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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

Peter Pan (15 page)

Pero, ¿qué era aquello? Por el rabillo del ojo había visto la medicina de Peter colocada en una repisa al alcance de la mano. Adivinó lo que era al instante y al momento supo que el durmiente estaba en su poder.

Para que no lo cogiera con vida, Garfio llevaba encima un terrible veneno, elaborado por él mismo a partir de todos los anillos mortíferos que habían llegado a sus manos. Los había cocido hasta convertirlos en un líquido amarillo desconocido para la ciencia y que probablemente era el veneno más virulento que existía.

Echó entonces cinco gotas del mismo en la copa de Peter. Le temblaba la mano, pero era por júbilo y no por vergüenza. Mientras lo hacía evitaba mirar al durmiente, pero no por temor a que la pena lo acobardara, sino simplemente para no derramarlo. Luego le echó una larga y maliciosa mirada a su víctima y volviéndose, subió reptando con dificultad por el árbol. Al salir a la superficie parecía el mismísimo espíritu del mal surgiendo de su agujero. Colocándose el sombrero de lado de la forma más arrogante, se envolvió en la capa, sujetando un extremo por delante como para ocultarse de la noche, que estaba en su hora más oscura y, mascullando cosas raras para sus adentros, se alejó sigiloso por entre los árboles.

Peter siguió durmiendo. La luz vaciló y se apagó, dejando la vivienda a oscuras, pero él siguió durmiendo. No debían de ser menos de las diez por el cocodrilo, cuando se sentó de golpe en la cama, sin saber qué lo había despertado. Eran unos golpecitos suaves y cautelosos en la puerta de su árbol.

Suaves y cautelosos, pero en aquel silencio resultaban siniestros. Peter buscó a tientas su puñal hasta que su mano lo agarró. Entonces habló.

—¿Quién es?

Durante un buen rato no hubo respuesta; luego volvieron a oírse los golpes.

—¿Quién es?

No hubo respuesta.

Estaba sobre ascuas y le encantaba estar sobre ascuas. Con dos zancadas se plantó ante la puerta. A diferencia de la puerta de Presuntuoso ésta cubría la abertura, así que no podía ver lo que había al otro lado, como tampoco podía verlo a él quien estuviera llamando.

—No abriré si no hablas —gritó Peter.

Entonces por fin habló el visitante, con una preciosa voz como de campanas.

—Déjame entrar, Peter.

Era Campanilla y rápidamente le abrió la puerta. Entró volando muy agitada, con la cara sofocada y el vestido manchado de barro.

—¿Qué ocurre?

—¿A que no lo adivinas? —exclamó y le ofreció tres oportunidades.

—¡Suéltalo! —gritó él; y con una sola frase incorrecta, tan larga como las cintas que se sacan los ilusionistas de la boca, le contó la captura de Wendy y los chicos.

El corazón de Peter latía con furia mientras escuchaba. Wendy prisionera y en el barco pirata, ¡ella, a quien tanto le gustaba que las cosas fueran como es debido!

—Yo la rescataré —exclamó, abalanzándose sobre sus armas. Al abalanzarse se le ocurrió una cosa que podía hacer para agradarla. Podía tomarse la medicina.

Su mano se posó sobre la pócima mortal.

—¡No! —chilló Campanilla, que había oído a Garfio mascullando sobre lo que había hecho mientras corría por el bosque.

—¿Por qué no?

—Está envenenada.

—¿Envenenada? ¿Y quién iba a envenenarla?

—Garfio.

—No seas tonta. ¿Cómo podría haber llegado Garfio hasta aquí?

¡Ay! Campanilla no tenía explicación para esto, porque ni siquiera ella conocía el oscuro secreto del árbol de Presuntuoso. No obstante, las palabras de Garfio no habían dejado lugar a dudas. La copa estaba envenenada.

—Además —dijo Peter, muy convencido—, no me he quedado dormido.

Alzó la copa. Ya no había tiempo para hablar, era el momento de actuar y, con uno de sus veloces movimientos, Campanilla se colocó entre sus labios y el brebaje y lo apuró hasta las heces.

—Pero, Campanilla, ¿cómo te atreves a beberte mi medicina?

Pero ella no contestó. Ya estaba tambaleándose en el aire.

—¿Qué te ocurre? —exclamó Peter, asustado de pronto.

—Estaba envenenada, Peter —le dijo ella dulcemente—, y ahora me voy a morir.

—Oh, Campanilla, ¿te la bebiste para salvarme?

—Sí.

—Pero, ¿por qué, Campanilla?

Las alas ya casi no la sostenían, pero como respuesta se posó en su hombro y le dio un mordisco cariñoso en la barbilla. Le susurró al oído:

—Cretino.

Luego, tambaleándose hasta su aposento, se tumbó en la cama.

La cabeza de él llenó casi por completo la cuarta pared de su pequeña habitación cuando se arrodilló angustiado junto a ella. Su luz se debilitaba por momentos y él sabía que si se apagaba ella dejaría de existir. A ella le gustaban tanto sus lágrimas que alargó un bonito dedo y dejó que corrieran por él.

Tenía la voz tan débil que al principio él no pudo oír lo que le decía. Luego lo oyó. Le estaba diciendo que creía que podía ponerse bien de nuevo si los niños creían en las hadas.

Peter extendió los brazos. Allí no había niños y era por la noche, pero se dirigió a todos los que podían estar soñando con el País de Nunca Jamás y que por eso estaban más cerca de él de lo que pensáis: niños y niñas en pijama y bebés indios desnudos en sus cestas colgadas de los árboles.

—¿Creéis? —gritó.

Campanilla se sentó en la cama casi con viveza para escuchar cómo se decidía su suerte.

Le pareció oír respuestas afirmativas, pero no estaba segura.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Peter.

—Si creéis —les gritó él—, aplaudid. No dejéis que Campanilla se muera.

Muchos aplaudieron.

Algunos no.

Unas cuantas bestezuelas soltaron bufidos.

Los aplausos se interrumpieron de repente, como si incontables madres hubieran entrado corriendo en los cuartos de sus hijos para ver qué demonios estaba pasando, pero Campanilla ya estaba salvada. Primero se le fue fortaleciendo la voz, luego saltó de la cama y por fin se puso a revolotear como un rayo por la habitación más alegre e insolente que nunca. No se le pasó por la cabeza dar las gracias a los que creían, pero le habría gustado darles su merecido a los que habían bufado.

—Y ahora a rescatar a Wendy.

La luna corría por un cielo nublado cuando Peter salió de su árbol, cargado de armas y sin apenas nada más, para emprender su peligrosa aventura. No hacía el tipo de noche que él hubiera preferido. Había tenido la esperanza de volar, no muy lejos del suelo para que nada inusitado escapara a su atención, pero con aquella luz mortecina volar bajo habría supuesto pasar su sombra a través de los árboles, molestando así a los pájaros y notificando a un enemigo vigilante que estaba en camino.

Lamentaba que el haber puesto unos nombres tan raros a los pájaros de la isla les hiciera ahora ser muy indómitos y difíciles de tratar.

No quedaba más remedio que ir avanzando al estilo indio, en lo cual por fortuna era un maestro. Pero, ¿en qué dirección, ya que no estaba seguro de que los niños hubieran sido llevados al barco? Una ligera nevada había borrado todas las huellas y un profundo silencio reinaba en la isla, como si la Naturaleza siguiera aún horrorizada por la reciente carnicería. Había enseñado a los niños algo sobre cómo desenvolverse en el bosque que él mismo había aprendido por Tigridia y Campanilla y sabía que en medio de una calamidad no era probable que lo olvidaran. Presuntuoso, si tenía oportunidad, haría marcas en los árboles, por ejemplo, Rizos iría dejando caer semillas y Wendy dejaría su pañuelo en algún lugar importante. Pero para buscar estas señales era necesaria la mañana y no podía esperar. El mundo de la superficie lo había llamado, pero no lo iba a ayudar.

El cocodrilo pasó ante él, pero no había ningún otro ser vivo, ni un ruido, ni un movimiento; sin embargo sabía muy bien que la muerte súbita podía estar acechando junto al próximo árbol, o siguiéndole los pasos.

Pronunció este terrible juramento:

—Esta vez o Garfio o yo.

Entonces avanzó arrastrándose como una serpiente y luego, erguido, cruzó como una flecha un claro en el que jugaba la luna, con un dedo en los labios y el puñal preparado. Era enormemente feliz.

14
El barco pirata

Una luz verde que pasaba como de soslayo por encima del Riachuelo de Kidd, cercano a la desembocadura del río de los piratas, señalaba el lugar donde estaba el bergantín, el Jolly Roger, en aguas bajas: un navío de mástiles inclinados, de casco sucio, cada bao aborrecible, como un suelo cubierto de plumas destrozadas. Era el caníbal de los mares y apenas le hacía falta ese ojo vigilante, pues flotaba inmune en el terror de su nombre.

Estaba arropado en el manto de la noche, a través del cual ningún ruido procedente de él podría haber llegado a la orilla. Apenas se oía nada y lo que se oía no era agradable, salvo el zumbido de la máquina de coser del barco ante la cual estaba sentado Smee, siempre trabajador y servicial, la esencia de lo trivial, el patético Smee. No sé por qué resultaba tan inmensamente patético, a menos que fuera porque era tan patéticamente inconsciente de ello, pero incluso los hombres más aguerridos tenían que apartar la mirada de él apresuradamente y en más de una ocasión, en las noches de verano, había removido el manantial de las lágrimas de Garfio, haciéndolas correr. De esto, como de casi todo lo demás, Smee era totalmente inconsciente.

Unos cuantos piratas estaban apoyados en las bordas aspirando el malsano aire nocturno, otros estaban echados junto a unos barriles jugando a los dados y las cartas y los cuatro hombres agotados que habían transportado la casita yacían sobre la cubierta, donde incluso dormidos rodaban hábilmente de un lado a otro para apartarse de Garfio, no fuera a ser que les atizara maquinalmente un zarpazo al pasar.

Garfio pasaba ensimismado por la cubierta. Qué hombre tan insondable. Era la hora de su triunfo. Peter había sido apartado para siempre de su camino y todos los demás chicos estaban a bordo del bergantín a punto de ser pasados por la plancha. Era su hazaña más siniestra desde los tiempos en que venció a Barbacoa y sabiendo como sabemos lo vanidoso que es el hombre, ¿nos habríamos sorprendido si hubiera caminado por la cubierta con paso vacilante, henchido de la gloria de su éxito?

Pero en su paso no había júbilo, lo cual reflejaba el derrotero de su mente sombría. Garfio se sentía profundamente abatido.

Con frecuencia se sentía así cuando conversaba consigo mismo a bordo del barco en la quietud de la noche. Era porque estaba horriblemente solo. Este hombre inescrutable jamás se sentía tan solo como cuando estaba rodeado de sus perros. ¡Eran tan inferiores socialmente a él!

Garfio no era su auténtico nombre. Incluso en estos días revelar quién era en realidad provocaría un enorme escándalo en el país, pero como aquellos que leen entre líneas habrán adivinado ya, había asistido a un famoso colegio privado y las tradiciones de éste seguían cubriéndolo como ropajes, con los cuales efectivamente están muy relacionadas. Por ello aún le resultaba ofensivo subir a un barco con la misma ropa con que lo había capturado y todavía conservaba en su caminar el distinguido aire desgarbado de su colegio. Pero sobre todo conservaba el amor a la buena educación.

¡La buena educación! Por muy bajo que hubiera caído, todavía sabía que esto es lo que realmente cuenta.

Desde su interior oía un chirrido como de portalones oxidados y a través de ellos se oía un severo golpeteo, como martillazos en la noche que impiden dormir. Su eterna pregunta era: «¿Te has comportado hoy con buena educación?».

—La fama, la fama, brillante oropel, es mía —exclamaba él.

—¿Es realmente de buena educación sobresalir en algo? —replicaba el golpeteo de su colegio.

—Yo soy el único hombre a quien Barbacoa temía —insistía él—, y el propio Flint temía a Barbacoa.

—Barbacoa, Flint… ¿A qué casa pertenecen?
[11]
—era la cortante respuesta.

La idea más inquietante de todas era si no sería de mala educación pensar sobre la buena educación.

Se le revolvían las entrañas con este problema. Era una garra que llevaba dentro más afilada que la de hierro y mientras lo desgarraba, el sudor resbalaba por su rostro cetrino y le manchaba el jubón. A menudo se pasaba la manga por la cara, pero no había forma de detener el goteo.

Ah, no envidiéis a Garfio.

Le sobrevino un presentimiento sobre su pronto final. Era como si el terrible juramento de Peter hubiera abordado el barco. Garfio sintió el lúgubre deseo de pronunciar su último discurso, no fuera a ser que pronto ya no hubiera tiempo para ello.

—Habría sido mejor para Garfio —exclamó— haber tenido menos ambición.

Sólo en sus momentos más negros se refería a sí mismo en tercera persona.

—Los niños no me quieren.

Es curioso que pensara en esto, que antes jamás lo había preocupado: quizás la máquina de coser le diera la idea. Estuvo largo rato mascullando para sus adentros, contemplando a Smee, que cosía plácidamente, convencido de que todos los niños tenían miedo de él.

¡Que tenían miedo de él! ¡Miedo de Smee! No había un solo niño a bordo del bergantín esa noche que no le tuviera cariño ya. Les había dicho cosas espantosas y los había golpeado con la palma de la mano, porque no podía golpearlos con el puño, pero ellos simplemente se habían encariñado aún más con él. Michael se había probado sus gafas.

¡Decirle al pobre Smee que lo encontraban simpático! Garfio ardía en deseos de decírselo, pero le parecía demasiado brutal. En cambio, dio vueltas en la cabeza a este misterio: ¿por qué encuentran simpático a Smee? Rastreó el problema como el sabueso que era. Si Smee era simpático, ¿qué era lo que le hacía ser así? De pronto surgió una horrible respuesta: «¿Buena educación?».

¿Es que el contramaestre era bien educado sin saberlo, lo cual constituye la mejor educación?

Recordó que uno tiene que recordar que no sabe que se es así antes de poder optar a ser elegido como miembro del Pop.
[12]

Con un grito de rabia alzó su mano de hierro sobre la cabeza de Smee, pero no descargó el golpe. Lo que le retuvo fue esta reflexión: «¿Qué sería matar a un hombre porque es bien educado? ¡Mala educación!».

El infeliz Garfio se sentía tan impotente como sudoroso y cayó de bruces como una flor tronchada.

Al pensar sus perros que iba a estar fuera de circulación por un rato, la disciplina se relajó al instante y se pusieron a bailar como locos, cosa que lo reanimó al momento, sin un solo rastro de humana debilidad, como si le hubieran echado un cubo de agua encima.

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