Alrededor de la valiente Tigridia había una docena de sus guerreros más resueltos y de pronto vieron a los pérfidos piratas que se les echaban encima. Cayó entonces de sus ojos el velo a través del cual habían contemplado la victoria. Ya no torturarían a nadie en el poste. Ahora los esperaba el paraíso de los cazadores. Lo sabían, pero se portaron como dignos hijos de sus padres. Incluso entonces tuvieron tiempo de agruparse en una falange que habría resultado difícil de romper si se hubieran levantado deprisa, pero esto no les estaba permitido por la tradición de su raza. Está escrito que el noble salvaje jamás debe expresar sorpresa en presencia del blanco. Aunque la repentina aparición de los piratas debía de haber resultado horrible para ellos, se quedaron quietos un momento, sin mover un solo músculo, como si el enemigo hubiera llegado por invitación. Y sólo entonces, habiendo mantenido la tradición valientemente, tomaron las armas y el aire vibró con el grito de guerra, pero ya era demasiado tarde.
No es nuestro cometido describir lo que más fue una matanza que una lucha. Así perecieron muchos de la flor y nata de la tribu de los piccaninnis. Pero no murieron sin ser en parte vengados, pues con Lobo Flaco cayó Alf Mason, que ya no volvería a perturbar el Caribe, y entre los que mordieron el polvo se encontraba Geo. Scourie, Chas. Turley
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y el alsaciano Foggerty. Turley cayó bajo el tomahawk del terrible Pantera, que finalmente se abrió paso entre los piratas con Tigridia y unos pocos que quedaban de la tribu.
Hasta qué punto tiene Garfio la culpa por su táctica en esta ocasión es algo que toca decidir a los historiadores. De haber esperado en la colina hasta la hora correcta probablemente sus hombres y él habrían sido destrozados y a la hora de juzgarlo es justo tener esto en cuenta. Lo que quizás debería haber hecho era informar a sus adversarios de que se proponía seguir un método nuevo. Por otra parte, esto, al eliminar el factor sorpresa, habría inutilizado su estrategia, de modo que toda la cuestión está sembrada de dificultades. Uno no puede al menos reprimir cierta admiración involuntaria por el talento que había concebido un plan tan audaz y por la cruel genialidad con que se llevó a cabo.
¿Cuáles eran sus propios sentimientos hacia sí mismo en aquel momento de triunfo? Mucho habrían deseado saberlo sus perros, cuando, mientras jadeaban y limpiaban sus sables, se agrupaban a una discreta distancia de su garfio y escudriñaban con sus ojos de hurón a este hombre extraordinario. En su corazón debía de latir el júbilo, pero su cara no lo reflejaba: siempre un enigma oscuro y solitario, estaba apartado de sus seguidores tanto en cuerpo como en alma.
La tarea de la noche aún no había terminado, pues no era a los pieles rojas a quienes había venido a destruir: éstos no eran más que las abejas que había que ahuyentar para que él pudiera llegar a la miel. Era a Pan a quien quería, a Pan, a Wendy y a su banda, pero sobre todo a Pan.
Peter era un niño tan pequeño que uno no puede por menos de extrañarse ante el odio de aquel hombre hacia él. Cierto, había echado el brazo de Garfio al cocodrilo, pero ni siquiera esto, ni la vida cada vez más insegura a la que esto condujo, debido a la contumacia del cocodrilo, explican un rencor tan implacable y maligno. Lo cierto es que Peter tenía un algo que sacaba de quicio al capitán pirata. No era su valor, no era su atractivo aspecto, no era… No debemos andarnos con rodeos, pues sabemos muy bien lo que era y no nos queda más remedio que decirlo. Era la arrogancia de Peter.
Esto le crispaba los nervios a Garfio, hacía que su garra de hierro se estremeciera y por la noche lo atosigaba como un insecto. Mientras Peter viviera, aquel hombre atormentado se sentiría como un león enjaulado en cuya jaula se hubiera colado un gorrión.
El problema ahora era cómo bajar por los árboles, o cómo hacer que bajaran sus perros. Los recorrió con ojos ansiosos, buscando a los más delgados. Ellos se removían inquietos, ya que sabían que no tendría el menor escrúpulo en empujarlos hacia abajo con una estaca.
Entretanto, ¿qué es de los chicos? Los hemos visto cuando el primer choque de armas, convertidos, como si dijéramos, en estatuas de piedra, boquiabiertos, apelando a Peter con los brazos extendidos y volvemos a ellos cuando sus bocas se cierran y sus brazos caen a los lados. El infernal estruendo de encima ha cesado casi tan repentinamente como empezó, ha pasado como una violenta ráfaga de viento, pero ellos saben que al pasar ha decidido su destino.
¿Qué bando había ganado?
Los piratas, que escuchaban con avidez ante los huecos de los árboles, oyeron cómo cada chico hacia esa pregunta y, ¡ay!, también oyeron la respuesta de Peter.
—Si han ganado los pieles rojas —dijo—, tocarán el tam-tam: ésa es siempre su señal de victoria.
Ahora bien, Smee había encontrado el tam-tam y en ese momento estaba sentado en él.
—Jamás volveréis a oír el tam-tam —masculló, aunque en tono inaudible, claro, ya que se había exigido estricto silencio.
Con asombro por su parte Garfio le hizo señas para que tocara el tam-tam y poco a poco Smee fue comprendiendo la horrenda maldad de la orden. El muy simple probablemente jamás había admirado tanto a Garfio.
Dos veces golpeó Smee el instrumento y luego se detuvo a escuchar regocijado.
—¡El tam-tam! —oyeron gritar a Peter los bellacos—. ¡Una victoria india!
Los desafortunados niños respondieron con un grito de júbilo que sonó como música en los negros corazones de arriba y casi al instante volvieron a despedirse de Peter. Esto desconcertó a los piratas, pero todos sus otros sentimientos estaban dominados por un regocijo malvado ante la idea de que el enemigo estaba a punto de subir por los árboles. Se sonrieron satisfechos los unos a los otros y se frotaron las manos. Rápido y en silencio Garfio dio sus órdenes: un hombre en cada árbol y los demás dispuestos en una fila a dos yardas de distancia.
Cuanto antes nos libremos de este espanto, mejor. El primero en salir de su árbol fue Rizos. Surgió de él y cayó en brazos de Cecco, que se lo lanzó a Smee, que se lo lanzó a Starkey, que se lo lanzó a Bill Jukes, que se lo lanzó a Noodler y así fue pasando de uno a otro hasta caer a los pies del pirata negro. Todos los chicos fueron arrancados de sus árboles de esta forma brutal y varios de ellos volaban por los aires al mismo tiempo, como paquetes lanzados de mano en mano.
A Wendy, que salió la última, se le dispensó un trato distinto. Con irónica cortesía Garfio se descubrió ante ella y, ofreciéndole el brazo, la escoltó hasta el lugar donde los demás estaban siendo amordazados. Lo hizo con tal donaire, resultaba tan enormemente
distingué
, que se quedó demasiado fascinada para gritar. Al fin y al cabo, no era más que una niña.
Quizás sea de chivatos revelar que por un momento Garfio la dejó extasiada y sólo la delatamos porque su desliz tuvo extrañas consecuencias. De haberse soltado altivamente (y nos habría encantado escribir esto sobre ella), habría sido lanzada por los aires como los demás y entonces Garfio probablemente no habría estado presente mientras se ataba a los niños y si no hubiera estado presente mientras se los ataba no habría descubierto el secreto de Presuntuoso y sin ese secreto no podría haber realizado al poco tiempo su sucio atentado contra la vida de Peter.
Fueron atados para evitar que escaparan volando, doblados con las rodillas pegadas a las orejas y para asegurarlos el pirata negro había cortado una cuerda en nueve trozos iguales. Todo fue bien hasta que llegó el turno de Presuntuoso, momento en que se descubrió que era como esos fastidiosos paquetes que gastan todo el cordel al pasarlo alrededor y no dejan cabos con los que hacer un nudo. Los piratas le pegaron patadas enfurecidos, como uno pega patadas al paquete (aunque para ser justos habría que pegárselas al cordel) y por raro que parezca fue Garfio quien les dijo que aplacaran su violencia. Sus labios se entreabrían en una maliciosa sonrisa de triunfo. Mientras sus perros se limitaban a sudar porque cada vez que trataban de apretar al desdichado muchacho en un lado sobresalía en otro, la mente genial de Garfio había penetrado por debajo de la superficie de Presuntuoso, buscando no efectos, sino causas y su júbilo demostraba que las había encontrado. Presuntuoso, blanco de miedo, sabía que Garfio había descubierto su secreto, que era el siguiente: ningún chico tan inflado emplearía un árbol en el que un hombre normal se quedaría atascado. Pobre Presuntuoso, ahora el más desdichado de todos los niños, pues estaba aterrorizado por Peter y lamentaba amargamente lo que había hecho. Terriblemente aficionado a beber agua cuando estaba acalorado, como consecuencia se había ido hinchando hasta alcanzar su actual gordura y en lugar de reducirse para adecuarse a su árbol, sin que los demás lo supieran había rebajado su árbol para que se adecuara a él.
Garfio adivinó lo suficiente sobre esto como para convencerse de que por fin Peter estaba a su merced, pero ni una sola palabra sobre los oscuros designios que se formaban en las cavernas subterráneas de su mente cruzó sus labios; se limitó a indicar que los cautivos fueran llevados al barco y que quería estar solo.
¿Cómo llevarlos? Atados con el cuerpo doblado realmente se los podría hacer rodar cuesta abajo como barriles, pero la mayor parte del camino discurría a través de un pantano. Una vez más la genialidad de Garfio superó las dificultades. Indicó que debía utilizarse la casita como medio de transporte. Echaron a los niños dentro, cuatro fornidos piratas la izaron sobre sus hombros y, entonando la odiosa canción pirata, la extraña procesión se puso en marcha a través del bosque. No sé si alguno de los niños estaba llorando, si era así, la canción ahogaba el sonido, pero mientras la casita desaparecía en el bosque, un valiente aunque pequeño chorro de humo brotó de su chimenea, como desafiando a Garfio.
Garfio lo vio y aquello jugó una mala pasada a Peter. Acabó con cualquier vestigio de piedad por él que pudiera haber quedado en el pecho iracundo del pirata.
Lo primero que hizo al encontrarse a solas en la noche que se acercaba rápidamente fue llegarse de puntillas al árbol de Presuntuoso y asegurarse de que le proporcionaba un pasadizo. Luego se quedó largo rato meditando, con el sombrero de mal agüero en el césped, para que una brisa suave que se había levantado pudiera removerle refrescante los cabellos. Aunque negros eran sus pensamientos sus ojos azules eran dulces como la pervinca. Escuchó atentamente por si oía sonido que proviniera de las profundidades, pero abajo todo estaba tan silencioso como arriba; la casa subterránea parecía ser una morada vacía más en el abismo. ¿Estaría dormido ese chico o estaba apostado al pie del árbol de Presuntuoso, con el puñal en la mano?
No había forma de saberlo, excepto bajando. Garfio dejó que su capa se deslizara suavemente hasta el suelo y luego, mordiéndose los labios hasta que una sangre obscena brotó de ellos, se metió en el árbol. Era un hombre valiente, pero por un momento tuvo que detenerse allí y enjugarse la frente, que le chorreaba como una vela. Luego se dejó caer en silencio hacia lo desconocido.
Llegó sin problemas al pie del pozo y se volvió a quedar inmóvil, recuperando el aliento, que casi lo había abandonado. Al írsele acostumbrando los ojos a la luz difusa, varios objetos de la casa de debajo de los árboles cobraron forma, pero el único en el que posó su ávida mirada, buscado durante tanto tiempo y hallado por fin, fue la gran cama. En ella yacía Peter profundamente dormido.
Ignorando la tragedia que se estaba desarrollando arriba, Peter, durante un rato después de que se fueran los niños, había seguido tocando la flauta alegremente: sin duda un intento bastante triste de demostrarse a sí mismo que no le importaba. Luego decidió no tomarse la medicina, para apenar a Wendy. Entonces se tumbó en la cama encima de la colcha, para contrariarla todavía más, porque siempre los había arropado con ella, ya que nunca se sabe si no se tendrá frío al avanzar la noche. Entonces casi se echó a llorar, pero se imaginó lo indignada que se pondría si en cambio se riera, así que soltó una carcajada altanera y se quedó dormido en medio de ella.
A veces, aunque no a menudo, tenía pesadillas y resultaban más dolorosas que las de otros chicos. Pasaban horas sin que pudiera apartarse de estos sueños, aunque lloraba lastimeramente en el curso de ellos. Creo que tenían que ver con el misterio de su existencia. En tales ocasiones Wendy había tenido por costumbre sacarlo de la cama y ponérselo en el regazo, tranquilizándolo con mimos de su propia invención y cuando se calmaba lo volvía a meter en la cama antes de que se despertara del todo, para que no se enterara del ultraje a que lo había sometido. Pero en esta ocasión cayó inmediatamente en un sueño sin pesadillas. Un brazo le colgaba por el borde de la cama, tenía una pierna doblada y la parte incompleta de su carcajada se le había quedado abandonada en la boca, que estaba entreabierta, mostrando las pequeñas perlas.
Indefenso como estaba lo encontró Garfio. Se quedó en silencio al pie del árbol mirando a través de la estancia a su enemigo. ¿Se estremeció su sombrío pecho con algún sentimiento de compasión? Aquel hombre no era malo del todo: le encantaban las flores (según me han dicho) y la música delicada (él mismo no tocaba nada mal el clavicémbalo) y, admitámoslo con franqueza, el carácter idílico de la escena lo conmovió profundamente. De haber sido dominado por su parte mejor, habría vuelto a subir de mala gana por el árbol si no llega a ser por una cosa.
Lo que le detuvo fue el aspecto impertinente de Peter al dormir. La boca abierta, el brazo colgando, la rodilla doblada: eran tal personificación de la arrogancia que, en conjunto, jamás volverá, esperamos, a presentarse otra igual ante sus ojos tan sensibles a su carácter ofensivo. Endurecieron el corazón de Garfio. Si su rabia lo hubiera roto en cien pedazos, cada uno de éstos habría hecho caso omiso del percance y se habría lanzado contra el durmiente.
Aunque la luz de la única lámpara iluminaba la cama débilmente, el propio Garfio estaba en la oscuridad y nada más dar un paso furtivo hacia delante se topó con un obstáculo, la puerta del árbol de Presuntuoso. No cubría del todo la abertura y había estado observando por encima de ella. Al palpar en busca del cierre, descubrió con rabia que estaba muy abajo, fuera de su alcance. A su mente trastornada le dio la impresión entonces de que la molesta cualidad de la cara y la figura de Peter aumentaba visiblemente y sacudió la puerta y se tiró contra ella. ¿Acaso se le iba a escapar su enemigo después de todo?