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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

Peter Pan (2 page)

De todas las islas maravillosas la de Nunca Jamás es la más acogedora y la más comprimida: no se trata de un lugar grande y desparramado, con incómodas distancias entre una aventura y la siguiente, sino que todo está agradablemente amontonado. Cuando se juega en ella durante el día con las sillas y el mantel, no da ningún miedo, pero en los dos minutos antes de quedarse uno dormido se hace casi realidad. Por eso se ponen luces en las mesillas.

A veces, en el transcurso de sus viajes por las mentes de sus hijos, la señora Darling encontraba cosas que no conseguía entender y de éstas la más desconcertante era la palabra Peter. No conocía a ningún Peter y, sin embargo, en las mentes de John y Michael aparecía aquí y allá, mientras que la de Wendy empezaba a estar invadida por todas partes de él. El nombre destacaba en letras mayores que las de cualquier otra palabra y mientras la señora Darling lo contemplaba le daba la impresión de que tenía un aire curiosamente descarado.

—Sí, es bastante descarado —admitió Wendy a regañadientes. Su madre le había estado preguntando.

—¿Pero quién es, mi vida?

—Es Peter Pan, mamá, ¿no lo sabes?

Al principio la señora Darling no lo sabía, pero después de hacer memoria y recordar su infancia se acordó de un tal Peter Pan que se decía que vivía con las hadas. Se contaban historias extrañas sobre él, como que cuando los niños morían él los acompañaba parte del camino para que no tuvieran miedo. En aquel entonces ella creía en él, pero ahora que era una mujer casada y llena de sentido común dudaba seriamente que tal persona existiera.

—Además —le dijo a Wendy—, ahora ya sería mayor.

—Oh no, no ha crecido —le aseguró Wendy muy convencida—, es de mi tamaño.

Quería decir que era de su tamaño tanto de cuerpo como de mente; no sabía cómo lo sabía, simplemente lo sabía.

La señora Darling pidió consejo al señor Darling, pero éste sonrió sin darle importancia.

—Fíjate en lo que te digo —dijo—, es una tontería que Nana les ha metido en la cabeza; es justo el tipo de cosa que se le ocurriría a un perro. Olvídate de ello y ya verás cómo se pasa.

Pero no se pasaba y no tardó el molesto niño en darle un buen susto a la señora Darling.

Los niños corren las aventuras más raras sin inmutarse. Por ejemplo, puede que se acuerden de comentar, una semana después de que haya ocurrido la cosa, que cuando estuvieron en el bosque se encontraron con su difunto padre y jugaron con él. De esta forma tan despreocupada fue como una mañana Wendy reveló un hecho inquietante. Aparecieron unas cuantas hojas de árbol en el suelo del cuarto de los niños, hojas que ciertamente no habían estado allí cuando los niños se fueron a la cama y la señora Darling se estaba preguntando de dónde habrían salido cuando Wendy dijo con una sonrisa indulgente:

—¡Seguro que ha sido ese Peter otra vez!

—¿Qué quieres decir, Wendy?

—Está muy mal que no barra —dijo Wendy, suspirando. Era una niña muy pulcra.

Explicó con mucha claridad que le parecía que a veces Peter se metía en el cuarto de los niños por la noche y se sentaba a los pies de su cama y tocaba la flauta para ella. Por desgracia nunca se despertaba, así que no sabía cómo lo sabía, simplemente lo sabía.

—Pero qué bobadas dices, preciosa. Nadie puede entrar en la casa sin llamar.

—Creo que entra por la ventana —dijo ella.

—Pero, mi amor, hay tres pisos de altura.

—¿No estaban las hojas al pie de la ventana, mamá?

Era cierto, las hojas habían aparecido muy cerca de la ventana.

La señora Darling no sabía qué pensar, pues a Wendy todo aquello le parecía tan normal que no se podía desechar diciendo que lo había soñado.

—Hija mía —exclamó la madre—, ¿por qué no me has contado esto antes?

—Se me olvidó —dijo Wendy sin darle importancia. Tenía prisa por desayunar.

Bueno, seguro que lo había soñado.

Pero, por otra parte, allí estaban las hojas. La señora Darling las examinó atentamente: eran hojas secas, pero estaba segura de que no eran de ningún árbol propio de Inglaterra. Gateó por el suelo, escudriñándolo a la luz de una vela en busca de huellas de algún pie extraño. Metió el atizador por la chimenea y golpeó las paredes. Dejó caer una cinta métrica desde la ventana hasta la acera y era una caída en picado de treinta pies, sin ni siquiera un canalón al que agarrarse para trepar.

Desde luego, Wendy lo había soñado.

Pero Wendy no lo había soñado, según se demostró a la noche siguiente, la noche en que se puede decir que empezaron las extraordinarias aventuras de estos niños.

La noche de la que hablamos, todos los niños se encontraban una vez más acostados. Daba la casualidad de que era la tarde libre de Nana y la señora Darling los bañó y cantó para ellos hasta que uno por uno le fueron soltando la mano y se deslizaron en el país de los sueños.

Tenían todos un aire tan seguro y apacible que se sonrió por sus temores y se sentó tranquilamente a coser junto al fuego.

Era una prenda para Michael, que en el día de su cumpleaños iba a empezar a usar camisas. Sin embargo, el fuego daba calor y el cuarto de los niños estaba apenas iluminado por tres lamparillas de noche y al poco rato la labor quedó en el regazo de la señora Darling. Luego ésta empezó a dar cabezadas con gran delicadeza. Estaba dormida. Miradlos a los cuatro, Wendy y Michael allí, John aquí y la señora Darling junto al fuego. Debería haber habido una cuarta lamparilla.

Mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que el País de Nunca Jamás estaba demasiado cerca y que un extraño chiquillo había conseguido salir de él. No le daba miedo, pues tenía la impresión de haberlo visto ya en las caras de muchas mujeres que no tienen hijos. Quizás también se encuentre en las caras de algunas madres. Pero en su sueño había rasgado el velo que oscurece el País de Nunca Jamás y vio que Wendy, John y Michael atisbaban por el hueco.

El sueño de por sí no habría tenido importancia alguna, pero mientras soñaba, la ventana del cuarto de los niños se abrió de golpe y un chiquillo se posó en el suelo. Iba acompañado de una curiosa luz, no más grande que un puño, que revoloteaba por la habitación como un ser vivo y creo que debió de ser esta luz lo que despertó a la señora Darling.

Se sobresaltó soltando un grito y vio al chiquillo y de alguna manera supo al instante que se trataba de Peter Pan. Si vosotros o Wendy o yo hubiéramos estado allí nos habríamos dado cuenta de que se parecía mucho al beso de la señora Darling. Era un niño encantador, vestido con hojas secas y los jugos que segregan los árboles, pero la cosa más deliciosa que tenía era que conservaba todos sus dientes de leche. Cuando se dio cuenta de que era una adulta, rechinó las pequeñas perlas mostrándolas.

2
La sombra

La señora Darling gritó y, como en respuesta a una llamada, se abrió la puerta y entró Nana, que volvía de su tarde libre. Gruñó y se lanzó contra el niño, el cual saltó ágilmente por la ventana. La señora Darling volvió a gritar, esta vez angustiada por él, pues pensó que se había matado y bajó corriendo a la calle para buscar su cuerpecito, pero no estaba allí; levantó la vista y no vio nada en la oscuridad de la noche, salvo algo que le pareció una estrella fugaz.

Regresó al cuarto de los niños y se encontró con que Nana tenía una cosa en la boca, que resultó ser la sombra del chiquillo. Al saltar éste por la ventana Nana la había cerrado rápidamente, demasiado tarde para atraparlo, pero a su sombra no le había dado tiempo de escapar: la ventana se cerró de golpe y la arrancó.

Os aseguro que la señora Darling examinó la sombra atentamente, pero era una sombra de lo más corriente. Nana no tenía dudas sobre qué era lo mejor que se podía hacer con esta sombra. La colgó fuera de la ventana, como diciendo: «Seguro que vuelve a buscarla: vamos a ponerla en un sitio donde la pueda coger fácilmente sin molestar a los niños».

Pero por desgracia la señora Darling no podía dejarla colgando de la ventana: parecía parte de la colada y no era digno del prestigio de la casa. Se le ocurrió enseñársela al señor Darling, pero éste estaba haciendo cálculos para los abrigos de invierno de John y Michael, con un paño húmedo enrollado en la cabeza para mantener el cerebro despejado y daba pena molestarlo; además, ella ya sabía perfectamente lo que él diría:

—Todo esto ocurre por tener un perro de niñera.

Decidió enrollar la sombra y ponerla a buen recaudo en un cajón, hasta que llegara un momento adecuado para decírselo a su marido. ¡Ay, Dios mío!

El momento llegó una semana después, en aquel viernes de amargo recuerdo. Tenía que ser viernes, cómo no.
[1]

—Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes —le decía después a su marido, mientras a lo mejor Nana estaba a su otro lado, sujetándole la mano.

—No, no —le decía siempre el señor Darling—. Yo soy el responsable de todo. Yo, George Darling, lo hice.
Mea culpa, mea culpa.

Había sido educado en el estudio de los clásicos.

Así se quedaban sentados noche tras noche recordando aquel fatídico viernes, hasta que cada detalle quedaba grabado en sus cerebros y salía por el otro lado como las caras de una acuñación defectuosa.

—Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27 —decía la señora Darling.

—Si yo no hubiera echado mi medicina en el tazón de Nana —decía el señor Darling.

—Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina —decían los ojos húmedos de Nana.

—Por culpa de mi afición a las fiestas, George.

—Por culpa de mi nefasto sentido del humor, mi vida.

—Por culpa de mi susceptibilidad por tonterías, queridos amos.

Entonces al menos uno de ellos se derrumbaba por completo; Nana por pensar: «Es cierto, es cierto, no deberían haber tenido un perro de niñera». Muchas veces era el señor Darling quien enjugaba los ojos de Nana con un pañuelo.

—¡Ese canalla! —exclamaba el señor Darling y Nana lo apoyaba con un ladrido, pero la señora Darling nunca vituperaba a Peter: había algo en la comisura derecha de su boca que no quería que insultara a Peter.

Se quedaban sentados en el vacío cuarto de los niños, recordando con fervor hasta el más mínimo detalle de aquella espantosa noche. Se había iniciado de una forma normal, exactamente igual que tantas otras noches, cuando Nana preparó el agua para el baño de Michael y lo llevó hasta él subido en el lomo.

—No quiero irme a la cama —chilló él, como quien piensa que tiene la última palabra sobre el asunto—. No quiero, no quiero. Nana, todavía no son las seis. Por favor, por favor, ya no te querré más, Nana. ¡Te digo que no me quiero bañar, no y no!

Entonces entró la señora Darling, vestida con su traje de noche blanco. Se había arreglado temprano porque a Wendy le encantaba verla en traje de noche, con el collar que George le había regalado. Llevaba la pulsera de Wendy en el brazo: le había pedido que se la prestara. A Wendy le encantaba prestarle la pulsera a su madre.

Encontró a sus dos hijos mayores jugando a que eran ella misma y su padre en el día del nacimiento de Wendy y John estaba diciendo:

—Señora Darling, me complace comunicarle que es usted madre —y lo dijo exactamente en el mismo tono en que el señor Darling lo podría haber dicho en la auténtica ocasión.

Wendy bailó de alegría, como lo habría hecho la auténtica señora Darling.

Luego nació John, con la pompa extraordinaria que según él se merecía el nacimiento de un varón y Michael volvió del baño y pidió nacer también, pero John dijo cruelmente que ya no querían más.

Michael casi se echó a llorar.

—Nadie me quiere —dijo y, por supuesto, la señora del traje de noche no pudo soportarlo.

—Yo sí —dijo—. Yo sí que quiero un tercer hijo.

—¿Niño o niña? —preguntó Michael, sin demasiadas esperanzas.

—Niño.

Entonces él se echó en sus brazos. Qué cosa tan insignificante para que se acordaran de ella ahora el señor y la señora Darling y Nana, pero no tan insignificante si aquella iba a ser la última noche de Michael en el cuarto de los niños.

Siguen con sus recuerdos.

—Fue entonces cuando entré yo como un huracán, ¿verdad? —decía el señor Darling, maldiciéndose a sí mismo y es cierto que había sido como un huracán.

Quizás podría disculpársele un poco. También él se había estado arreglando para la fiesta y todo iba bien hasta que llegó a la corbata. Es increíble tener que decirlo, pero este hombre, aunque entendía de acciones y cotizaciones, no conseguía dominar la corbata. A veces la prenda cedía ante él sin presentar batalla, pero había ocasiones en que habría sido mejor para la casa si se hubiera tragado el orgullo y se hubiera puesto una corbata de nudo hecho.

Ésta fue una de esas ocasiones. Entró corriendo en el cuarto de los niños con la terca corbata toda arrugada en la mano.

—Pero bueno, ¿qué ocurre, papá querido?

—¡¿Que qué ocurre?! —aulló él, porque aulló de verdad—. Pues esta corbata, que no se anuda.

Se puso peligrosamente sarcástico.

—¡Alrededor de mi cuello, no! ¡Pero alrededor del barrote de la cama, sí! ¡Ya lo creo, veinte veces he logrado ponerla alrededor del barrote de la cama, pero alrededor de mi cuello, no! ¡Que, por favor, la disculpe!

Le pareció que la señora Darling no había quedado debidamente impresionada y siguió muy serio:

—Te advierto, mamá, que como esta corbata no esté alrededor de mi cuello no salimos a cenar esta noche y, si no salgo a cenar esta noche, no vuelvo a la oficina en mi vida y, si no vuelvo a la oficina, tú y yo nos moriremos de hambre y nuestros hijos se verán arrojados al arroyo.

Incluso entonces la señora Darling no perdió la calma.

—Déjame intentarlo, querido —dijo y en realidad eso era lo que él había venido a pedirle que hiciera y con sus suaves y frescas manos ella le anudó la corbata, mientras los niños se apiñaban alrededor para ver cómo se decidía su destino. A algunos hombres les habría sentado mal que lo hiciera con tanta facilidad, pero el señor Darling tenía un carácter demasiado bueno para eso: le dio las gracias descuidadamente, se olvidó al instante de su furia y un momento después bailaba por la habitación con Michael a la espalda.

—¡Con cuánta alegría bailamos! —dijo ahora la señora Darling, al recordarlo.

—¡Nuestro último baile! —gimió el señor Darling.

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