—Que me cuelguen si entro ahí —replicó Starkey empecinado, y la tripulación lo volvió a apoyar.
—¿Así que un motín? —preguntó Garfio en un tono más agradable que nunca—. Y Starkey es el cabecilla.
—Piedad, capitán —gimoteó Starkey, ahora todo tembloroso.
—Choca esos cinco, Starkey —dijo Garfio, alargando la garra.
Starkey miró a su alrededor en busca de ayuda, pero todos lo abandonaron. Mientras retrocedía, Garfio avanzaba con la chispa roja en los ojos. Con un grito de desesperación el pirata saltó por encima de Tom el Largo y se precipitó en el mar.
—Cuatro —dijo Presuntuoso.
—Y ahora —preguntó Garfio cortésmente—, ¿hay algún otro caballero que quiera amotinarse?
Cogiendo un farol y alzando el garfio con gesto amenazador, dijo:
—Yo mismo sacaré a ese pajarraco —y entró corriendo en el camarote.
«Cinco». Cómo deseaba Presuntuoso decirlo. Se humedeció los labios para estar listo, pero Garfio salió tambaleándose, sin el farol.
—Algo ha apagado la luz —dijo un poco tembloroso.
—¡Algo! —repitió Mullins.
—¿Qué ha sido de Cecco? —preguntó Noodler.
—Está tan muerto como Jukes —dijo Garfio sucintamente.
Su poca gana de regresar al camarote produjo una mala impresión en todos ellos y los gritos rebeldes se dejaron oír de nuevo. Todos los piratas son supersticiosos y Cookson exclamó:
—Dicen que la mejor forma de saber si un barco está maldito es cuando hay una persona más a bordo de las que debería haber.
—Yo he oído decir —murmuró Mullins— que siempre acaba por subir a bordo de los barcos piratas. ¿Tenía cola, capitán?
—Dicen —dijo otro, mirando a Garfio con rencor—, que cuando llega lo hace con el aspecto del hombre más malvado de a bordo.
—¿Tenía garfio, capitán? —preguntó Cookson con insolencia y uno tras otro fueron repitiendo:
—El barco está maldito.
Ante esto los niños no pudieron evitar soltar una ovación. Garfio había poco menos que olvidado a sus prisioneros, pero al volverse ahora hacia ellos se le volvió a iluminar la cara.
—Muchachos —gritó a su tripulación—, tengo una idea. Abrid la puerta del camarote y metedlos dentro. Que luchen contra ese pajarraco para salvar su vida. Si lo matan, tanto mejor para nosotros; si él los mata a ellos tampoco hemos perdido nada.
Por última vez sus perros admiraron a Garfio y cumplieron fielmente sus órdenes. Metieron a empujones en el camarote a los chicos, que fingían resistirse, y les cerraron la puerta.
—Y ahora, a escuchar —gritó Garfio y todos escucharon. Pero ninguno se atrevía a mirar hacia la puerta. Sí, uno, Wendy, que durante todo este tiempo había estado atada al mástil. No estaba esperando ni un grito ni un graznido: esperaba la reaparición de Peter.
No tuvo que esperar mucho. En el camarote había encontrado lo que había ido a buscar: la llave que liberaría a los niños de sus grilletes y entonces todos avanzaron en silencio, con las armas que pudieron encontrar. Después de indicarles que se escondieran, Peter cortó las ataduras de Wendy y entonces nada les habría sido más fácil que salir volando todos juntos, pero había una cosa que impedía la marcha, un juramento: «Esta vez o Garfio o yo». De modo que cuando hubo liberado a Wendy, le susurró que se ocultara con los demás y él mismo ocupó su lugar en el mástil, envuelto en su capa para poder pasar por ella. Entonces tomó aliento con fuerza y soltó un graznido.
Para los piratas era una voz que proclamaba que todos los chicos yacían muertos en el camarote y se quedaron aterrorizados. Garfio intentó animarlos, pero como los perros en que los había convertido le enseñaron los dientes, supo que si ahora apartaba la vista de ellos se le echarían encima.
—Muchachos —dijo, dispuesto a engatusar o a golpear según hiciera falta, pero sin acobardarse ni por un instante—, lo he estado pensando. Hay un gafe a bordo.
—Sí —gruñeron ellos—, un tipo con un garfio.
—No, muchachos, no, es la niña. Jamás tuvo suerte un barco pirata con una mujer a bordo. Todo irá bien cuando ella se haya ido.
Algunos recordaron que eso había sido un dicho de Flint.
—Se puede intentar —dijeron no muy convencidos.
—Tirad a la niña por la borda —gritó Garfio y se abalanzaron sobre la figura envuelta en la capa.
—Ya nadie te puede salvar, mocita —siseó Mullins burlonamente.
—Sí que hay alguien —replicó la figura.
—¿Y quién es?
—¡Peter Pan el vengador! —fue la terrible respuesta y al hablar Peter se quitó la capa. Entonces todos supieron quién era el que los había estado aniquilando en el camarote y Garfio trató de hablar dos veces, y dos veces fracasó. Creo que en aquel espantoso momento le falló el valor.
—Abridlo en canal —gritó por fin, pero sin convicción.
—Vamos, chicos, a ellos —resonó la voz de Peter y en un momento el choque de las armas retumbaba por todo el barco. Si los piratas se hubieran mantenido agrupados es seguro que habrían ganado, pero el ataque se produjo cuando estaban todos dispersos y se pusieron a correr de un lado a otro, dando golpes a tontas y a locas, cada uno de ellos creyendo que era el último superviviente de la tripulación. Hombre a hombre eran los más fuertes, pero ahora sólo luchaban a la defensiva, lo cual permitía a los chicos cazar por parejas o elegir su presa. Algunos de los villanos saltaban al mar, otros se ocultaban en rincones oscuros, donde los descubría Presuntuoso, que no luchaba, sino que corría por todas partes con un farol con el que les iluminaba la cara, de forma que quedaban deslumbrados y se convertían en presa fácil para las espadas ensangrentadas de los otros chicos. Apenas se oía nada más que el choque de las armas, algún chillido o chapuzón que otro y la voz de Presuntuoso que contaba monótonamente cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once.
Creo que no quedaba ni uno cuando un grupo de chicos enardecidos rodeó a Garfio, que parecía tener más vidas que un gato, mientras los mantenía a raya en aquel círculo de fuego. Habían acabado con sus perros, pero parecía que ni todos juntos podían con aquel hombre solo. Una y otra vez se echaban contra él y una y otra vez limpiaba él un espacio a zarpazos. Había levantado a un chico con el garfio y lo estaba empleando como escudo cuando otro, que acababa de atravesar a Mullins con su espada, saltó en medio de la refriega.
—Envainad las espadas, chicos —gritó el recién llegado—, este hombre es mío.
De esta forma tan repentina se encontró Garfio cara a cara con Peter. Los demás retrocedieron y formaron un círculo a su alrededor.
Durante largo rato los dos enemigos se estuvieron mirando, Garfio estremeciéndose ligeramente y Peter con una sonrisa extraña en la cara.
—Bueno, Pan —dijo Garfio por fin—, así que todo esto es obra tuya.
—Sí, James Garfio —fue la severa respuesta—, todo esto es obra mía.
—Jovenzuelo vanidoso e insolente —dijo Garfio—, disponte a morir.
—Hombre oscuro y siniestro —contestó Peter—, defiéndete.
Sin mediar más palabras entraron en combate y durante un tiempo ninguna de las dos espadas llevó ventaja. Peter era un soberbio espadachín y paraba a una velocidad vertiginosa; de cuando en cuando combinaba una finta con una estocada que atravesaba la defensa de su enemigo, pero su menor envergadura no le hacía buen servicio y no conseguía hundir el acero. Garfio, apenas menos hábil que él, pero no tan diestro en el juego de la muñeca, lo obligaba a retroceder gracias al peso de sus embestidas, con la esperanza de terminar de golpe con todo mediante una de sus estocadas preferidas, que Barbacoa le había enseñado tiempo atrás en Río, pero ante su asombro descubría que esta estocada era desviada una y otra vez. Entonces trató de acercarse y dar el golpe de gracia con su garfio de hierro, que durante todo este tiempo había estado dando zarpazos al aire, pero Peter lo esquivó agachándose y, embistiendo con fuerza, lo hirió en las costillas. Al ver su propia sangre, cuyo peculiar color, como recordaréis, le resultaba repugnante, la espada cayó de la mano de Garfio y éste quedó a merced de Peter.
—¡Ahora! —gritaron todos los chicos, pero con un gesto magnífico Peter invitó a su adversario a recoger su espada. Garfio lo hizo al instante, pero con la trágica sensación de que Peter se estaba comportando con buena educación.
Hasta entonces había pensado que quien luchaba contra él era una especie de demonio, pero ahora lo asaltaron sospechas más siniestras.
—Pan, ¿quién y qué eres? —exclamó roncamente.
—Soy la juventud, soy la alegría —respondió Peter por decir algo—, soy un pajarillo recién salido del huevo.
Esto, claro está, no eran más que tonterías, pero le demostró al desdichado Garfio que Peter no tenía ni la más mínima idea sobre quién o qué era, lo cual es el colmo de la buena educación.
—En guardia —gritó desesperado.
Luchaba ahora como un látigo humano y cada golpe de aquella terrible espada habría partido en dos a cualquier hombre o muchacho que se hubiera puesto por delante, pero Peter revoloteaba a su alrededor como si el mismo viento que levantaba lo apartara de la zona de peligro. Y una y otra vez embestía y hería.
Garfio luchaba ya sin esperanza. Aquel pecho apasionado ya no pedía vivir, pero sí que anhelaba un solo favor: antes de enfriarse para siempre, ver a Peter haciendo gala de mala educación.
Abandonando la lucha corrió hasta la santabárbara y le prendió fuego.
—Dentro de dos minutos —gritó— el barco saltará en mil pedazos.
Ahora, pensó, ahora se verán los auténticos modales. Pero Peter salió de la santabárbara con la bomba en las manos y la tiró por la borda tranquilamente.
¿Qué clase de modales estaba mostrando el propio Garfio? Aunque era un hombre equivocado, podemos alegrarnos, sin simpatizar con él, de que al final fuera fiel a las tradiciones de su estirpe. Los demás chicos estaban volando ahora a su alrededor, burlándose con desprecio y mientras tropezaba por la cubierta lanzándoles estocadas impotentes, su mente ya no estaba con ellos: estaba ganduleando por los campos de juego de antaño, o recibiendo los elogios del director, o contemplando el partido desde una famosa pared.
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Y los zapatos eran correctos, el chaleco era correcto, la corbata era correcta y los calcetines eran correctos.
Adiós, James Garfio, personaje no sin heroísmo. Pues hemos llegado a sus últimos momentos.
Al ver a Peter que avanzaba despacio sobre él por el aire con el puñal dispuesto, saltó a la borda para tirarse al mar. No sabía que el cocodrilo lo estaba esperando, ya que paramos el reloj a propósito para evitarle este conocimiento: una pequeña muestra de respeto por nuestra parte al final.
Tuvo un triunfo final, que no creo que debamos quitarle. Mientras estaba de pie sobre la borda volviendo la vista hacia Peter, que flotaba por el aire, lo invitó con un gesto a que empleara el pie. Esto hizo que Peter le diera una patada en lugar de apuñalarlo.
Por fin Garfio había conseguido el favor que anhelaba.
—Eso es mala educación —gritó burlándose y cayó satisfecho hacia el cocodrilo.
Así pereció James Garfio.
—Diecisiete —proclamó Presuntuoso, pero no había llevado bien la cuenta. Quince pagaron el precio de sus crímenes aquella noche, pero dos alcanzaron la orilla: Starkey, que fue capturado por los pieles rojas, quienes lo convirtieron en niñera de todos sus niños, una triste humillación para un pirata, y Smee, quien en adelante se dedicó a vagabundear por el mundo con sus gafas, ganándose la vida precariamente contando que él era el único hombre a quien James Garfio había temido.
Wendy, lógicamente, había estado a un lado sin participar en la lucha, aunque contemplaba a Peter con ojos brillantes, pero ahora que todo había acabado volvió a cobrar importancia. Los alabó a todos por igual y se estremeció encantada cuando Michael le mostró el lugar donde había matado a uno y luego los llevó al camarote de Garfio y señaló su reloj, que estaba colgado de un clavo. ¡Marcaba «la una y media»!
Lo tarde que era resultaba casi lo mejor de todo. Os aseguro que los acostó en los camastros de los piratas bien deprisa; a todos menos a Peter, que estuvo paseando pavoneándose por la cubierta, hasta que por fin se quedó dormido junto a Tom el Largo. Esa noche tuvo una de sus pesadillas y lloró en sueños largo rato y Wendy lo abrazó muy fuerte.
Por la mañana, al dar las dos campanadas
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ya estaban todos en marcha, pues había mar gruesa y Lelo, el contramaestre, estaba entre ellos, con un cabo en la mano y mascando tabaco. Todos se pusieron ropas piratas cortadas por la rodilla, se afeitaron muy bien y subieron a cubierta, caminando con el auténtico vaivén de los marineros y sujetándose los pantalones.
No hace falta decir quién era el capitán. Avispado y John eran el primer y segundo oficiales. Había una mujer a bordo. Los demás servían como marineros y vivían en el castillo de proa. Peter ya se había atado al timón, pero llamó a todos a cubierta y les dirigió un breve discurso, en el que dijo que esperaba que todos cumplieran con sus obligaciones como unos valientes, pero que sabía que eran la escoria de Río y de la Costa de Oro y que si se insubordinaban los haría trizas. Sus bravuconas palabras eran el lenguaje que mejor entienden los marineros y lo aclamaron con entusiasmo. Luego se despacharon unas cuantas órdenes e hicieron virar el barco, poniendo rumbo al mundo real.
El capitán Pan calculó, después de consultar la carta de navegación, que si el tiempo continuaba así deberían arribar a las Azores hacia el 21 de junio, tras lo cual ganarían tiempo volando.
Algunos querían que fuera un barco honrado y otros estaban a favor de que siguiera siendo pirata, pero el capitán los trataba como a perros y no se atrevían a exponerle sus deseos ni siquiera con una propuesta colectiva. La obediencia instantánea era lo único sensato. Presuntuoso se llevó una docena de latigazos por parecer desconcertado cuando se le dijo que echara la sonda. La impresión general era que Peter era honrado sólo por el momento para acallar las sospechas de Wendy, pero que podría producirse un cambio cuando estuviera listo el traje nuevo, que, en contra de su voluntad, le estaba haciendo con algunas de las ropas más canallescas de Garfio. Se susurraba después entre ellos que la primera noche que se puso este traje estuvo largo tiempo sentado en el camarote con la boquilla de Garfio en la boca y todos los dedos apretados en un puño, menos el índice, que tenía curvado y levantado amenazadoramente como un garfio.