—Oh, George, ¿te acuerdas de que Michael me dijo de pronto: «Cómo me conociste, mamá?».
—¡Ya lo creo que me acuerdo!
—Eran muy buenos, ¿no crees, George?
—Y eran nuestros, nuestros y ahora ya no los tenemos.
El baile terminó al aparecer Nana y por mala fortuna el señor Darling se chocó con ella, llenándose los pantalones de pelos. No sólo eran pantalones nuevos, sino que además eran los primeros que tenía en su vida con trencillas y tuvo que morderse el labio para evitar las lágrimas. Como es lógico, la señora Darling lo cepilló, pero él volvió a decir que era un error tener a un perro de niñera.
—George, Nana es una joya.
—No lo dudo, pero a veces me da la desagradable impresión de que ve a los niños como si fueran perritos.
—Oh no, querido, estoy segura de que sabe que tienen alma.
—No sé yo —dijo el señor Darling pensativo—, no sé yo.
A su esposa le pareció que era la ocasión de hablarle del chiquillo. Al principio rechazó la historia con desdén, pero se quedó muy serio cuando ella le mostró la sombra.
—No es de nadie que yo conozca —dijo, examinándola cuidadosamente—, pero sí que tiene aire de pillastre.
—¿Te acuerdas? Todavía estábamos hablando de ello —dice el señor Darling—, cuando entró Nana con la medicina de Michael. Nana, nunca volverás a llevar el frasco en la boca y todo por mi culpa.
Siendo como era un hombre fuerte, no hay duda de que tuvo una actitud bastante tonta con lo de la medicina. Si alguna debilidad tenía, ésta era creer que toda su vida había tomado medicinas con valentía y por eso, en esta ocasión, cuando Michael rehuyó la cuchara que Nana llevaba en la boca, dijo en tono reprobador:
—Pórtate como un hombre, Michael.
—No quiero, no quiero —lloriqueó Michael de malos modos. La señora Darling salió de la habitación para ir a buscarle una chocolatina y al señor Darling le pareció que aquello era una falta de firmeza.
—Mamá, no lo malcríes —le gritó—. Michael, cuando yo tenía tu edad me tomaba las medicinas sin rechistar. Decía: «Gracias, queridos padres, por darme remedios para ponerme bien».
Él se creía de verdad que esto era cierto y Wendy, que ya estaba en camisón, también lo creía y dijo, para animar a Michael:
—Papá, esa medicina que tú tomas a veces es mucho peor, ¿verdad?
—Muchísimo peor —dijo el señor Darling con gallardía—, y me la tomaría ahora mismo para darte un ejemplo, Michael, si no fuera porque he perdido el frasco.
No lo había perdido exactamente: se había encaramado en medio de la noche a lo alto de un armario y lo había escondido allí. Lo que no sabía era que la fiel Liza lo había encontrado y lo había vuelto a colocar en el estante de su lavabo.
—Yo sé dónde está, papá —exclamó Wendy, siempre feliz por ser útil—. Te lo traeré.
Y salió corriendo antes de que pudiera detenerla. Al instante se le bajaron los humos de una forma curiosísima.
—John —dijo, estremeciéndose—, es un potingue asqueroso. Es esa cosa horrible, dulzona y pegajosa.
—Será cosa de un momento, papá —dijo John alegremente y entonces entró Wendy corriendo con la medicina en un vaso.
—Me he dado toda la prisa que he podido —dijo jadeando.
—Has sido maravillosamente rauda —contestó su padre, con una cortesía vengativa que a ella le pasó inadvertida.
—Primero Michael —dijo obstinado.
—Primero papá —dijo Michael, que era de natural desconfiado.
—Me voy a poner malo, ¿sabes? —dijo el señor Darling en tono amenazador.
—Vamos, papá —dijo John.
—Tú cállate, John —le espetó su padre. Wendy estaba muy desconcertada.
—Yo creía que no te costaba tomarla, papá.
—No se trata de eso —contestó él—. Se trata de que en mi vaso hay más que en la cuchara de Michael.
Su orgulloso corazón estaba a punto de estallar.
—Y eso no es justo; lo diría aunque estuviera a punto de dar mi último suspiro: eso no es justo.
—Papá, estoy esperando —dijo Michael con frialdad.
—Me parece muy bien que digas que estás esperando; yo también estoy esperando.
—Papá es un cobardica.
—Tú sí que eres un cobardica.
—Yo no tengo miedo.
—Tampoco tengo miedo yo.
—Pues entonces tómatela.
—Pues entonces tómatela tú.
Wendy tuvo una espléndida idea.
—¿Por qué no os la tomáis los dos a la vez?
—Claro —dijo el señor Darling—. ¿Estás preparado, Michael?
Wendy contó uno, dos, tres y Michael se tomó la medicina, pero el señor Darling se puso la suya detrás de la espalda.
Michael soltó un aullido de rabia y Wendy exclamó:
—¡Oh, papá!
—¿Qué quieres decir con eso de «Oh, papá»? —inquirió el señor Darling—. Deja de gritar, Michael. Me la iba a tomar, pero… fallé.
Era espantoso cómo lo miraban los tres, como si no lo admiraran.
—Escuchad todos —dijo en tono de súplica, tan pronto como Nana se hubo metido en el cuarto de baño—, se me acaba de ocurrir una broma estupenda. Pondré mi medicina en el tazón de Nana y se la beberá, creyendo que es leche.
Era del color de la leche, pero los niños no tenían el sentido del humor de su padre y lo miraron con reproche mientras vertía la medicina en el tazón de Nana.
—Qué divertido —dijo no muy convencido y ellos no se atrevieron a delatarlo cuando regresaron Nana y la señora Darling.
—Nana, perrita —dijo, dándole palmaditas—, te he puesto un poco de leche en el tazón, Nana.
Nana agitó la cola, corrió hasta la medicina y se puso a lamerla. Y luego, qué mirada le echó al señor Darling, no una mirada de rabia: le mostró el gran lagrimal rojo que nos hace apiadarnos tanto de los perros nobles y se metió arrastrándose en su perrera.
El señor Darling estaba avergonzadísimo de sí mismo, pero no cedió. En medio de un horrible silencio la señora Darling olisqueó el tazón.
—Pero George —dijo—, ¡si es tu medicina!
—Sólo era una broma —rugió él, mientras ella consolaba a los chicos y Wendy abrazaba a Nana.
—Pues sí que sirve de mucho —dijo él amargamente—, que yo me mate tratando de hacer gracias en esta casa.
Y Wendy seguía abrazando a Nana.
—Muy bien —gritó él—. ¡Mímala! A mí nadie me mima. ¡No, claro que no! Yo sólo soy el que trae el pan a esta casa, así que por qué habría que mimarme, ¡a ver por qué, por qué, por qué!
—George —le rogó la señora Darling—, no grites tanto, que ten van a oír los criados.
Por alguna razón habían adquirido la costumbre de llamar a Liza los criados.
—Pues que me oigan —contestó él sin miramientos—. Que me oiga el mundo entero. Pero me niego a dejar que ese perro siga haciéndose el amo del cuarto de mis niños una hora más.
Los niños se echaron a llorar y Nana corrió hasta él suplicante, pero él la apartó. Volvía a sentirse un hombre fuerte.
—Es inútil, es inútil —exclamó—, el lugar que te corresponde es el patio y allí es donde te voy a atar en este mismo instante.
—George, George —susurró la señora Darling—, recuerda lo que te he dicho sobre ese chiquillo.
Pero, ay, él no la escuchó. Estaba dispuesto a demostrar quién era el amo de esa casa y cuando las órdenes no consiguieron hacer salir a Nana de su perrera, la sacó engatusándola con dulces palabras y agarrándola bruscamente, la arrastró fuera del cuarto de los niños. Todo aquello se debía a su carácter demasiado afectuoso, que ansiaba ser objeto de admiración. Cuando la hubo atado en el patio trasero, el desdichado padre se fue y se sentó en el pasillo, apretándose los ojos con los nudillos.
Entretanto la señora Darling había metido a los niños en la cama en medio de un inusitado silencio y había encendido sus lamparillas de noche. Oían ladrar a Nana y John dijo lloriqueando:
—Es porque la está atando en el patio.
Pero Wendy era más perceptiva.
—Ése no es el ladrido de queja de Nana —dijo, sin sospechar lo que estaba a punto de ocurrir—, ése es el ladrido de cuando huele algún peligro.
¡Peligro!
—¿Estás segura, Wendy?
—Oh, sí.
La señora Darling se estremeció y se acercó a la ventana. Estaba bien cerrada. Miró hacia afuera y la noche estaba salpicada de estrellas. Estaban agrupándose alrededor de la casa, como si tuvieran curiosidad por ver lo que iba a pasar allí, pero ella no se dio cuenta de esto, ni de que una o dos de las más pequeñas le hacían guiños. No obstante, un miedo impreciso se apoderó de su corazón y le hizo exclamar:
—¡Ay, ojalá no tuviera que ir a una fiesta esta noche!
Incluso Michael, que ya estaba medio dormido, se dio cuenta de que estaba preocupada y preguntó:
—Mamá, ¿es que hay algo que nos pueda hacer daño, después de encender las lamparillas de noche?
—No, mi vida —dijo ella—. Son los ojos que una madre deja para proteger a sus hijos.
Fue de cama en cama cantándoles cosas bonitas y el pequeño Michael le echó los brazos al cuello.
—Mamá —exclamó—, estoy contento de tenerte.
Fueron las últimas palabras que le oiría pronunciar durante mucho tiempo.
El número 27 sólo estaba a unas cuantas yardas de distancia, pero había caído una ligera nevada y los padres Darling caminaron con cuidado para no mancharse los zapatos. Ya eran las únicas personas que había en la calle y todas las estrellas los observaban. Las estrellas son hermosas, pero no pueden participar activamente en nada, tienen que limitarse a observar eternamente. Es un castigo que les fue impuesto por algo que hicieron hace tanto tiempo que ninguna estrella se acuerda ya de lo que fue. Por ello, a las más viejas se les han puesto los ojos vidriosos y rara vez hablan (el parpadeo es el lenguaje de las estrellas), pero las pequeñas todavía sienten curiosidad. No es que sean realmente amigas de Peter, el cual tiene la traviesa costumbre de acercarse sigilosamente por detrás y tratar de apagarlas de un soplido, pero como les gusta tanto divertirse, esta noche se pusieron de su parte y estaban deseando que los mayores se quitaran de en medio. De modo que en cuanto la puerta del 27 se cerró tras el señor y la señora Darling hubo una conmoción en el firmamento y la más pequeña de todas las estrellas de la Vía Láctea gritó:
—¡Ahora, Peter!
Durante un rato después de que el señor y la señora Darling se fueran de la casa, las lamparillas que estaban junto a las camas de los tres niños siguieron ardiendo alegremente. Eran unas lamparillas encantadoras y habría sido de desear que pudieran haberse mantenido despiertas para ver a Peter, pero la lamparilla de Wendy parpadeó y soltó un bostezo tal que las otras dos también bostezaron y antes de cerrar la boca las tres se habían apagado.
Ahora había otra luz en la habitación, mil veces más brillante que las lamparillas y en el tiempo que hemos tardado en decirlo, ya ha estado en todos los cajones del cuarto de los niños, buscando la sombra de Peter, ha revuelto el armario y ha sacado todos los bolsillos. En realidad no era una luz: creaba esta luminosidad porque volaba de un lado a otro a gran velocidad, pero cuando se detenía un segundo se veía que era un hada, de apenas un palmo de altura, pero todavía en etapa de crecimiento. Era una muchacha llamada Campanilla, primorosamente vestida con una hoja, de corte bajo y cuadrado, a través de la cual se podía ver muy bien su figura. Tenía una ligera tendencia a engordar.
Un momento después de la entrada del hada la ventana se abrió de golpe por el soplido de las estrellitas y Peter se dejó caer dentro. Había llevado a Campanilla parte del camino y todavía tenía la mano manchada de polvillo de hada.
—Campanilla —llamó en voz baja, tras asegurarse de que los niños estaban dormidos—. Campanilla, ¿dónde estás?
En ese momento estaba en un jarro, disfrutando de lo lindo: no había estado en un jarro en su vida.
—Vamos, sal de ese jarro y dime, ¿sabes dónde han puesto mi sombra?
Un tintineo maravilloso como de campanas doradas le contestó. Ese es el lenguaje de las hadas. Los niños normales no lo oís nunca, pero si lo pudierais oír os daríais cuenta de que ya lo habíais oído en otra ocasión.
Campanilla dijo que la sombra estaba en la caja grande. Quería decir la cómoda y Peter se lanzó sobre los cajones, tirando lo que contenían al suelo con las dos manos, del mismo modo en que los reyes lanzan monedas a la muchedumbre. Al poco ya había recuperado su sombra y con el entusiasmo se olvidó de que había dejado a Campanilla encerrada en el cajón.
Lo único que pensaba, aunque no creo que pensara jamás, era que su sombra y él, cuando se juntaran, se unirían como dos gotas de agua y cuando no fue así se quedó horrorizado. Intentó pegársela con jabón del cuarto de baño, pero eso también falló. Un escalofrío recorrió a Peter, que se sentó en el suelo y se echó a llorar.
Sus sollozos despertaron a Wendy, que se sentó en la cama. No se alarmó al ver a un desconocido llorando en el suelo del cuarto, sólo sentía un agradable interés.
—Niño —dijo con cortesía—, ¿por qué lloras?
Peter también podía ser enormemente cortés, pues había aprendido los buenos modales en las ceremonias de las hadas y se levantó y se inclinó ante ella con gran finura. Ella se sintió muy complacida y lo saludó con elegancia desde la cama.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Wendy Moira Ángela Darling —replicó ella con cierta satisfacción—. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Peter Pan.
Ella ya estaba segura de que tenía que ser Peter, pero le parecía un nombre bastante corto.
—¿Eso es todo?
—Sí —dijo él con aspereza. Por primera vez le parecía que era un nombre algo corto.
—Cómo lo siento —dijo Wendy Moira Ángela.
—No es nada —masculló Peter.
Ella le preguntó dónde vivía.
—Segunda a la derecha —dijo Peter—, y luego todo recto hasta la mañana.
—¡Qué dirección más rara!
Peter se sintió desalentado. Por primera vez le parecía que quizás sí que era una dirección rara.
—No, no lo es.
—Quiero decir —dijo Wendy, recordando que era la anfitriona—, ¿es eso lo que ponen en las cartas?
Él deseó que no hubiera hablado de cartas.
—Yo no recibo cartas —dijo con desprecio.
—Pero tu madre recibirá cartas, ¿no?
—No tengo madre —dijo él. No sólo no tenía madre, sino que no sentía el menor deseo de tener una. Le parecía que eran unas personas a las que se les había dado una importancia exagerada. Sin embargo, Wendy sintió inmediatamente que se hallaba en presencia de una tragedia.