—¡Tony! ¡Acércate hacia aquí! —gritó con contundencia.
Tony y Teesha Washington se echaron inmediatamente cuerpo a tierra de forma instintiva y se camuflaron entre la hierba.
—¿Quién está ahí? —preguntó Tony, casi susurrando.
—Jeff Trasel, Milicia del Noroeste —contestó Trasel. Los Washington se pusieron en pie lentamente y avanzaron hacia ellos. Después, volvieron a echarse a tierra, más despacio esta vez, a pocos metros delante de Trasel.
—Me acuerdo de ti —dijo Tony—, estabas en el ataque a Princeton. Fuiste el que se hizo con la M60, ¿verdad? —Trasel asintió—. Nos presentaron después de que finalizara la acción. —Washington, tal y como hacía decenas de veces a diario, comprobó el seguro de la Thompson y continuó—: Esta es mi mujer, Teesha. No sé si os conocéis.
Trasel volvió la vista hacia la mujer, que medía un metro ochenta y dos, tan solo un poco menos que su marido.
Teesha manipuló el arma de forma que quedó claro que tenía perfecto dominio de su uso.
—La he visto de lejos —contestó Trasel—, en una de las ferias de trueque, pero nunca nos han presentado. Es un placer, señora. Teesha hizo un gesto de asentimiento y sonrió.
—Ellos son los Layton, Ken y Terry. ¿Los conocéis? —Ken y Terry, situados cada uno a seis metros de distancia de Trasel, saludaron levemente con la mano a los Washington.
—Hemos oído hablar de ellos —contestó Tony—. Son los que salieron zumbando de Chicago, ¿no? Eso sí que fue un señor paseo.
—Sí, ellos son, y salir de ahí zumbando es su especialidad —contestó Jeff mientras dejaba su HK y fruncía el ceño—. Me dijeron que habían arrasado vuestro refugio y que habían matado a todo el mundo, pero ya veo que no fue así con vosotros. ¿Qué es lo que sucedió?
—Somos los únicos supervivientes. Cuando llegaron los federales, Teesha y yo estábamos vigilando un alijo de armas que teníamos escondido a cierta distancia. Comenzaron a bombardear el rancho con morteros. Los mataron a todos: treinta y dos hombres, mujeres y niños. Volvimos al rancho a la mañana siguiente sin que nadie nos viera. Nos pasamos una hora a unos doscientos metros de distancia, mirando las ruinas de la casa y del granero a través de las miras de nuestras MIA. Al principio, no nos atrevíamos a acercarnos más. Temíamos que los federales pudiesen haber dejado preparada una emboscada. Mientras nos debatíamos entre bajar o no, un Blazer CUCV con motor diesel del ejército apareció por el camino. De él, descendieron dos especialistas de cuarta categoría y con aire despreocupado comenzaron a cargar las armas, las mochilas y los correajes que había en las trincheras. A continuación, cogieron la primera de las dos bolsas que se utilizan para transportar cadáveres y la subieron al camión. Cuando iban otra vez camino de la puerta trasera del vehículo transportando la segunda bolsa, acabamos con ellos. Les pegamos dos tiros a cada uno con nuestras MIA.
—¿Qué pasó después? —preguntó Jeff.
—Por la forma en que se comportaban nos imaginamos que no habría ningún tipo de emboscada, así que les dimos diez minutos para que se desangraran y fuimos colina abajo. Habían reunido ya todas las cosas de valor en el CUCV, así que simplemente metimos nuestras mochilas y rifles y volvimos a bajar el cadáver que habían subido al vehículo. Les quitamos los correajes a esos payasos y los echamos a la parte de atrás. Luego arrancamos el Blazer y salimos de allí. —Tony señaló la metralleta ligera SAW de Teesha y siguió hablando—: Ahí fue donde la señorita consiguió su Minimi. Estaba en la cabina del CUCV. Dejamos abandonado el vehículo unos siete kilómetros más al este, donde terminaba una vía de derrape, en medio de un soto de tejos. Tardamos tres noches enteras en llevar todas las armas de vuelta a nuestro zulo, que estaba a un kilómetro y medio de la carretera. Como no contábamos con nadie más, nos tocó hacer un montón de viajes. Una noche, un par de semanas más tarde, volvimos al rancho. Los cadáveres de los federales ya no estaban.
Washington tragó saliva un momento y continuó hablando.
—Nos pasamos toda la noche enterrando a nuestros muertos y rezando por ellos.
»Desde entonces hemos estado jugando al gato y al ratón con los federales. Entre ella y yo hemos abatido a diecisiete efectivos de Naciones Unidas, le hemos pegado fuego a siete vehículos y hemos requisado catorce armas más. Cada vez que nos hemos encontrado con otras células de resistencia hemos repartido las armas a cambio de nada, junto con una buena cantidad de comida y material médico. Los Irregulares de las Marcas Azules se han quedado con el CUCV y la radio VCR-46 que llevaba en su interior. Ahora mismo solo nos quedan media docena de armas: la M249 Minimi, nuestros dos MIA, dos automáticas de calibre.45 y mi metralleta.
Jeff le echó un vistazo a la subametralladora. Tenía un compensador Cuts, y le hacía falta una buena azulada.
—Esa no se la habrás sacado a los federales, ¿verdad? —dijo Jeff con aire sorprendido.
—No, heredé este juguetito de mi abuelo. Sirvió en los Marines en la segunda guerra mundial. Estuvo destinado como cocinero en la isla de Midway. Tras el ataque japonés, se tomaron muy en serio todo lo referente a la seguridad y este modelo 28 se convirtió en su compañero más fiel. Cuando la guerra acabó, no pudo soportar la idea de separarse de él, así que lo desmontó y se lo trajo a casa. Metió la caja del cañón en el fondo de uno de sus petates, y la culata y unos cuantos cargadores en el otro. Y lo sacó del barco, con todo el aplomo del mundo. Mi abuelo me contó que muchos de sus compañeros se trajeron también armas de esa manera. La mayoría eran Colts del.45 y algunas armas capturadas a los japos, como Nambus o espadas de samurai.
Washington se quedó un momento mirando con admiración a la Thompson y siguió hablando.
—La guardó durante años debajo de la cama. Nunca la utilizó, solo la engrasaba de tanto en tanto. Cuando murió de un ataque al corazón, mi padre y yo fuimos a la casa a ayudar a mi abuela a que se trasladara a un asilo. Cuando la sacó de debajo de la cama, por poco me desmayo. Había sido construida en la fábrica Colt. Mi padre la había visto antes muchas veces, pero yo nunca había oído hablar de ella. Era un secreto de familia. Mi abuela me dijo: «Tu abuelo me comunicó que cuando él exhalara el último aliento, quería que tú te la quedaras». Mis abuelos sabían que a mí me gustaban las armas. Mi tío y yo habíamos empezado a disparar al plato el verano anterior, y a mí aquello había comenzado a apasionarme.
—¿De cuándo estamos hablando? —preguntó Jeff, sonriendo y asintiendo con la cabeza.
—Acababa de cumplir los diecinueve, estaba en el primer o segundo año de la carrera. Era el año 1997. Hasta que no llegué aquí no tuve la oportunidad de dispararla. La controlo bastante bien. Es una auténtica maravilla.
—¿Cómo os pusisteis en contacto con los templarios?
—Yo nací y crecí en Andover, Kansas, un barrio residencial a las afueras de Wichita. Igual que Teesha. Poco después de salir del instituto, un amigo me enseñó un vídeo llamado
América en peligro.
Aquello me hizo pensar. Tenía una cuenta en internet en el J. C, así que empecé a buscar en Google todo lo referente a supervivencia, armas, almacenamiento de comida, medicina natural y milicias. Gracias a esas páginas de internet aprendí muy deprisa. Empecé a participar en un foro sobre supervivencia y preparación en The Claire Files. Roger Dunlap reparó en una de mis intervenciones y empezamos a escribirnos por correo electrónico. Poco tiempo después, me dijo que me instalara un PGP (un programa de encriptación), para que pudiésemos escribirnos sin que nadie nos fisgoneara.
»Durante el verano anterior al colapso, los Dunlap nos invitaron a Teesha y a mí a Troya a hacerles una visita de dos semanas. Formó parte del viaje de luna de miel que habíamos iniciado en Yellowstone. Cuando llegamos al rancho de Roger, aquello tuvo su gracia. No nos habíamos visto en persona, ni siquiera habíamos hablado por teléfono, todo había sido por correo electrónico, así que ninguno de los templarios sabía que nosotros éramos negros. Roger simplemente dijo: «Ey, el ciberespacio no entiende de colores, y yo tampoco. Bienvenidos». Era de esa clase de gente. Nos gustaron mucho los templarios, y nosotros a ellos. Les dije a los Dunlap que cuando me licenciara intentaría encontrar un trabajo en Idaho.
»Cuando toda la mierda provocada por los políticos estalló, nosotros no éramos templarios oficialmente hablando, pero tuvimos claro que era nuestra mejor opción. No pudimos hablar con ellos antes porque todas las líneas de larga distancia estaban cortadas y nuestro servidor local de internet colapsado. Mi padre nos dejó su minicaravana, y Teesha y yo metimos todo lo que pudimos. Papá dijo que entre él y varios vecinos aguantarían allí en el barrio. Llegamos aquí poco después de que comenzasen los disturbios, e inmediatamente nos asignaron un puesto en la seguridad del rancho y en el servicio de caza.
Jeff tamborileó con los dedos sobre la culata del HK mientras pensaba en todo lo que acababa de escuchar.
—Nos hemos encontrado con muchas milicias locales en los últimos meses —dijo por fin—. Hemos hecho todo lo posible por ayudarlos, igual que vosotros. Hasta ahora nunca habíamos invitado a nadie a unirse a nuestro grupo, ya fuera porque les faltaba experiencia o porque se trataban de unidades demasiado numerosas. Nos gusta que nuestro grupo tenga un número bajo. En vuestro caso, sin embargo, creo que el
comandante
hará una excepción. ¿Os interesa la oferta?
Teesha sonrió enseñando los dientes y asintió mirando a su marido con entusiasmo. Tony extendió la mano y estrechó la de Trasel.
—Desde luego, Jeff. Si os parece bien, nos unimos a vosotros.
«De vez en cuando el árbol de la libertad debe ser regado con la sangre de tiranos y patriotas.»
Thomas Jefferson
Hacía un frío glaciar. Durante días había nevado de forma ininterrumpida. Mientras la patrulla hacía el camino hacia Potlach bajo la tenue luz del atardecer, oyeron en la distancia el grito de una descarga de misiles Katushya, seguida por el lejano temblor de los impactos. Los cinco miembros de la patrulla vestían ponchos con capucha de camuflaje invernal que Kevin y Della habían hecho a partir de unas sábanas blancas. Su corte era extralargo para poder acomodar las mochilas. En los pies calzaban raquetas improvisadas hechas de ramas de sauce anudadas con cuerda de paracaídas y cuero. Detuvieron su marcha en una loma boscosa que quedaba justo fuera de la vista de la ciudad. La loma era tanto su vivac como su punto de reunión sobre el objetivo.
Para cuando acabaron de montar las tiendas y desenrollar los sacos ya era casi de día. Se cambiaron de pantalones y tendieron dentro de las tiendas la ropa mojada. A continuación, rezaron una oración y compartieron un desayuno a base de pemmican de venado, manzanas y galletas deshidratadas puestas previamente en remojo. Para evitar que se congelara el agua, llevaban siempre las cantimploras debajo de las chaquetas. Mike y Lisa Nelson se acurrucaron dentro de sus sacos de dormir Wiggy's FTRSS para recuperar el calor perdido tras una marcha que había durado toda la noche. Mike se frotaba las manos vigorosamente. Por turnos, frotaron mutuamente sus pies para tratar de restaurar la circulación. La temperatura del aire fuera de la tienda rondaba los quince grados bajo cero. La máxima aquella tarde solo había alcanzado los menos doce.
—Esta va a ser una velada para recordar —le dijo Mike a Lisa justo antes de dormirse—. Ojalá Dan Fong estuviera aquí para formar parte de esto. —Afuera, Kevin montaba guardia.
A través del contacto con un granjero local en enero del sexto año tras el colapso, Mike había obtenido una valiosa información de inteligencia: Potlach había sido reguarnecida recientemente por una compañía de la Belgian Chemical Corps, y la seguridad era bastante laxa. El grupo de asalto de cinco miembros estaba formado por los Nelson, Kevin Lendel y los Carlton. La nieve había parado momentáneamente, pero el barómetro de Kevin estaba descendiendo, lo que indicaba que había más en camino. Aquella noche habría media luna, pero oculta por las nubes.
A las siete de la tarde, Mike salió en solitario para llevar a cabo el reconocimiento de Potlach. Para ello eligió un altozano a unos doscientos treinta metros al sur de la casa más cercana. Allí, extendió su poncho, desplegó el saco de dormir FTRSS e instaló su telescopio terrestre Bushnell en el trípode. A través del telescopio Mike vio que los belgas hacían el cambio de guardia a las nueve y a medianoche, tal y como estaba previsto. A las doce y cuarto, Nelson emprendió el camino de vuelta al PRO. El equipo de asalto desmontó las tiendas y volvió a guardar su equipo en las mochilas. A las doce y media Mike comunicó el orden de operaciones. A continuación, hicieron una inspección de última hora. Silenciaron dos cantimploras ruidosas combinando sus contenidos. En noviembre, cuando el tiempo frío se asentó, habían deslubricado las armas y vuelto a lubricarlas con Moly Coat espolvoreado ligeramente con disulfuro de molibdeno; con todo, probaron manualmente sus funciones para comprobar que no se habían encasquillado por el frío. Luego, partieron en una fila de a uno muy espaciada a lo ancho, con los rifles y escopetas preparados bajo sus ponchos.
A medida que se acercaban a la ciudad el ulular de un generador se iba haciendo cada vez más intenso. El granjero había advertido a Mike: los belgas habían traído con ellos un generador de 15 kW montado en un tráiler para alimentar las luces, radios y algunas estufas pequeñas. En una parada para escuchar, Mike sonrió.
—Esto va ser grande —le susurró a Lisa—. No solo su visión nocturna resultará inservible por culpa de las luces, sino que el sonido del generador ocultará el ruido de nuestra venida. —El granjero también había informado a Mike de que no quedaban civiles viviendo en la ciudad. No habría confusión posible entre amigos y enemigos. También les habían dicho que la guardia cambiaba cada tres horas. Los belgas de la compañía de seguridad habían sido entrenados y equipados originalmente para la descontaminación de material de guerra química. Aquí en América, habían trabajado principalmente como soldados de guarnición. Casi todas sus horas de trabajo las habían pasado vigilando instalaciones varias y cuidando bloqueos de carretera. Solo de vez en cuando habían tenido que usar sus cilindros para eliminar combatientes de la resistencia que la infantería había encontrado escondidos en búnkeres. Su SPOE de campo consistía en equiparse, gasear los búnkeres y alejarse del lugar durante tres días. Después, volvían vestidos de nuevo con los trajes MOPP y con máscaras protectoras con filtros anulares verdes por si quedaba algún residuo de gas. Entonces, arrastraban afuera los cuerpos y las armas. Les gustaba mucho su trabajo. El ocasional gaseado brindaba una oportunidad perfecta para hacerse con un buen botín. Como eran prácticamente la única unidad de la región con trajes MOPP, nadie más podía llevar a cabo sus saqueos. Si un miembro de otra unidad montaba un número le ofrecían las bolsas de basura de plástico doble con una jocosa advertencia: «¡Venga, vamos, toma esto! Pero recuerda que están contaminadas con VX, así que ten cuidado». La respuesta a esto siempre era una salida discreta y educada. Incidentes como este les divertían mucho.