—El Gran Padre Blanco —les decía con aires de grandeza, mientras se arrastraban a sus pies— se alegra de ver que los guerreros piccaninnis protegen su tienda de los piratas.
—Yo Tigridia —replicaba la hermosa muchacha—. Peter Pan salvarme, yo buena amiga suya. Yo no dejar que piratas hacerle daño.
Era demasiado bonito para rebajarse de tal forma, pero Peter pensaba que se lo debía y respondía con tono de superioridad.
—Está bien. Peter Pan ha hablado.
Siempre que decía «Peter Pan ha hablado», quería decir que ahora ellos se tenían que callar y ellos lo aceptaban humildemente con esa actitud, pero no eran ni mucho menos tan respetuosos con los demás chicos, a quienes consideraban unos bravos corrientes. Les decían: «¿Qué tal?» y cosas así y lo que fastidiaba a los chicos era que daba la impresión de que a Peter esto le parecía lo correcto.
En el fondo Wendy los compadecía un poco, pero era un ama de casa demasiado leal para escuchar quejas contra el padre.
—Papá sabe lo que más conviene —decía siempre, fuera cual fuera su propia opinión. Su propia opinión era que los pieles rojas no deberían llamarla squaw
.
[9]
Ya hemos llegado a la noche que sería conocida entre ellos como la Noche entre las Noches, por sus aventuras y el resultado de éstas. El día, como si estuviera reuniendo fuerzas calladamente, había transcurrido casi sin incidentes y ahora los pieles rojas envueltos en sus mantas se encontraban en sus puestos de arriba, mientras que, abajo, los niños estaban cenando, todos menos Peter, que había salido para averiguar la hora. La manera de averiguar la hora en la isla era encontrar al cocodrilo y entonces quedarse cerca de él hasta que el reloj diera la hora.
Daba la casualidad de que esta cena era un té imaginario y estaban sentados alrededor de la mesa, engullendo con glotonería y, la verdad, con toda la charla y las recriminaciones, el ruido, como dijo Wendy, era absolutamente ensordecedor. Claro que a ella no le importaba el ruido, pero no estaba dispuesta a tolerar que se pegaran y luego se disculparan diciendo que Lelo les había empujado del brazo. Había una norma establecida por la que jamás debían devolverse los golpes durante las comidas, sino que debían remitir el motivo de la disputa a Wendy levantando cortésmente el brazo derecho y diciendo: «Quiero quejarme de Fulanito», pero lo que normalmente ocurría era que se olvidaban de hacerlo o lo hacían demasiado.
—Silencio —gritó Wendy cuando les hubo dicho por enésima vez que no debían hablar todos al mismo tiempo—. ¿Te has bebido ya la calabaza, Presuntuoso, mi amor?
—No del todo, mamá —dijo Presuntuoso, después de mirar una taza imaginaria.
—Ni siquiera ha empezado a beberse la leche —cortó Avispado.
Esto era acusar y Presuntuoso aprovechó la oportunidad.
—Quiero quejarme de Avispado —exclamó rápidamente. Pero John había levantado la mano primero.
—¿Sí, John?
—¿Puedo sentarme en la silla de Peter, ya que no está?
—¡John! ¡Sentarte en la silla de papá! —se escandalizó Wendy—. Por supuesto que no.
—No es nuestro padre de verdad —contestó John—. Ni siquiera sabía cómo se comporta un padre hasta que yo se lo enseñé.
Aquello era protestar.
—Queremos quejarnos de John —gritaron los gemelos.
Lelo levantó la mano. Era con tanta diferencia el más humilde de todos, en realidad el único humilde, que Wendy era especialmente cariñosa con él.
—Supongo —dijo Lelo con timidez—, que yo no podría hacer de papá, ¿verdad?
—No, Lelo.
Una vez que Lelo empezaba, lo cual no ocurría muy a menudo, seguía como un tonto.
—Ya que no puedo ser papá —dijo torpemente—, no creo que tú me dejaras ser el bebé, ¿verdad, Michael?
—No, no me da la gana —soltó Michael. Ya estaba en su cesta.
—Ya que no puedo ser el bebé —dijo Lelo, cada vez más torpe—, ¿creéis que podría ser un gemelo?
—Claro que no —replicaron los gemelos—, es dificilísimo ser gemelo.
—Ya que no puedo ser nada importante —dijo Lelo—, ¿os gustaría verme hacer un truco?
—No —replicaron todos.
Entonces por fin lo dejó.
—En realidad no tenía ninguna esperanza —dijo.
Las odiosas acusaciones se desataron de nuevo.
—Presuntuoso está tosiendo en la mesa.
—Los gemelos han empezado con frutos de mamey.
—Rizos está comiendo rollos de tapa y batatas.
—Avispado está hablando con la boca llena.
—Quiero quejarme de los gemelos.
—Quiero quejarme de Rizos.
—Quiero quejarme de Avispado.
—Dios mío, Dios mío —exclamó Wendy—. Estoy convencida de que a veces los hijos son más un problema que una bendición.
Les dijo que recogieran y se sentó en la cesta de la labor: como de costumbre, un montón de calcetines y todas las rodillas agujereadas.
—Wendy —protestó Michael—, soy demasiado grande para una cuna.
—Tengo que tener a alguien en una cuna —dijo ella casi con aspereza—, y tú eres el más pequeño. Es de lo más hogareño tener una cuna en casa.
Mientras cosía se pusieron a jugar a su alrededor, formando un grupo de caras alegres y piernas y brazos danzantes iluminados por aquella romántica lumbre. Había llegado a convertirse en una escena muy familiar en la casa subterránea, pero la estamos contemplando por última vez. Se oyó una pisada arriba y os aseguro que Wendy fue la primera en reconocerla.
—Niños, oigo los pasos de vuestro padre. Le gusta que lo recibáis en la puerta.
Arriba, los pieles rojas estaban arrodillados ante Peter.
—Vigilad bien, valientes, he dicho.
Y luego, como tantas otras veces, los alegres niños lo sacaron a rastras de su árbol. Como tantas otras veces, pero ya nunca más. Había traído nueces para los chicos así como la hora exacta para Wendy.
—Pero, los estás malcriando, ¿sabes? —dijo Wendy con la baba caída.
—Sí, mujer —dijo Peter, colgando su rifle.
—Fui yo quien le dijo que a las madres se las llama mujer —le susurró Michael a Rizos.
—Quiero quejarme de Michael —dijo Rizos al instante.
El primer gemelo se acercó a Peter.
—Papá, queremos bailar.
—Pues baila, baila, jovencito —dijo Peter, que estaba de muy buen humor.
—Pero queremos que tú bailes.
En realidad Peter era el mejor bailarín de todos ellos, pero fingió escandalizarse.
—¡Yo! Pero si ya no estoy para esos trotes.
—Y mamá también.
—¡Cómo! —exclamó Wendy—. ¡Yo, madre de toda esta caterva de chiquillos, que me ponga a bailar!
—Pero en un sábado por la noche… —insinuó Presuntuoso.
En realidad no era sábado por la noche, aunque podría haberlo sido, ya que hacía tiempo que habían perdido la cuenta de los días, pero siempre que querían hacer algo especial decían que era sábado por la noche y entonces lo hacían.
—Claro, que es sábado por la noche, Peter —dijo Wendy, cediendo.
—Unas personas de nuestra posición, Wendy.
—Pero es sólo delante de nuestra propia prole.
—Cierto, cierto.
Así que se les dio permiso para bailar, aunque primero debían ponerse el pijama.
—Bueno, mujer —le dijo Peter a Wendy en un aparte, calentándose junto al fuego y contemplándola mientras ella remendaba un talón—, no hay nada más agradable para ti y para mí por la noche, cuando las faenas del día han acabado, que descansar junto al fuego con los pequeños cerca.
—Es bonito, Peter, ¿verdad? —dijo Wendy, enormemente complacida—. Peter, creo que Rizos ha sacado tu nariz.
—Pues Michael se parece a ti. Ella se acercó a él y le puso la mano en el hombro.
—Querido Peter —dijo—, con una familia tan grande, como es lógico, ya no estoy tan bien como antes, pero no deseas cambiarme, ¿verdad?
—No, Wendy.
Claro que no deseaba un cambio, pero la miró inquieto, parpadeando, ¿sabéis? Como si no estuviera seguro de estar despierto o dormido.
—Peter, ¿qué te pasa?
—Estaba pensando —dijo él, un poco asustado—. Es mentira que yo sea su padre, ¿verdad?
—Oh, sí —dijo Wendy remilgadamente.
—Es que —continuó él como excusándose—, ser su padre de verdad me haría sentirme tan viejo.
—Pero son nuestros, Peter, tuyos y míos.
—Pero no de verdad, ¿no, Wendy? —preguntó angustiado.
—Si no lo deseas, no —replicó ella y oyó claramente el suspiro de alivio que soltó él.
—Peter —le preguntó, tratando de hablar con voz firme—, ¿cuáles son tus sentimientos concretos hacia mí?
—Los de un hijo fiel, Wendy.
—Me lo figuraba —dijo ella y fue a sentarse al otro extremo de la habitación.
—Qué rara eres —dijo él, francamente desconcertado—, y Tigridia es igual. Dice que quiere ser algo mío, pero no mi madre.
—No, claro que no —replicó Wendy con tremendo énfasis. Ahora ya sabemos por qué tenía prejuicios contra los pieles rojas.
—¿Entonces, qué?
—Eso no lo debe decir una dama.
—Pues muy bien —dijo Peter, algo molesto—. A lo mejor me lo dice Campanilla.
—Sí, Campanilla te lo dirá —contestó Wendy con desprecio—. No tiene modales.
Entonces Campanilla, que estaba en su tocador, escuchando a escondidas, chilló algo con insolencia.
—Dice que le encanta no tener modales —tradujo Peter. De pronto se le ocurrió una idea.
—¿A lo mejor Campanilla quiere ser mi madre?
—¡Cretino! —gritó Campanilla enfurecida.
Lo decía tan a menudo que a Wendy no le hizo falta traducción.
—Casi estoy de acuerdo con ella —soltó Wendy.
Imaginaos, Wendy hablando con brusquedad. Pero ya había sufrido mucho y no tenía la menor idea de lo que iba a pasar antes de que terminara la noche. Si lo hubiera sabido no habría hablado con brusquedad.
Ninguno de ellos lo sabía. Quizás fue mejor no saberlo. Su ignorancia les dio una hora más de felicidad y como iba a ser su última hora en la isla, alegrémonos de que tuviera sesenta minutos. Cantaron y bailaron en pijama. Era una canción deliciosamente horripilante en la que fingían asustarse de sus propias sombras: qué poco sospechaban que bien pronto se les echarían encima unas sombras ante las que se encogerían con auténtico temor. ¡Qué baile tan divertidísimo y cómo se empujaban en la cama y fuera de ella! Era más bien una pelea de almohadas que un baile y cuando se terminó, las almohadas se empeñaron en volver a ello una vez más, como compañeros que saben que puede que jamás se vuelvan a ver. ¡Qué historias se contaron, antes de que fuera la hora del cuento de buenas noches de Wendy! Incluso Presuntuoso trató de contar un cuento aquella noche, pero el principio era tan enormemente aburrido que incluso él mismo se quedó horrorizado y dijo con tristeza:
—Sí, es un principio aburrido. Mirad, hagamos como que es el final.
Y entonces por fin se metieron todos en la cama para escuchar el cuento de Wendy, el que más les gustaba, el que Peter aborrecía. Por lo general cundo se ponía a contar este cuento él se iba de la habitación o se tapaba los oídos con las manos y posiblemente si esta vez hubiera hecho una de estas cosas, puede que todavía estuvieran en la isla. Pero esta noche se quedó en su asiento y veremos lo que sucedió.
—A ver, escuchad —dijo Wendy, acomodándose para el relato, con Michael a los pies y siete chicos en la cama—. Había una vez un señor…
—Yo preferiría que fuera una señora —dijo Rizos.
—Y yo que fuera una rata blanca —dijo Avispado.
—Silencio —los reprendió su madre—. También había una señora y…
—Oh, mamá —exclamó el primer gemelo—, quieres decir que también hay una señora, ¿verdad? No está muerta, ¿verdad?
—Oh, no.
—Cómo me alegro de que no esté muerta —dijo Lelo—. ¿No te alegras, John?
—Claro que sí.
—¿No te alegras, Avispado?
—Bastante.
—¿No os alegráis, Gemelos?
—Nos alegramos.
—Dios mío —suspiró Wendy.
—A ver si hacemos menos ruido —exclamó Peter, dispuesto a que las cosas le fueran bien a Wendy, por muy espantoso que le pareciera el cuento a él.
—El señor —continuó Wendy—, era el señor Darling y ella era la señorita Darling.
—Yo los conocía —dijo John, para fastidiar a los demás.
—Yo creo que los conocía —dijo Michael no muy convencido.
—Estaban casados, ¿sabéis? —explicó Wendy—, ¿y qué os imagináis que tenían?
—Ratas blancas —exclamó Avispado con gran inspiración.
—No.
—Qué misterio —dijo Lelo, que se sabía el cuento de memoria.
—Calla, Lelo. Tenían tres descendientes.
—¿Qué son descendientes?
—Bueno, pues tú eres uno, Gemelo.
—¿Oyes eso, John? Soy un descendiente.
—Los descendientes no son más que niños —dijo John.
—Dios mío, Dios mío —suspiró Wendy—. Veamos, estos tres niños tenían una fiel niñera llamada Nana, pero el señor Darling se enfadó con ella y la ató en el patio y por eso los niños se escaparon volando.
—Qué historia tan buena —dijo Avispado.
—Se escaparon volando —continuó Wendy—, al País de Nunca Jamás, donde están los niños perdidos.
—Eso es lo que yo pensaba —interrumpió Rizos emocionado—. No sé cómo, pero eso es lo que yo pensaba.
—Oh, Wendy —exclamó Lelo—, ¿se llamaba Lelo alguno de los niños perdidos?
—Sí, así es.
—Estoy en un cuento. Hurra, estoy en un cuento, Avispado.
—Silencio. Bueno, quiero que penséis en lo que sintieron los desdichados padres al ver que todos sus niños se habían escapado.
—¡Ay! —gimieron todos, aunque en realidad no estaban pensando ni lo más mínimo en lo que sentían los desdichados padres.
—¡Imaginaos las camas vacías!
—¡Ay!
—Es tristísimo —dijo el primer gemelo alegremente.
—No me imagino que pueda acabar bien —dijo el segundo gemelo—. ¿Y tú, Avispado?
—Estoy preocupadísimo.
—Si supierais lo maravilloso que es el amor de una madre —les dijo Wendy en tono de triunfo—, no tendríais miedo.
Había llegado ya a la parte que Peter aborrecía.
—A mí sí que me gusta el amor de una madre —dijo Lelo, golpeando a Avispado con una almohada—. ¿A ti te gusta el amor de una madre, Avispado?
—Ya lo creo —dijo Avispado, devolviéndole el golpe.
—Veréis —dijo Wendy complacida—, nuestra heroína sabía que la madre dejaría siempre la ventana abierta para que sus niños regresaran volando por ella, así que estuvieron fuera durante años y se lo pasaron estupendamente.