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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (2 page)

Entonces me declaré.

Me había costado un año decidirme, y el esfuerzo me valió una severa amonestación.

—Por favor, Daniel, no digas esas cosas. Somos amigos, ¿no?

—Y seguiremos siéndolo —argumenté—, pero no puedo conformarme sólo con eso. Quiero que seas mi novia. Para siempre.

Estas últimas dos palabras acabaron de mandarlo todo al garete.

Conocí a la que estuvo a punto de ser mi esposa cinco años después, ya que hasta entonces había permanecido enamorado de Helena, por absurdo que pueda parecer.

Por aquel tiempo, ya era arquitecto y el trabajo funcionaba como un narcótico que me tenía a salvo de los devaneos del corazón. Pero hay una llave para cada cerrojo, y la mía fue una chica de familia bien que pasaba por una fase metafísica.

La conocí en un café de San Gervasio frecuentado por
barbies
de una cercana agencia de modelos y publicistas melenudos con aire autosuficiente. Las paredes estaban cubiertas con fotografías antiguas de estaciones de esquí; un detalle que confería al local un aire demodé muy propio de la zona alta.

Yo tenía una cita allí con un cliente que al final no se presentaría. Enfurruñado por la espera, pedí un segundo té mientras leía la cartelera de películas en el periódico. Como si se hubieran puesto todos de acuerdo, a los cinco minutos el café se vació de modelos y fantasmones. Entonces la vi.

Era una damisela de belleza frágil —se notaba que había crecido bajo el ala de un patriarca protector— y expresión reconcentrada. Estaba sola en una mesa y tenía la mirada fija en una de las viejas fotografías.

Antes de que yo volviera al periódico, suspiró:

—El silencio de la nieve.

Parecía el título de una película europea de bajo presupuesto. Hice ver que no había oído nada, pero ella volvió a hablar:

—¿No te gusta?

Estaba claro que se dirigía a mí. Y esperaba algún tipo de respuesta. Representando el papel de padre dominguero, que levanta la mirada del periódico para atender las bobadas de su hija, respondí:

—¿El qué?

—El silencio de la nieve. Quiero decir, uno puede saber si llueve al oír cómo caen las gotas al suelo. Pero cuando caen copos de nieve no se oye nada. ¿No es maravilloso? Es como si a la vida le hubieran quitado el sonido.

Esa reflexión algo infantil despertó en mí la curiosidad por aquella resabiada, que concluyó:

—A mí el silencio me parece lo más elocuente del mundo.

«Entonces, ¿por qué no te callas?» Hubiera estado bien decirle eso, pero empezaba a interesarme por Desirée, que acabó sentándose a mi mesa para proseguir aquella charla surrealista. Antes de despedirse anotó su correo electrónico en una servilleta de papel. Y yo hice lo propio.

Una semana más tarde me mandó un mensaje desde Canadá:

Querido Daniel:

Todo es blanco a mi alrededor. Cuando veo caer los copos, recuerdo lo que te decía en el café: la nieve es un fenómeno óptico y táctil, quizá, pero a diferencia de la lluvia no se oye. Por eso la nieve es más metafísica, más intelectual.

Un beso silencioso,

Desirée

La lectura de este correo electrónico me provocó tal ataque de risa que de repente me sentí juguetón. Cometí el error de pensar que podía meterme en su terreno y salir ileso.

Dispuesto a tomarle el pelo a mi etérea amiga, le respondí a continuación:

Querida Desirée:

Deja de hablar de la nieve y responde a la pregunta esencial: ¿qué sientes por mí?

Silenciosamente,

Daniel

La respuesta tardó menos de una hora en llegar. El correo electrónico llevaba adjunto un archivo de audio. Se trataba de un tema clásico de John Coltrane y Miles Davis:
In a Sentimental Mood.

Desde el ordenador del estudio cliqué sobre el archivo. Poco después empezó a sonar un saxo cálido y envolvente. Bajé la vista al texto del mensaje, donde Desirée contestaba a mi pregunta:

No puedo decirte lo que siento por ti, porque apenas te conozco. Sólo sé que cada vez que escucho esta canción desearía estar contigo en un iglú.

Flores en la niebla
Líneas rectas

Antes de la fatídica noche de mi treinta cumpleaños, todos opinaban —yo incluido— que era un tipo con suerte.

Había creado una empresa propia y me llovían los encargos de los mejores arquitectos que recalaban en Barcelona. Mi misión era plasmar las ideas, traducir sus sueños a la realidad mediante miles de rectas y curvas.

Por ejemplo, una firma de prestigio me mandaba un esbozo de lo que parecía un misil sin sentido, y yo acotaba las proporciones, sugería los materiales a emplear, estructuraba el interior. Tenía cuatro colaboradores fijos trabajando para mí de sol a sol para entregar los planos a tiempo, una coordinadora y varios delineantes externos. Después de cumplir un encargo, ya apretaban los siguientes.

Pronto quedaría demostrado que no tenía la misma habilidad para diseñar mi propia vida.

A las pocas semanas de fundar mi estudio, IMAGO/27, había empezado a salir con Desirée. La melancólica niña bien se había vuelto, con el tiempo, una asidua al gimnasio —se dejaba la piel haciendo
spinning
— que trabajaba en un banco realizando análisis financieros. Ya no hablaba del silencio de la nieve.

Faltaban tres meses para nuestra boda.

Hasta entonces yo no era consciente de que actuaba por inercia. Tal vez por falta de carácter, me veía atrapado sistemáticamente por las circunstancias: saqué buenas notas en la universidad para agradar a mis profesores, que a su vez me colocaron en un excelente escaparate para mi promoción profesional. La creación del propio negocio era cuestión de tiempo, y había sido Desirée quien me había elegido como compañero, tal vez porque advirtió en mí suficiente paciencia para contener sus cambios de humor. También había escogido ella el solar donde proyectaría nuestro nido de amor con mi propio lápiz: una casa atrevidamente moderna en la ladera del Tibidabo que pronto se convertiría en una cascara vacía.

Pero ¿era eso lo que yo quería en realidad? Ciertamente no había tenido tiempo de planteármelo. Cuando uno lucha a brazo partido para extraer todo el jugo de las oportunidades, acaba sin saber por qué hace las cosas.

La debacle llegó en la cena que organicé para celebrar mi entrada en la treintena. Un evento así tiene como menú discursos grandilocuentes, que incluyen consejos de los más veteranos para que vivas más despacio. Ese tipo de cosas.

Media hora antes de llegar los invitados, mientras ponía la mesa me dije que, exceptuando las curvas de Desirée, mi vida estaba determinada por las líneas rectas. Tal vez influido por mi profesión, siempre me orientaba hacia lo derecho y sencillo: si tienes clientes, abre un estudio; si tienes novia, cásate con ella. Así de fácil.

Sin embargo, pronto entendería que la línea recta no siempre es la distancia más corta entre dos puntos. Hay destinos en la vida que exigen largos rodeos, una habilidad especial para evolucionar en círculos hasta hallar la entrada a un mundo que está dentro de éste, pero que hasta entonces no conocías.

Pero volvamos a los preparativos de la cena. Mientras ponía un plato de Vinçon delante de cada silla, tuve un mal presentimiento. Como si hubiera cometido un error de bulto en el cálculo de cargas de un edificio, de repente supe que aquella reunión de amigos terminaría mal.

Además de Desirée, acudía mi vieja amiga Marta —la única que conservo de la carrera—, y cinco amigos más de procedencia diversa. Cenaríamos unas doradas a la sal, ensalada y vino blanco de a cuarenta euros la botella. Ellos traerían los postres.

El timbre sonó dos veces con una pausa demasiado larga, como era la costumbre de Desirée. Me acerqué a la puerta siguiendo la estela de su perfume Coco Mademoiselle. Lo llevaba desde que nos conocimos. Sabía perfectamente lo que haría cuando yo abriera la puerta: me abrazaría con la languidez de una muñeca desvencijada. Tras un beso breve y superficial, me diría su habitual: «¿Cómo está mi amor?»

Pero por una vez me equivocaba, porque al abrir la puerta la encontré quieta y con los brazos caídos. Durante unos segundos no dijo nada. Me miró como si no estuviera segura de conocerme y esbozó algo parecido a una sonrisa.

Fiesta de los maniquíes

Siempre he pensado que los regalos son espejos de las personas que los brindan, y no solamente porque nos inclinamos a elegir aquello que nos gustaría recibir. También son un mensaje en clave sobre cómo nos ven y qué esperan —o no— de nosotros en cada época.

En ese sentido, el desfile de invitados y sus obsequios fue un parte meteorológico que indicaba por dónde soplaban los vientos. Otra cosa es que yo supiera dónde me encontraba, aunque la velada iba a ser reveladora en ese sentido.

La primera llamada de aviso fue la flamante corbata que encontré tras el envoltorio que Desirée puso en mis manos. Una corbata es algo que regalas por puro compromiso —a un padre, a un suegro o a un abuelo—; por muy original que sean el diseño y los colores, es un obsequio impersonal, sin alma. El mensaje que transmite la corbata es: «No sabía qué regalarte y te he traído esto.»

Ella debió de captar enseguida mi asombro, ya que con una frialdad insólita dijo:

—Si no te gusta, puedes cambiarla. Es de la casa Hermes, ya sabes dónde está.

—Oh no, me encanta —mentí tras darle un breve beso en los labios—. Sólo es que no me lo esperaba. ¿Sabes? Es como si de repente me hubiera hecho mayor.

—Y te has hecho mayor —repuso Desirée mientras sacaba una Coca-Cola
light
de la nevera.

Bosco, un antiguo colaborador del estudio, prosiguió la obra de Desirée, como si aquella noche todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para deprimirme. Me regaló un libro de relatos de Ingeborg Bachmann:
A los treinta años.

Tras darle las gracias, para honrar su elección —se notaba que estaba orgulloso por haber encontrado un título tan oportuno— leí en silencio delante de él las primeras líneas del libro:

Cuando uno cumple treinta años se le sigue llamando joven. Sin embargo, aunque no descubra en sí ningún cambio, de repente se siente inseguro, como si ya no pudiera hacerse pasar por joven. Y una mañana se despierta y de repente no es capaz de levantarse, mientras le hieren los rayos del día que le despojan de sus armas. Entonces cierra los ojos para protegerse y se desploma en la cama desmayado, junto con todos los momentos que ha vivido.

Leído esto, concluí la ceremonia de aceptación del libro —y de los treinta años— echando una rápida ojeada a la solapa. Allí se explicaba que esta autora austríaca murió justamente tras quemarse viva en la cama. Se supone que se quedó dormida con un cigarrillo encendido, aunque también podría haber sido un suicidio.

Desolado, di a Bosco una palmadita en la espalda para que se sentara de una vez a la mesa, en lugar de escrutarme como si fuera un bicho raro. ¿Tan terrible era esto de cumplir treinta? Tal vez no me había dado cuenta porque había estado demasiado ocupado corriendo de un lado para otro.

El tercer regalo de la noche lo trajo Marta a la cocina mientras yo sacaba las doradas del horno. Nos habíamos conocido en el primer curso de facultad. Desde entonces nos habíamos visto a menudo excepto ese último año, que ella había pasado recorriendo Francia para ilustrar un libro de arquitectura.

—¿Todavía haces fotografías? —le pregunté levantando la bandeja caliente protegiéndome con dos trapos.

Marta me miró a través de sus gafas de montura de pasta y, con su timidez habitual, respondió:

—Casi exclusivamente. Me dedico a fotografiar la obra de los demás.

—Siempre se ha dicho que en Barcelona, más que buenos arquitectos, hay grandes fotógrafos de arquitectura. Parecemos más de los que somos en realidad. Seguro que Francia se verá con otros ojos después de tu trabajo. Me tienes que regalar alguna foto para que decore esta casa, ya sabes que soy un incondicional tuyo.

—Sólo si es para tapar algún desconchado —sonrió mientras contemplaba aquella cocina que veía por primera vez—. De momento te he traído música de la bohemia parisina. No es necesario que lo abras ahora, de todos modos no conoces este disco.

Besé su mejilla con la bandeja de las doradas en las manos, mientras Marta dejaba el paquete en la estantería de las especias.

La llegada del segundo plato fue aplaudido por los invitados, que acababan de descorchar la tercera botella de vino. Mientras calculaba cuánto me iba a costar aquella cena, observé que Desirée no había tocado aún la ensalada. Parecía ajena a todo lo que sucedía en la mesa.

Era la primera vez que la veía tan ensimismada delante de la gente. Desde que había abandonado la fase metafísica, no perdía ocasión de lucir palmito y pavonearse de las últimas gestas realizadas en el banco de inversiones. Por eso mismo, al servirle el plato le susurré al oído:

—¿Te encuentras bien?

—No del todo —repuso, visiblemente nerviosa—. ¿Podemos hablar un momento a solas?

Ocupados en desmenuzar y engullir los pescados, creo que sólo Marta advirtió que Desirée y yo salíamos del comedor y nos dirigíamos a la puerta de la casa.

A la espera de que ella abriera la boca, escuché un tema de Golpes Bajos que algún nostálgico había puesto en el reproductor.

Yo quiero ser el guardián

de esas noches sin estrellas.

No demores tu tardanza

que te esperan, cenicienta.

Fiesta de los maniquíes,

no los toques, por favor…

Nunca he acabado de comprender el significado de esta canción, pero aún comprendí menos lo que Desirée tenía que decirme:

—Te ruego, sobre todo, que no te enfades conmigo.

—¿Enfadarme contigo? No es culpa tuya que te encuentres mal. ¿Quieres que…?

Desirée me tapó la boca mientras luchaba para contener las lágrimas. Allí había algo que se me escapaba. Algo gordo.

—Creo que nos hemos precipitado fijando la boda para este verano —continuó—. No sé cómo explicarlo: ahora mismo me siento muy confundida.

—Estamos a tiempo de retrasarla —dije disimulando mi perplejidad—. ¿Por qué no lo hablamos mañana?

—No puedo volver a sentarme a esa mesa. Pensaba que podría soportarlo, pero no tengo fuerzas. Me siento muy mal por lo que te estoy haciendo, Daniel.

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