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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

Patriotas (73 page)

Al principio estaban eufóricos por el hecho de haber capturado tantas armas de calidad y dispositivos de visión nocturna. No se dieron cuenta hasta más tarde, pero también habían capturado algunos documentos muy importantes y al hombre que sería la fuente de inteligencia más valiosa de todo el teatro de operaciones del Pacífico Noroeste.

El administrador regional de las Naciones Unidas estaba furioso. Reginald Snodgrass tenía fama de tener mal genio. En dos ocasiones había llevado a cabo ejecuciones sumarias con un revólver en el interior de su propia oficina. Cuando estaba cabreado no le importaba armar una trifulca. Siempre había alguien que lo limpiaba todo después. Cuando tenía días malos, el personal a su cargo trataba de encontrar cosas para mantenerse ocupado y lejos del edificio. En esta ocasión estaba enfadado porque no le gustaba tener que abandonar su cálida oficina en medio de lo más crudo del crudo invierno. Era partidario de hacer que la gente viniera a su oficina en Lewiston para las reuniones. Allí se sentía seguro.

Esta reunión en particular iba a celebrarse en la ciudad abandonada de De Smet, treinta kilómetros al norte de Moscow. Era una localización intermedia, elegida para que los comandantes de las fuerzas de guarnición y las autoridades civiles de Coeur d'Alene, Lewiston, Moscow, Pullman, Kellogg, Sandpoint y Saint Maries acudieran fácilmente. Pero a Reggie no le gustaba el punto de reunión. Uno de sus consejeros había caído en una emboscada a tiro de piedra de Moscow justo cinco días antes. Según su criterio, cualquier zona en las afueras de Moscow era territorio comanche.

Pese a sus reservas, Snodgrass admitió que tenía que asistir a la reunión. Según los rumores, iban a rodar cabezas. No solo se esperaba su presencia sino que además quería divertirse viendo cómo empezaban a señalarse culpables con el dedo. Como era un administrador civil de las Naciones Unidas y el problema a tratar era estrictamente de seguridad militar, sabía que los dedos no lo iban a señalar a él. Como veterano con diez años de experiencia en el servicio civil británico previos a su entrada en la ONU, Reggie Snodgrass sabía cómo se jugaban esos juegos. Mientras sus ayudantes preparaban el viaje, él gruñía y se quejaba del mal tiempo. Al menos ellos tenían el privilegio de viajar hasta la reunión en un TBP bien calentito.

El encuentro en sí tuvo lugar en el salón del viejo edificio de la misión de De Smet. Estaba situado en una colina, flanqueado por un amplio camino de entrada circular. Cuando Snodgrass y su equipo llegaron, diez minutos antes del inicio programado, ya había un fuego crepitante en la chimenea. Antes de que diera comienzo la reunión se sirvió café, brandy y tentempiés. Estos detalles y la inevitable cháchara que siguió retrasaron el comienzo de los informes veinte minutos.

La reunión era una gran ocasión, tal y como Snodgrass esperaba. Incluso el comandante de los Segundos Cuerpos y sus ayudantes estaban presentes. Se trataba de los que los soldados yanquis llamaban un «espectáculo de perros y ponis» o «un verdadero grano en el culo». A Reggie le encantaban los términos coloquiales americanos. Afuera, había dos tanques y más de treinta TBP, una mezcla de BTR, BMP, Marders y Bradleys aparcados en semicírculo alrededor del terreno de la misión. La mayoría del despliegue de seguridad recibió órdenes de permanecer junto a los vehículos para evitar la posibilidad de que combatientes infiltrados pudieran sortear la vigilancia y se colaran dentro del perímetro de seguridad. También habían instalado puestos de control en la carretera en las cuatro entradas de la ciudad. Las medidas de seguridad se habían planificado con una semana de antelación. Conscientes de que una reunión de comandantes constituía un objetivo tentador, no dejaron nada al azar. Personal de las fuerzas de ingeniería pasaron tres helados días registrando con perros y detectores de metal el edificio y los terrenos en busca de bombas.

El primer informe consistió en una revisión de la situación general. Lo dio el coronel Horst Blucher, G2 de los Cuerpos Segundos de la UNPROFOR. Para más tarde había programados otros informes más detallados. Blucher era un hombre alto y de rasgos angulosos con una voz atronadora. De pie, junto a un mapa cubierto de acetato y sosteniendo una varilla retráctil, leyó las notas que tenía.

—La situación de seguridad en Montana oeste, Idaho norte y Washington este está empeorando considerablemente. En Idaho norte, nuestras fuerzas han matado hasta la fecha a doscientos noventa y cinco terroristas y capturado a diecisiete. A estos, por supuesto, los hemos interrogado exhaustivamente y nos hemos encargado de ellos. Además, ciento setenta y dos civiles problemáticos, considerados amenazas de seguridad potenciales, políticamente no fiables o posibles simpatizantes de la resistencia, han sido trasladados al campo de trabajo y rehabilitación de Gowen Field.

»Desde que llegamos a la región hemos sufrido novecientas dieciocho bajas, contando muertos y heridos. Otros noventa y siete soldados, principalmente ciudadanos americanos, han desaparecido, han muerto o han desertado. Ciento veintiséis de nuestros vehículos y once de nuestras aeronaves han sido destruidos, principalmente en incendios intencionados. Además, tres camiones y un TBP han sido robados y seguimos sin recuperarlos.

»Unas cuatrocientas armas de toda clase han desaparecido, y están presumiblemente en manos de esos terroristas. De estas, la mayoría se perdieron en emboscadas. Un número sorprendentemente alto de estas fueron tomadas por desertores. Otras trescientas doce armas, principalmente montadas en vehículos, figuran en nuestros catálogos como «destruidas».

»En un principio se calculaba que el número de efectivos de estos grupos de terroristas en Idaho norte fuera de unos ciento cincuenta. Ahora, pese a las fuertes pérdidas que les hemos infligido, tienen una fuerza estimada de setecientos efectivos, y creciendo. Están reclutando activamente en ciudades y ranchos. Sus reclutas son principalmente jóvenes sanos con preparación armamentística. En esta región prácticamente todos los varones adultos y muchas mujeres son cazadores experimentados y tiradores activos. Este horrible tiempo invernal ha disminuido el número de sus ataques, pero al mismo tiempo ha reducido la efectividad de nuestra campaña de contrainsurgencia. Estos terroristas están usando para su provecho el tiempo inclemente, entrenan a sus nuevos reclutas en campos remotos en el interior de los bosques nacionales...

Justo entonces, una fuerte explosión se oyó frente al edificio. Las ventanas vibraron. El coronel Blucher calló abruptamente. La sala se llenó de cuchicheos ansiosos. Unos cuantos oficiales desenfundaron sus pistolas.

El mayor Bundeswehr, que estaba al cargo de la seguridad interna de la reunión, corrió hasta la puerta para ver qué había pasado. Una explosión de aire frío entró mientas él se quedaba quieto en la puerta principal.

—No hay nada de qué preocuparse —dijo gritando a los allí reunidos—, solo es una pequeña bomba con temporizador bajo uno de los camiones Unimog de Moscow. No estaba cerca del edificio y ni siquiera ha prendido el depósito de gasolina. Estos pequeños actos de sabotaje son tan inútiles como patéticos.

El coronel Blucher rió y revisó sus notas para prepararse para retomar el informe. Se sentía extrañamente mareado. No podía centrarse en los papeles y le pareció que la luz de la habitación se iba haciendo más tenue. Empezaron a temblarle las manos. Levantó la vista y observó cómo la mayoría de los presentes estaban doblados sobre sus sillas o postrados en el suelo temblando. Las rodillas de Blucher cedieron y cayó a tierra con un quejido. Oyó a un teniente gritar desde la parte trasera de la habitación: «¡Gas!». Justo antes de morir, Blucher sintió que se le mojaban los pantalones y se le soltaban las tripas.

El momento crucial para muchos americanos llegó en mayo del sexto año tras el colapso, cuando los federales anunciaron que, debido a la extendida falsificación de los carnés de identificación nacional, habían empezado un programa piloto de implantación de biochips en la mano derecha de los bebés recién nacidos. Los biochips contenían mil trescientas treinta y dos líneas de datos. Al pasar la mano sobre un escáner se mostraba un informe del individuo y su balance de cuentas. En mayo del siguiente año, el anuncio decía que todo residente en Estados Unidos, sin importar su edad, debía tener o bien el carné de identidad o bien el nuevo biochip Mark IV. En mayo del año siguiente, el biochip reemplazaría por completo al carné de identidad y todo el dinero en papel sería anulado. Tras eso, los ciudadanos no podrían funcionar en el día a día sin el chip Mark IV. No podrían realizar ninguna transacción en una tienda, matricularse en un colegio, pagar sus impuestos de propiedad o transferir el título de un automóvil o de un terreno. La resistencia empezaba a florecer a lo largo y ancho del país, incluso en zonas consideradas anteriormente, poco después del anuncio del carné nacional de identidad, como «seguras». Las noticias de las «Cegueras de Chicago» un mes después fueron un catalizador aún más potente para la resistencia. Disolvieron una bulliciosa manifestación antigubernamental en el centro de Chicago con la ayuda del láser alejandrita Dazer. El sistema portátil Dazer había sido desarrollado por el CECOM del ejército americano a principio de los noventa. Estaba diseñado para destruir los sistemas electroópticos enemigos como los FLIR, las miras Starlight o de visión térmica. Dada su potencia y su longitud de onda de setecientos cincuenta nanómetros, era de todo menos seguro para el ojo humano. Era capaz de dañar una retina en un instante. En los incidentes de Chicago, un soldado de infantería francés «pintó» las primeras filas de la multitud con Dazer durante solo unos segundos. Más de ochenta personas quedaron ciegas de manera permanentemente. Las Cegueras de Chicago pasarían a la historia como un acto infame que rivalizaría con las masacres de Boston y Pearl Harbor.

Para las campañas del oeste no se pudo contar con ninguna de las tropas destacadas al este del Misisipi. El nuevo comandante del Segundo Cuerpo había recibido instrucciones de «aguantar hasta ser relevado» y de no destinar tropas a tratar de repacificar el sur de Idaho. No se debía hacer ningún movimiento hasta que la situación en el norte fuera más favorable. El comandante fusionó y reorganizó las tropas disponibles y esperó. Los federales estaban completamente inactivos y en posición defensiva a lo largo y ancho de la zona del Segundo Cuerpo.

Por sorpresa, el 4 de julio, en el sexto año tras el colapso, la legislatura de Idaho declaró su secesión de la Unión. Oregón, Washington, California, Dakota del Norte, Dakota del Sur y Alaska siguieron el ejemplo en las dos semanas siguientes.

En cuestión de días, las escasas guarniciones en el sur de Idaho cayeron frente a los rebeldes. La mayoría se rindieron sin prestar resistencia. El Segundo Cuerpo estaba empantanado en el norte, enfrentado en el combate con las fuerzas de la resistencia. El nuevo comandante del Segundo Cuerpo envió incontables faxes a las oficinas de mando de las Naciones Unidas implorando refuerzos y relevos. La respuesta era siempre la misma: «No hay refuerzos disponibles».

El 10 de julio llegaron noticias aún más descorazonadoras para el Segundo Cuerpo. Dos compañías, la compañía Bravo del Batallón Armado 114 y la compañía Alfa del Batallón de Infantería 519, habían cambiado de bando. Sus comandantes parlamentaron directamente con la resistencia y a continuación pusieron sus unidades bajo control operativo de la Milicia del Noroeste. Al cambiarse de bando se llevaron con ellos todo el equipo del que disponían. Y lo que era más importante, surtieron a la resistencia de mapas actualizados, planes, órdenes operativas, CEOI y equipo de criptografía.

30. Rancho de la Radio

«Nosotros, el pueblo de Estados Unidos, somos los dueños legítimos tanto del Congreso como de los Tribunales, con derecho no a derrocar la Constitución, sino a los hombres que la perviertan.»

Abraham Lincoln

Edgar Rhodes acababa de cumplir setenta y dos años cuando acaeció el colapso. Había perdido a su mujer hace dos años a causa del cáncer. Su único hijo, ingeniero eléctrico de profesión, se había ido a vivir a Brasil con su familia hacía ya diez años. Edgar se había quedado solo en su rancho. En el letrero en la puerta principal se podía leer «Rancho de la Radio», y lo cierto es que aquel cartel hacía justicia a lo allí existente. Había elegido el terreno unos cuarenta años atrás, en especial por su posición favorable en lo alto de una cadena montañosa. La parcela constaba de treinta y cinco acres sin salida alguna. El camino de acceso atravesaba dos propiedades vecinas hasta dar con la carretera del condado. Edgar apreciaba la privacidad. El rancho disponía de agua en abundancia (un gran manantial en la parte más baja de la propiedad), pero poco más. No había árboles ni demasiada tierra cultivable. Grandes piedras asomaban aquí y allá por toda la superficie del terreno. Pero a Edgar le gustaba su picacho. Decía que le daba «una buena vista sobre el mundo». Con el tiempo, cinco mástiles de antena fueron colocados en torno a la casa. La más alta, «su antena de rebote lunar», se erigía en lo alto de una torre de unos veinte metros de altura. También había antenas dipolo y antenas inclinadas dispersadas en varias direcciones a una distancia de la casa de hasta ochenta metros.

Edgar utilizaba un par de cilindros hidráulicos para elevar el agua hasta la casa. No eran demasiado eficientes pero al menos funcionaban. De los noventa litros por minuto que manaban del manantial, en la casa solo llegaban a salir unos quince por minuto.

Trece meses después de que los federales invadieran las colinas de Palouse, Edgar fue el destinatario de un paquete que jamás habría esperado. Una noche, a las once, unos nudillos en la puerta lo despertaron de un profundo sueño. Edgar se puso la ropa y las pantuflas y cogió su escopeta Belgium Browning del calibre.12. Cuando estaba a punto de encender la luz de corriente continua del porche, reconoció una voz familiar.

—Edgar, soy yo, Vern —escuchó—. ¡No enciendas las luces! Necesito que me hagas un favor. Tienes que esconder un paquete. —Edgar sacó las pesadas barras que él mismo había construido por toda la altura de la puerta y la abrió con recelo.

—¿Qué asunto importante te lleva a venir aquí y despertarme a estas horas de la noche? —preguntó.

Fue entonces cuando pudo ver a su vecino bajo la pálida luz de la luna. Lo acompañaba una mujer. Ambos permanecían en silencio. Edgar les hizo un gesto invitándolos a pasar con la mano mientras decía: «Venga, entrad».

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