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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (7 page)

Además del hecho incomprensible de que en apariencia el libro hubiera surgido de la nada, que la edición fuera en español añadía un grado más de extrañeza al asunto. Como si aquella novela me hubiera andado buscando, decidí apropiármela y empecé leyendo la ficha de la autora. Se había hecho famosa en 1885 con
El pequeño lord,
que fue llevada a la gran pantalla medio siglo después por John Cromwell. Sería la primera de una trilogía de novelas para niños completada con
Una princesita
y
El jardín secreto.
Después de dos divorcios y de perder a su primogénito, Francés Hodgson había residido en las Bermudas y en Long Island, donde se dedicó a la jardinería y al espiritismo hasta su muerte.

Estimulado por esa biografía, me acerqué el libro ámbar a la nariz, una costumbre que tenía desde pequeño. Desprendía un sutil perfume a lavanda. Sin duda, pertenecía a una mujer, pero no lograba explicarme cómo había llegado hasta allí.

Tras apurar la taza de café abrí el libro como si esperara encontrar en el inicio algún tipo de clave para aquel misterio. De momento, el primer capítulo de la novela, «No queda nadie», daba el perfecto titular para la situación en la que me encontraba. Empecé a leer:

Cuando Mary Lennox fue a vivir con su tío a la mansión de Misselthwaite, todo el mundo dijo que era la niña más desagradable que jamás se hubiera visto. Y es que era cierto: tenía el rostro afilado; el cuerpo, escuálido; los cabellos, apagados y lacios; la expresión, agria. Su cabello era trigueño, pero también su faz era del mismo color, y es que había nacido en la India y desde siempre había padecido una u otra enfermedad.

El relato de la infancia de Mary en la India se detiene a los nueve años, cuando en la población donde vive se desata una epidemia de cólera. Esta se lleva a los sirvientes que la cuidan. Hija de un oficial inglés, la protagonista se despierta sola en casa con la única compañía de una culebra, y espera asustada la vuelta de sus padres.

Las autoridades coloniales llegan finalmente y se sorprenden al encontrar con vida a la niña, que se había quedado dormida durante el brote de cólera. Muy enfadada, cuando pregunta a los oficiales por qué se habían olvidado de ella, recibe una contestación funesta: porque no queda nadie.

Y así fue como, de una extraña y súbita manera, Mary se enteró de que no tenía padre ni madre, ya que habían muerto, de que se los habían llevado de noche, de que habían huido de la casa a toda prisa los pocos criados que no habían perecido, y de que ninguno se había acordado de que existía la señorita
sahib.
Por eso había un silencio tal; y era verdad, por tanto, que en la casa no había habido nadie más que ella misma y la pequeña culebra susurrante.

A veces las chicas tristes tienen suerte

Con mi tercera noche en el Saint Germain se extinguía la reserva que había realizado mi agencia. No deseaba prolongar mi estancia entre aquel mobiliario rococó, más aún cuando lo que me había llevado a París había resultado ser un
bluf sin
paliativos.

Miré la fecha en mi ordenador portátil: lunes 21 de diciembre. Si regresaba aquel mismo día —tenía un billete de avión abierto—, aún podría aprovechar media semana de trabajo hasta el inevitable parón de Nochebuena.

Mientras me disponía a llamar a la jefa de proyectos para saber cómo andaban las cosas, una angustia creciente me anticipó lo que prometía ser la Navidad más gris de mi vida.

El teléfono ya estaba llamando al estudio cuando una suave campanilla anunció que había entrado un mensaje en mi Outlook. Al ver el remitente —el mánager de Eva Winter— colgué el aparato sobresaltado.

Estimado señor Daniel P. H.:

En atención a su solicitud de entrevista con nuestra representada, tengo el placer de comunicarle que Eva Winter le concederá diez minutos después del concierto de mañana martes. El evento tendrá lugar a las doce de la noche en Le Limonaire, en el 21 de la Rue Bergére, distrito 9º.

Si desea documentación fotográfica de la artista, nuestra agencia y discográfica dispone de imágenes en alta resolución cuyo precio varía en función del uso editorial. Le avanzo que Eva Winter no concede sesiones fotográficas salvo a sus retratistas de confianza.

Atentamente,

DlDIER LORENZEN

Director creativo de BadGuy Producciones

Releí varias veces ese mensaje con estupor. No sabía qué me indignaba más: si obtener respuesta dos días después de ser insultado o que me hablara con esas ínfulas, después de lo visto y oído en La Divette de Montmartre.

Tras mandarme al carajo y calificarme de pervertido —si es que me había contestado él mismo—, que pretendiera ahora venderme fotografías era más de lo que estaba dispuesto a tolerar.

Lo bueno de aquel inesperado contacto era que ahora tenía un plan más apetecible que el de matar un mal año en el estudio de arquitectura: con la excusa de las fotos, me personaría en BadGuy aquella misma mañana. Por la noche completaría mi indagación entrevistando a la diva. Mi intención era preguntarle directamente cuál había sido la inspiración para sus letras. Luego me emborracharía en algún garito de París para volar a Barcelona, muy a mi pesar, el miércoles 23.

Justo a tiempo para comprar los turrones que me comería solo.

Al hacer estos planes, sin embargo, no estaba teniendo en cuenta los intangibles: en mi caso, una vuelta de tuerca tan insospechada como incontrolable.

La sede de BadGuy estaba en un sótano de Le Marais, el barrio judío de París, no muy lejos de la señorial plaza Des Vosges. Tras pasear un rato entre sus bellas arcadas, busqué en mi mapa la Rue Aubriot. Luego me dirigí hacia allí con las manos en los bolsillos del abrigo, mientras un viento helado empezaba a sacudir los callejones.

Era el primer día verdaderamente frío desde que había llegado a la capital francesa. Sólo esperaba que no nevara, porque eso devolvería a la vida el fantasma que estaba intentando expulsar de mi vida. Por mucho que ella hubiera cambiado, para mí era imposible ver la nieve y no pensar en Desirée.

Al llamar al timbre de BadGuy recibí un pequeño calambrazo, lo cual no auguraba nada bueno. La publicidad acumulada en el buzón exterior tampoco hacía pensar que aquella discográfica, agencia o lo que fuera se encontrara a pleno funcionamiento.

Un minuto después se abrió la puerta de hierro y me recibió un hombre de unos cuarenta años. Era muy moreno de tez y de cabellos, que llevaba recogidos en largas rastas formando una cola. Me miró desafiante, tal vez porque me había tomado por un esbirro enviado por algún acreedor.

Al presentarme, su expresión mudó de la hostilidad a la falsa camaradería. Me dio una palmada en la espalda para que bajara las escaleras con él hacia lo que resultó ser un minúsculo estudio de grabación.

—Tengo las fotos en papel —explicó en un español bastante bueno—, pero te podría haber mandado las imágenes en alta por correo. Previo pago, claro está.

—La verdad es que… —me defendí antes de que me comprometiera.

—No te preocupes —me cortó—, seguro que llegamos a un acuerdo.

Ya en «el bunker», como Didier llamaba al estudio, cerró un portón de hierro y tuve la impresión de que no saldría de allí sin dejarme una buena pasta.

Mientras el director creativo —y único empleado, supuse— de BadGuy encendía su ordenador, eché un vistazo a aquel lugar asfixiante. Constaba de un breve pasillo atestado de bobinas de cedes y una estampadora digital de tamaño casero. Por las muestras que vi en las estanterías, al parecer allí no sólo se grababan los discos, sino que también se duplicaban junto con la impresión digital de la carátula. Y atendían a los falsos periodistas como yo.

El pasillo llevaba a un pequeño despacho cuadrangular que albergaba la mesa de mezclas y varios ordenadores obsoletos, además de los altavoces que colgaban de las paredes.

Fue el mismo Didier quien me abrió una puerta de corcho contigua para que viera la sala de grabación, que no tendría más de ocho metros cuadrados.

—¿Aquí se ha grabado
Ojalá estuvieras aquí?
—pregunté, sorprendido por la estrechez de aquellos estudios.

—Pues sí, ¿a que quedó guapo? Lo mezclé yo mismo, aunque la masterización se hizo fuera. Se la encargué a un ingeniero de primera división, que antes de caer en desgracia había trabajado con Prince y con Peter Gabriel.

Me importaba un comino el motivo por el que el masterizador de BadGuy había caído en desgracia, pero había algo en aquel puzle que no encajaba.

—Debió de ser una producción cara, entonces —comenté.

—La que más. Por suerte no la pagué yo.

—¿Se financió Eva Winter su propio disco?

Didier respondió a mi pregunta con una breve carcajada. Luego declaró:

—Cuando la conozcas, te darás cuenta de lo absurda que es tu pregunta. No tiene dónde caerse muerta.

Me desagradaba el cambio de tono que había operado Didier. Haciendo honor al nombre del sello, de repente me pareció un tipo malvado y fanfarrón. Prefería la cortesía postiza con la que me había escrito el correo electrónico.

—Por eso estará muy contenta si le vendo dos o tres fotos —prosiguió—. La vida del artista es un camino de zarzas, ya lo sabes. Y ella se llevará prácticamente toda la guita. Estoy en esto sólo por amistad y porque creo en esta chávala. Llámame gilipollas, si quieres, pero a mí Eva Winter no me da de comer.

—¿Quién pagó la grabación de su disco, entonces? —insistí.

—Milagros que ocurren de vez en cuando. A veces las chicas tristes tienen suerte.

Dicho esto, puso en mis manos una carpeta azul con una sesión de fotos en blanco y negro. Mientras las iba pasando —pertenecían a la misma serie de la portada del disco—, le pregunté incrédulo:

—¿Quieres decir que encontró un mecenas dispuesto a correr con los gastos?

—Corrió con los gastos y con algo más —añadió con un brillo malicioso en los ojos—, pero eso ya no es cosa tuya. Estaría mal que un mánager y productor revelara los secretos de su artista.

Sorprendido por la calaña de todo el asunto, volví a repasar los retratos. Eran delicados como las canciones del disco. Emanaban una languidez melancólica que no casaba con aquel bicho de BadGuy e incluso no del todo con la propia Eva Winter.

—¿Cuántas te quedas? —me apremió.

Antes de dejarme tomar el pelo, recordé lo que solíamos pagar en el estudio cuando habíamos comprado alguna foto de archivo para su publicación: unos ciento cincuenta euros. Añadí cincuenta más para no tener que entrar en un regateo con aquel tipejo.

—Tengo un presupuesto de doscientos euros. Creo que me quedaré con este retrato.

Separé un primer plano de Eva Winter mirando tristemente al cielo gris con la melena sacudida por el viento.

—¿Vas a pagar en efectivo? —preguntó abriendo mucho los ojos.

Se notaba que no había esperado sacar tanta tajada del último advenedizo del año. Después de un recuento en mi cartera, afirmé con la cabeza.

—Entonces te doy un CD-rom con todas las fotos de la serie —dijo—. Publica las que te dé la gana.

Cielo líquido

Después de la visita a BadGuy me detuve en una sucursal de Air France para cerrar el billete de vuelta. Salida el miércoles 23 a las 12.40 del aeropuerto Charles de Gaulle. Llegada a El Prat a las 14.20.

Saber que sólo me quedaban dos días de bohemia improvisada me dio cierta tranquilidad, como si la visión del fin hiciera más llevadero el sinsentido en el que se había convertido aquel viaje.

Quedaba un día y medio para deambular por París antes del segundo concierto: el que correspondía a la despedida y cierre. Como la temperatura había caído en picado, me refugié temporalmente en un café de la misma plaza Des Vosges. Se llamaba Le Victor Hugo porque —según leí en el menú— cerca de allí se hallaba la casa del escritor.

Ya era la hora francesa de almorzar, así que pedí una ensalada y una copa de
rouge
mientras observaba la animada clientela, que se juntaba alrededor de las mesas como si hiciera acopio de calor. Mientras comía, sentí una suave euforia. Después de mucho tiempo, tenía la sensación de haber recobrado el control sobre mi destino. Podía ir adonde quisiera, correr o sentarme, entrar o salir. En suma: era libre.

Ésta era mi ilusión a la una del mediodía en el café Le Victor Hugo de la plaza Des Vosges.

Terminado el almuerzo, el vino me sumió en una leve modorra, que combatí con un té al limón mientras sacaba de mi bolsillo
El jardín secreto.
Le había tomado cariño a ese libro, tal vez porque era lo único valioso que había conseguido desde mi llegada a París. Reprendí la lectura en el punto donde la había dejado.

Tras la muerte de sus padres en la India, Mary —la niña enfermiza de pésimo carácter— es enviada en un barco a Inglaterra para vivir bajo el amparo de su tío. Éste resulta ser un hombre huraño que habita en una mansión con un centenar de estancias en medio de unos lúgubres páramos. La señora Medlock, el ama de llaves, la conduce en plena noche hasta su desolado hogar y le advierte que muchas de esas puertas están cerradas. Tiene prohibido incluso acercarse a ellas.

Acto seguido condujeron a Mary Lennox por una ancha escalinata, un largo pasillo y una escalera de pocos peldaños, y luego por otro pasillo y otro, hasta que llegaron a una puerta abierta en un muro y la niña se encontró en una habitación con la chimenea encendida y la mesa puesta, con algo de cena.

La señora Medlock le dijo, sin ninguna ceremonia:

—¡Pues ya ves que estás aquí! Vivirás en esta habitación y en la contigua, y aquí deberás permanecer. ¡No te olvides! —Y así fue como la señorita Mary llegó a la mansión de Misselthwaite, y puede que nunca se hubiera sentido más desavenida que en aquel momento.

Sin embargo, Mary descubrirá que las estancias de la mansión no son lo único prohibido en aquella propiedad. Entre los muchos jardines que la rodean, uno de ellos está cerrado desde que la esposa de su tío falleciera en oscuras circunstancias. El lugar preferido de la difunta está sellado desde entonces y nadie sabe siquiera dónde está la entrada. Un alto y sólido muro rodea el jardín secreto, donde sólo un amistoso petirrojo sabe qué se oculta.

Al saber que en ese lugar prohibido habían existido rosales, la niña deja de lado su apatía y pregunta al jardinero:

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