atrapaba a Michael justo antes de que se estrellara en el mar y lo hacía de una manera muy bonita, pero siempre esperaba hasta el último momento y parecía que era su habilidad lo que le interesaba y no salvar una vida humana. También le gustaba la variedad y lo que en un momento dado lo absorbía de pronto dejaba de atraerlo, de modo que siempre existía la posibilidad de que la próxima vez que uno cayera él lo dejara hundirse.

Él podía dormir en el aire sin caerse, por el simple método de tumbarse boca arriba y flotar, pero esto era, al menos en parte, porque era tan ligero que si uno se ponía detrás de él y soplaba iba más rápido.

—Sé más educado con él —le susurró Wendy a John, cuando estaban jugando al «Sígueme».

—Pues dile que deje de presumir —dijo John.

Cuando jugaban al Sígueme, Peter volaba pegado al agua y tocaba la cola de cada tiburón al pasar, igual que en la calle podéis seguir con el dedo una barandilla de hierro. Ellos no podían seguirlo en esto con excesivo éxito, de forma que quizás sí que fuera presumir, especialmente porque no hacía más que volverse para ver cuántas colas se le escapaban.

—Debéis ser amables con él —les inculcó Wendy a sus hermanos—. ¿Qué haríamos si nos abandonara?

—Podríamos volver —dijo Michael.

—¿Y cómo lograríamos encontrar el camino de vuelta sin él?

—Bueno, pues entonces podríamos seguir —dijo John.

—Eso es lo horrible, John. Tendríamos que seguir, porque no sabemos cómo parar.

Era cierto: Peter se había olvidado de enseñarles a parar. John dijo que si pasaba lo peor, todo lo que tenían que hacer era seguir adelante, ya que el mundo era redondo, de forma que acabarían por volver a su propia ventana.

—¿Y quién nos va a conseguir comida, John?

—Yo le saqué del pico un trocito a ese águila bastante bien, Wendy.

—Después de veinte intentos —le recordó Wendy—. Y aunque se nos llegara a dar bien la cuestión de conseguir comida, fijaos cómo nos chocamos con las nubes y otras cosas si él no está cerca para echarnos una mano.

Efectivamente, se iban chocando todo el tiempo. Ya podían volar con fuerza, aunque seguían moviendo demasiado las piernas, pero si veían una nube delante, cuanto más intentaban esquivarla, más certeramente se chocaban contra ella. Si Nana hubiera estado con ellos ya le habría puesto a Michael una venda en la frente.

Peter no estaba con ellos en ese momento y se sentían bastante desamparados allí arriba por su cuenta. Podía volar a una velocidad tan superior a la de ellos que de pronto salía disparado y se perdía de vista, para correr alguna aventura en la que ellos no participaban. Bajaba riéndose por algo divertidísimo que le había estado contando a una estrella, pero que ya había olvidado, o subía cubierto aún de escamas de sirena y sin embargo no sabía con seguridad qué había ocurrido. La verdad es que resultaba muy fastidioso para unos niños que nunca habían visto una sirena.

—Y si se olvida de ellas tan deprisa —razonaba Wendy—, ¿cómo vamos a esperar que se siga acordando de nosotros?

Efectivamente, a veces cuando regresaba no se acordaba de ellos, por lo menos no muy bien. Wendy estaba segura de ello. Veía cómo le brillaban los ojos al reconocerlos cuando estaba a punto de pararse a charlar un momento para luego seguir; en una ocasión incluso tuvo que decirle cómo se llamaba.

—Soy Wendy —dijo muy inquieta.

Él se sintió muy contrito.

—Oye, Wendy —le susurró—, siempre que veas que me olvido de ti, repite todo el rato «soy Wendy» y entonces me acordaré.

Como es lógico, aquello no era nada satisfactorio. Sin embargo, para enmendarlo les enseñó a tumbarse estirados sobre un viento fuerte que soplara en su dirección y esto supuso un cambio tan agradable que lo probaron varias veces y descubrieron que así podían dormir a salvo. Realmente habrían dormido más tiempo, pero Peter se aburría rápidamente de dormir y no tardaba en gritar con su voz de capitán:

—Aquí nos desviamos.

De modo que con algún que otro disgusto, pero en general con gran diversión, se fueron acercando al País de Nunca Jamás, y al cabo de muchas lunas llegaron allí y, lo que es más, resulta que habían estado viajando sin desviarse todo el tiempo, quizás no tanto debido a la dirección de Peter o de Campanilla como a que la isla los estaba buscando. Sólo así se pueden avistar esas mágicas orillas.

—Ahí está —dijo Peter tranquilamente.

—¿Dónde, dónde?

—Donde señalan todas las flechas.

En efecto, un millón de flechas doradas, enviadas por su amigo el sol, que quería que estuvieran seguros del camino antes de dejarlos por esa noche, indicaba a los niños dónde se hallaba la isla.

Wendy, John y Michael se pusieron de puntillas en el aire para echar su primer vistazo a la isla. Es extraño, pero todos la reconocieron al instante y mientras no los invadió el miedo la estuvieron saludando no como a algo con lo que se ha soñado mucho tiempo y por fin se ha visto, sino como a una vieja amiga con quien volvían para pasar las vacaciones.

—John, ahí está la laguna.

—Wendy, mira a las tortugas enterrando sus huevos en la arena.

—Oye, John, veo a tu flamenco de la pata rota.

—Mira, Michael, allí está tu cueva.

—John, ¿qué es eso que hay en la maleza?

—Es una loba con sus cachorros. Wendy, estoy seguro de que ése es tu lobezno.

—Ahí está mi barca, John, con los costados llenos de agujeros.

—No, no lo es. Pero si quemamos tu barca.

—Pues de todas formas lo es. Oye, John, veo el humo del campamento piel roja.

—¿Dónde? Enséñamelo y te diré por cómo se retuerce el humo si están en el sendero de la guerra.

—Allí, justo al otro lado del Río Misterioso.

—Ya lo veo. Sí, ya lo creo que están en el sendero de la guerra.

Peter estaba un poco molesto con ellos por saber tantas cosas, pero si quería hacerse el amo de la situación su triunfo estaba al caer, pues ¿no os he dicho que no tardó en invadirlos el miedo?

Llegó cuando se fueron las flechas, dejando la isla en penumbra.

Antes, en casa, el País de Nunca Jamás siempre empezaba a tener un aire un poco oscuro y amenazador a la hora de irse a la cama. Entonces surgían zonas inexploradas que se extendían, en ellas se movían sombras negras, el rugido de los animales de presa era muy distinto entonces y, sobre todo, uno perdía la seguridad de que iba a ganar. Uno se alegraba mucho de que las lamparillas estuvieran encendidas. Era incluso agradable que Nana dijera que eso de ahí no era más que la repisa de la chimenea y que el País de Nunca jamás era todo imaginación.

Por supuesto que el País de Nunca Jamás había sido una fantasía en aquellos días, pero ahora era real y no había lamparillas y cada vez estaba más oscuro y ¿dónde estaba Nana?

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