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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (6 page)

—¿Me permite que le haga una sugerencia?

Sobresaltado, me giré hacia quien me había hablado. Era una dama de unos cincuenta años con una tupida melena, cortada a la manera de Cleopatra. Iba enfundada en un abrigo de pieles, aunque en el interior del café no hacía precisamente frío.

—¿Habla usted conmigo? —le pregunté.

—Por supuesto —dijo con una seguridad que rozaba la arrogancia.

—¿Cómo sabe que entiendo el español? —me defendí.

—Es evidente. La manera en la que ha mirado a la chica de la jarrita lo delata.

Por el acento entendí que era mexicana. Me estaba abordando una mujer de clase alta del D.E, probablemente, con ganas de provocar a un ciudadano de la Madre Patria.

—Los parisinos nunca miran tan directamente como usted —explicó la dama—, se considera casi una agresión. De hecho, si le aguanta la mirada a un tipo de malas pulgas en un vagón de metro, puede que reciba un buen sopapo.

—¿Lo dice por experiencia? —ironicé, molesto con aquella intromisión.

—Aja. La primera vez que vine a París tuve unos problemas tremendos con los hombres cada vez que tomaba el metro. Siempre me seguían y recibía proposiciones constantemente. Al rechazarlas se ponían violentos. Hasta que entendí que el malentendido lo provocaba yo.

—¿Por la mirada?

—Exacto. Como aquí la gente procura no mirarse a los ojos, mi mirada era interpretada por algunos hombres como una invitación a seguirme. Incluso me tomaron por puta. Ahora hago como los demás y miro al suelo. Por cierto, me llamo Cora.

Estreché su mano mientras mi primer contacto en París parecía repasar mi atuendo con un rápido movimiento ocular. Tras decirle mi nombre, me preguntó:

—¿Está usted en viaje de negocios? No me parece un turista de los que vienen al Flore.

—Ah, ¿no? ¿Por qué?

—Porque está usted solo.

Ese último adjetivo abrió en mi interior una pequeña herida, como si al darle nombre mi abandono hubiera tomado más cuerpo.

—París no es ciudad para hombres solos —prosiguió la mexicana—. Demasiado deprimente. Y sólo encontrará mujeres de mal humor: son las herederas del existencialismo. ¿Por qué ha venido?

—Soy periodista musical —mentí, ensayando el discurso que pensaba emplear con Eva Winter, si lograba acceder a ella—. Preparo un reportaje sobre el folk alternativo en París.

La tal Cora me estudiaba con atención mientras con una uña se corregía el carmín de los labios. Como si no acabara de creer lo que le había contado, dijo:

—El folk de París tiene poco de alternativo. Justamente lo que se lleva aquí son los cantautores que emulan a Brassens y Leo Ferré, hay un
revival
permanente. También está de moda el jazz
manouche
y
el fanfar,
esa música con instrumentos de viento a la manera de los Balcanes.

—Veo que es usted toda una entendida en música.

—Algo conozco. ¿Sabe cuál fue la tesis con la que me doctoré en Historia? La influencia de las canciones de Los Panchos en la cultura popular mexicana contemporánea.

Tuve que hacer acopio de todo mi autocontrol para no echarme a reír. Recordaba vagamente haber visto la imagen de aquellos tres hombres trajeados, guitarra en mano, cantando boleros en algún programa de televisión de mi infancia.

—Aunque son un icono de México, los tres procedían de Nueva York —continuó—. Con casi ochenta años continuaban haciendo giras, pero tenían su secreto.

—Ah, ¿sí? —pregunté fingiendo interés—. ¿Cuál era?

—Se aguantaban con un palo detrás clavado en el suelo. Se lo ponían bajo la americana para no caerse.

La Divette de Montmartre

Las diez y media de la noche era una hora algo peregrina para un concierto, dado lo pronto que cenan los franceses, me dije tumbado en la amplia cama del hotel. Del bloque vecino ya hacía rato que me llegaba el rumor de platos y cubiertos.

Para evitar perderme por los callejones empinados de Montmartre —sólo conocía el Sacre Coeur y el mirador sobre París—, había solicitado que un taxi me recogiera a las nueve y media. No había logrado fijar la entrevista con Eva Winter, pero al menos quería tener una localidad cercana al escenario. Me preguntaba cómo sonaría en directo «Flores en la niebla». Lo lógico tras ser insultado habría sido bajar a la cantante canadiense del pedestal, pero la curiosidad que sentía por un ser con una biografía paralela a la mía dominaba sobre la ofensa.

La sola idea de ver a la chica de la carátula con mis propios ojos y sentir la vibración de su voz me sobrecogía. Era la primera vez que me embargaba una devoción tan adolescente, lo cual era un barómetro de la crisis en la que me hallaba.

El timbre sutil del teléfono me indicó que había llegado la hora. Descolgué para confirmar si se trataba efectivamente del taxista, pero sólo me llegó el chirrido de una radio entre dos canales.

Tras colgar, salté de la cama dispuesto a cumplir el oráculo de la última canción del disco: el arquitecto encontraría, aunque fuera sobre un escenario, a la mujer frágil y morena de la orilla izquierda del Sena.

Lo primero que me sorprendió de La Divette de Montmartre fue que se trataba de un bar en el que cabrían a lo sumo medio centenar de personas. Ni siquiera me cobraron entrada.

Mientras dudaba de que aquél fuera el lugar del concierto, me aposté en la barra a estudiar el local. Tendría cien metros cuadrados como mucho. Las paredes y el techo estaban recubiertos de discos de vinilo estampados, una moda que precedió a la desaparición de este soporte. Sólo había un par de mesas, el resto del público —unas quince personas— estaba de pie.

Me llamó la atención que detrás de la barra hubiera un pequeño estanco atendido por el mismo camarero. Aquello daba al bar un aire todavía más «retro».

Le pregunté si allí tendría lugar el concierto de Eva Winter y se limitó a responder con un murmullo afirmativo. Luego levantó la mirada hacia un televisor donde en aquel momento se emitía un partido de rugby.

Escamado ante aquel ambiente tan desidioso, pedí una cerveza de medio litro y me senté a la mesa más próxima al escenario. Me hallaba tan cerca —unos dos metros— que me parecía impensable que el concierto fuera a tener lugar delante de mis narices. Había tenido suerte, pensé.

Me extrañó que en el escenario no hubiera instrumentos. Sólo los amplificadores y un taburete vacío.

Mientras me preguntaba cómo se desarrollaría el
show,
me limité a observar las evoluciones del público por La Divette de Montmartre. Entre sorbo y sorbo comprobé, aturdido, cómo el local se vaciaba prácticamente al terminar el partido de rugby.

Por lo tanto, no esperaban a Eva Winter.

El resto —media docena de personas— se repartió entre una mesa detrás de la mía y una pared cercana al escenario. Allí se situaron dos chicas desastradas, con ojeras de no haber dormido en una semana.

Media hora después de la hora prevista se apagaron las luces del local, donde el televisor continuaba emitiendo radiaciones en silencio. Una luz cenital iluminó entonces el centro del escenario.

Para mi sorpresa, la artista no salió de algún camerino trasero, sino que saltó directamente al escenario desde el bar. Era una de las chicas del público. Eva Winter tenía la cara tan demacrada, respecto a la fotografía del disco, que pese a haberla tenido media hora larga a mi lado no la había reconocido.

Ahora que el foco iluminaba su rostro podía reconocerla, pero parecía que le hubieran caído diez años encima. Tenía bellas facciones, y una sedosa melena morena le caía sobre los hombros; pero el color extremadamente pálido de la piel, salpicada de granitos, le daba un aire enfermizo.

Tras cruzar las piernas —llevaba unos téjanos de pata de elefante— y acomodar su guitarra acústica, saludo tímidamente al público en francés y dedicó un par de minutos a afinar las cuerdas. Aproveché ese lapso para contabilizar el número exacto de espectadores: siete, si me incluía a mí mismo y al camarero.

Recordé lo que había leído en su página web: «Después de una exitosa gira por Latinoamérica, se ha instalado en París para conquistar al público francés.»

Al parecer, me dije, esa conquista se realizaba a un ritmo más bien pausado. Y yo gozaba de un raro privilegio: saberme iniciado en un valor musical que aún desconocían los franceses me hacía sentir importante. Hasta que empezó el concierto.

Eva Winter tocó a modo de introducción los acordes de «Islandia» unas cuantas veces, como si no encontrara el momento de entrar a cantar. Tal vez fuera porque se trataba de un concierto
unplugged
y en solitario, pero me pareció que sus dedos no aterrizaban sobre las cuerdas de manera suficientemente suave y precisa. Los acordes de aquella bonita balada sonaban salpicados de pequeñas distorsiones metálicas, como si la guitarrista no pisara bien los trastes. Tampoco el tempo era como en el disco. El arpegio se precipitaba demasiado veloz para, de repente, quedar frenado sin que hubiera un motivo para ello.

Cuando la voz aterciopelada de Eva Winter se transmitió, a través del micrófono, a los altavoces de la sala empecé a temerme lo peor. Tras un inicio prometedor, en las notas largas empezó a decaer. No acertaba con el tono y el pobre acompañamiento de guitarra no ayudaba precisamente a disimular ese defecto.

Asombrado, atribuí aquel mal inicio a un largo parón por enfermedad o bien a que tenía que calentar la voz. Sin embargo, al atacar «Un columpio para abrazar el cielo» la cosa fue a peor. No sólo desafinaba, sino que —por efecto de los nervios— empezó a confundir los acordes de la guitarra.

Supuse que el
show
iba a suspenderse de un momento a otro. O bien estaba indispuesta o en aquel momento se hallaba bajo los efectos de alguna droga, porque no daba la impresión de que pudiera levantar el vuelo. Hacía años que no acudía a un concierto de música moderna, pero aquello era claramente un escándalo.

Sin embargo, pronto entendí que la artista no era consciente de sus carencias. Con la cabeza desmayada hacia delante y la melena a modo de cortina sobre el rostro, prosiguió con su repertorio, ajena a lo que pudiera pasar en la sala, incluyendo mis pensamientos.

Por su parte, el reducido público se retiró paulatinamente a los dominios de la barra, donde pidieron bebidas antes de darse a la conversación. Y lo peor —me dije— era que, con toda probabilidad, se trataba de amigos de la cantante.

Mi situación como único espectador de ese concierto de despropósitos me hizo pensar en el aforismo de Étienne de Beaumont: «Las fiestas se hacen sobre todo para aquellos a los que no se invita.»

Todos somos raros

Sumido en el desánimo, el domingo por la mañana decidí alejarme de los cafés frecuentados por los turistas y me decanté por un pequeño bar de un callejón cercano al hotel: Le Chat Hurlant.

«El gato aullador» no era un nombre muy sugerente, pero estaba agradablemente vacío y en aquel momento sonaba el jazz místico de Jan Garbarek en su disco
Officium.
Las voces cristalinas de la Hilliard Ensemble, sobre las que el saxofonista noruego hacía sus improvisaciones, eran una cura para el desconcierto de la noche anterior.

Tras pedir un café y un cruasán con mermelada, repasé lo que había sucedido en el escenario. Me parecía inconcebible que alguien que había grabado un disco primoroso tuviera un directo tan horrible. Decepcionado, me dije que el paralelismo entre aquellas canciones y las líneas maestras de mi vida debían de ser puro azar. Una cruel casualidad.

Mientras pensaba en todo eso, fui al baño del café a refrescarme la cara por segunda vez. Aunque no había bebido demasiado, me notaba la cabeza espesa. Pronto empezaría a aullar como el gato que daba nombre al local. Después de secarme con la toalla, observé que al lado del espejo había una pegatina curiosa. Bajo una imagen del «monstruo de las galletas» se anunciaba la siguiente fiesta:

Velada contradictoria: TODOS SOMOS RAROS

La dirección del evento había sido arrancada por algún
freak
que tenía prisa en llegar a la velada, supuse. De vuelta a mi mesa pedí un segundo café al camarero: un joven rubio extremadamente delgado que parecía levitar sobre el suelo de madera. Yo había dejado de ser el único cliente, dado que sobre la mesa contigua había ahora un libro de tapas ámbar. Supuse que era de una dienta que había entrado en el baño mientras yo estaba en el de hombres.

Aburrido hasta la médula, esperé a ver quién acompañaría mi soledad aquel domingo por la mañana. Era, sin duda, una única persona —el clásico lector de café—, más concretamente una mujer.

Sin embargo, diez minutos después no había salido nadie del lavabo de mujeres. Picado por la curiosidad, me levanté y dirigí mis pasos hacia la zona de los aseos, como un niño que se monta su película. Llamé dos veces a la puerta antes de preguntar:

—¿Se encuentra bien?

Como nadie contestó, así el tirador de la puerta, a la que no se había echado el cierre. Tras unos instantes de duda, abrí para descubrir que no había nadie. Acto seguido fui al lavabo de hombres. También vacío. No entendía nada.

Al regresar al salón del pequeño café todo seguía igual: mi taza en la mesa y el libro ámbar en la contigua. Ni un alma excepto el camarero, que me miraba con cara de sapo.

—Alguien se ha dejado ese libro —dije a modo de justificación.

Como toda respuesta, el camarero liberó un bostezo. Insistí sobre el tema:

—¿Se ha fijado en quién había en esa mesa? Lo digo porque tal vez sea de un cliente habitual.

—No ha venido nadie —repuso sosamente—. Usted es el primer cliente de la mañana, y de momento el último.

—Imposible, puesto que hace un rato el libro no estaba ahí.

El rubiales se encogió de hombros, como diciendo: «¿Y a mí qué coño me importa?» Acto seguido volvió tras la barra y se sirvió una cerveza. El saxofón de Garbarek continuaba asesinando los coros sacros.

Desconcertado, tomé el libro en mis manos. Era la edición en español de una novela juvenil de 1910, tal como leí en la contracubierta. Hice girar el libro para ver el título y el autor:
El jardín secreto,
de Frances Hodgson.

La cubierta mostraba una bella ilustración victoriana: un muchacho de porte principesco de pie en una escalinata. Ésta iba a morir a un estanque con una estatua en el centro. El chico clavaba su mirada melancólica en las aguas, rodeadas por un jardín agreste que respiraba abandono.

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