—Pero… ¿de qué estás hablando? A mí me da igual cuándo sea la boda. Quítate estas tonterías de la cabeza y tengamos la cena en paz.
Los labios de Desirée temblaron antes de decir:
—Es que tampoco estoy segura de que más adelante funcione, ¿sabes? Estoy hecha un lío. Creo que lo mejor es que, de momento, nos concedamos una pausa.
«Nos concedamos una pausa», eso había sonado fatal. Es raro que dos personas se concedan una pausa. Sólo es una manera elegante de decir: vas a salir de mi vida de una patada en el trasero.
Noté cómo una serpiente de angustia ascendía por mi pecho antes de que me atreviera a preguntarle:
—¿Has conocido a alguien?
Confirmando mi sospecha, Desirée me abrazó con fuerza mientras emitía sollozos entrecortados. Luego se despegó de mí casi con violencia, abrió la puerta y salió de casa como si no fuera a volver nunca más. En aquel momento entendí que era lo más probable.
También entendí con gran estupor que ese «alguien» estaba en la mesa de la cena; tal vez era el mismo que había pinchado la canción cuyo estribillo ya se estaba extinguiendo:
Naturaleza muerta con botellas vacíasFiesta de los maniquíes,
no los toques, por favor…
Horas después de que los invitados hubieran abandonado la casa, yo seguía sentado a la mesa con la única compañía de las botellas vacías, a modo de ruinas de lo que había sido mi vida hasta el momento. Un cuadro lamentable.
Me sentía como el capitán de un barco torpedeado que se resiste a reconocer que está naufragando.
Aunque hacía años que no fumaba, me entretuve encendiendo y apurando las colillas que habían dejado los tres fumadores en el cenicero. Uno de ellos era, sin duda, el amante de Desirée y el causante de mi desgracia. Sospechaba que se trataba de Bosco, porque se había despedido con un abrazo exageradamente cariñoso: el abrazo del oso. Hasta entonces siempre había mantenido las distancias conmigo, entre otras cosas porque suspiraba por Desirée. Se le notaba a la legua y eso lo hacía doblemente sospechoso.
Al parecer, me había birlado la novia.
La siguiente pregunta era: «¿Qué demonios tiene Bosco que no tenga yo?» Había trabajado para mí en los inicios del estudio y últimamente se había establecido por su cuenta con grandes dificultades. Se rumoreaba que andaba con el agua al cuello, aunque eso aún no le había privado de vestirse de Armani.
Ciertamente, las chicas lo encontraban muy atractivo, y su lista de conquistas era de vértigo. En los meses que estuvo conmigo se había pasado por la piedra a las dos delineantes del estudio con asombrosa facilidad, además de algunas colaboradoras externas.
Bosco debía de poseer alguna aura sexual que yo no sabía ver. Sólo Marta parecía inmune a sus encantos, tal vez porque su estampa de niña aplicada —con mucha cabeza y pocas curvas— no ligaba con un rufián con clase como él.
Bosco sabía encontrar en cada ocasión la palabra justa para conmover a su público. Por ejemplo, si estábamos en una cafetería, vigilaba que las chicas obtuvieran exactamente aquello que habían pedido. Si el camarero servía un cortado largo de café a una que lo había pedido corto, se lo devolvía inmediatamente, recalcándole con suave firmeza lo que debía traer.
Había comprobado con mis propios ojos cómo ese gesto autoritario le reportaba excelentes resultados. En los ambientes esnob hay mujeres a las que les gusta ver emerger entre la niebla de lo políticamente correcto al macho protector de toda la vida. Sin embargo, me hacía cruces de que Desirée —si me hallaba en lo cierto— se hubiera dejado seducir con esa clase de trucos.
Mientras vaciaba un culo de whisky en una taza de café, me sorprendí al comprobar que en mi interior se agitaban toda clase de sentimientos excepto el odio. Tal vez eso vendría más tarde cuando, recuperado de la primera estocada, me diera cuenta de lo que había sucedido.
Los invitados de la cena se me aparecían ahora como una imagen borrosa; su recuerdo parecía llegar de las antípodas de mí mismo. Incluso me costaba evocar a la que hasta entonces había sido mi prometida.
En el silencio de la madrugada, que amplificaba mis penas, Desirée era un fantasma que se desvanecía como el humo del tabaco. Tal vez por efecto del alcohol, llegué a dudar incluso de su existencia, y eso me llevó a subir tambaleándome hasta el dormitorio.
Una vez allí busqué en los cajones la fotografía que me había regalado para mi anterior cumpleaños. Estaba en un sobre cerrado con un cordel dorado bastante cursi. Volví a bajar hasta la mesa del comedor, convertido en mi cuartel general de aquella guerra perdida.
Apuré el whisky de la taza y encendí la luz para deshacer el caprichoso lazo que cerraba el sobre. Desirée había ido al estudio de un fotógrafo de primera para que la retratara desnuda para mí. Una vez más, el regalo tenía varios niveles de lectura: por una parte me regalaba su cuerpo desnudo para mi cumpleaños, por otra parte reivindicaba su derecho a seducir más allá de las fronteras de nuestra relación. Yo conocía al fotógrafo, y seguro que había disfrutado como un poseso con ese encargo. Provocarme celos formaba, pues, parte del regalo, que, por otra parte, era todo un aviso para navegantes: ve con cuidado porque puedes perder a tu estrella.
Un año después había recibido una corbata de Hermes. ¿Pretendía tal vez que me ahorcara con ella?
Al sacar del sobre la foto de 24 x 30 experimenté una punzada de dolor. Allí estaba Desirée, emulando fielmente a Marilyn Monroe en su desnudo más conocido. Con una tela roja como fondo, aparecía con las piernas juntas y flexionadas y la espalda arqueada hacia atrás para realzar el busto, ya de por sí muy prominente. Apoyaba la mano derecha en el suelo mientras levantaba el otro brazo para apoyar la mejilla, de modo que su melena se derramaba como un torrente dorado. A diferencia de Marilyn, Desirée tenía el pelo completamente liso. Sobre el rojo carmín de los labios se alzaba su nariz respingona y unos ojos verdes almendrados que me observaban desafiantes.
Deposité la imagen sobre el cenicero y le prendí fuego. Observé sin rencor cómo una llama azul disolvía los componentes químicos de la emulsión fotográfica. Aquél era un fuego fatuo, porque hacía horas que la chica de la foto estaba muerta para mí.
Me desperté en la cama, aunque no recordaba haber subido al dormitorio. Lo último registrado en mi memoria era Desirée en llamas. Estuve un buen rato inmóvil bajo las sábanas, empapado de sudor, como el protagonista del libro de Bosco, quien tal vez en aquel momento estaba abrazado a la que había sido mi pareja los últimos siete años.
No se podía decir que, por mi parte, fuera la manera más brillante de ingresar en la treintena.
Cuando logré levantarme, la cabeza me daba vueltas y mi corazón latía violentamente. Antes de bajar las escaleras hasta el baño, tomé una sola decisión: aquel día no acudiría al estudio. Enfundado en el albornoz, llamé a la coordinadora para comunicarle que no quería recibir recados en todo el día. Colgué sin esperar comentario alguno.
Ya bajo la ducha, me dije que tal vez la depresión estuviera más cerca de lo que me temía. Era el primer día laborable que no acudía al trabajo, aunque sólo fuera para comprobar que las tareas en curso seguían el calendario previsto. Como si el abandono de Desirée me hubiera vaciado de sentido, por primera vez en mi vida empezaba a dudar de todo.
La luz de un invierno que prometía ser duro se derramaba perezosa por el ventanal de la cocina. Mientras mordisqueaba una barrita de cereales, analicé fríamente la situación que se perfilaba en mi horizonte. De alguna manera sentía que había llegado al final de un ciclo, sin la menor idea de lo que vendría a continuación. Tenía treinta años, prestigio profesional y una bonita casa recién estrenada en la que ya nadie —ni siquiera yo— quería vivir.
Incluso después de la ducha, la resaca que me habían dejado el alcohol y las colillas era considerable. Tenía dos alternativas: volver a la cama o tumbarme en el sofá del salón a estudiar el techo. Me decanté por esta segunda opción. Sin embargo, antes de salir de la cocina con un café reparé en el paquete fino y cuadrado apoyado en la estantería de las especias.
Recordé como una nebulosa el momento en el que Marta lo había dejado allí, justo cuando yo sostenía la bandeja de las doradas a la sal. «No es necesario que lo abras ahora —había dicho—, de todos modos no conoces este disco.»
Para entretener la ansiedad, retiré con cuidado la mortaja del estuche. Sabía que en el momento que emergieran a la conciencia los momentos vividos con Desirée me derrumbaría. Por pura supervivencia emocional me había impuesto la consigna de no pensar ni sentir.
Efectivamente, no conocía el disco, pero su título,
Ojalá estuvieras aquí,
me golpeó en lo más hondo. Dada mi situación, parecía una broma de mal gusto.
Estuve largo rato mirando la carátula. La cantante, Eva Winter, era una treintañera morena de aire desvalido. Clavaba la mirada en un cielo gris, mientras el viento levantaba ligeramente parte de su melena, dejando al descubierto la oreja derecha, pequeña y redonda. Al fondo de la imagen, un ancho río surcado por barcazas. Tal vez fuera el Sena a las afueras de París, aunque no resultaba fácil decirlo porque el fondo era muy brumoso.
Fui al salón entre bostezos. Me preguntaba si en París hacía mucho viento o si el fotógrafo había utilizado un ventilador para lograr ese efecto.
Puse el disco en el reproductor Bang & Olufsen. Lo había elegido Desirée, como casi todo lo que había en la casa. Con una suavidad casi irritante se tragó a Eva Winter, mientras yo me tumbaba en el sofá dispuesto a poner banda sonora a mi depresión.
La primera canción se inició con unos acordes de guitarra acústica, lentos y sincopados. Luego surgió la voz. Era excepcionalmente bella: tersa y diáfana, pero sin la afectación de la mayoría de las cantantes melódicas.
Estaba tan atento a aquella voz acariciante que tardé en darme cuenta de que cantaba en castellano:
Siempre deseaste tener un columpio para
abrazar el cielo ni que fuera un instante…
Cuando me desperté al mediodía, necesité un buen rato para entender qué hacía yo allí, un jueves, tirado en el sofá del salón. Al parecer me había quedado dormido mientras escuchaba música.
«Ojalá estuvieras aquí», me dije recordando súbitamente el título del disco.
El sentimiento ligeramente dulce con el que me había levantado se emborrascó al descubrir el bolso de Desirée mientras limpiaba el comedor. Como era naranja, igual que la tapicería de las sillas, me había pasado inadvertido hasta entonces.
Su necesidad de huida debía de haber sido muy acuciante para olvidar su bolso naranja marca Chloe, donde comprobé que tenía las llaves de su apartamento. ¿Por qué no había vuelto a recogerlo? ¿Dónde habría dormido?
De repente recordé que Bosco había sido el primero en despedirse —gran abrazo mediante— tras la marcha intempestiva de Desirée, a quien tuve que justificar aduciendo que sufría una jaqueca terrible, algo así como la que tenía yo ahora. Nuestro Casanova parecía tener mucha prisa. Quién sabe si ella no lo estaría esperando en la puerta de su casa o en un bar cercano.
Justo mientras ataba cabos —de repente, todo encajaba— sonó mi teléfono móvil. Era Bosco. Contemplé con indiferencia su nombre en el monitor durante unos segundos antes de responder.
—¿Estás bien? —preguntó después de un gélido saludo por mi parte.
—No tengo previsto suicidarme en las próximas horas, si es eso lo que quieres saber. ¿Qué ocurre?
—He visto a Desirée está mañana —dijo escuetamente.
«En tu cama, cuando has corrido las cortinas tras pasar la noche con ella», me dije un poco antes de responder:
—Muy bien. ¿Y llamas para decirme eso?
Bosco parecía inmune a mis cortes, así que decidí tomarme el asunto como si la cosa no fuera conmigo.
—La verdad es que está muy afectada —continuó— y no tiene ánimos para llamarte, pero se pondrá en contacto contigo más adelante.
—Aja.
—Me ha pedido que te llame para recuperar el bolso que olvidó anoche en tu casa.
«En tu casa —repetí para mis adentros—, es decir, que de un día para otro ha dejado de ser nuestra casa.»
—Pásate cuando quieras —respondí, haciendo acopio de serenidad—. No tengo intención de moverme de aquí en todo el día.
—Mejor te mando un mensajero. Hoy lo tengo algo así como imposible para poder escaparme del despacho.
—Como quieras.
Se hizo un silencio incómodo. Estaba claro que Bosco no sabía cómo despedirse. La situación superaba su repertorio de frases ingeniosas. Finalmente dijo:
—Lamento mucho que te hayamos dado el cumpleaños.
—Más lo lamento yo. Y colgué.
El corazón humano tiene resortes realmente misteriosos. Tras una conversación como aquélla, se suponía que yo debía estar furioso, dolido, indignado, celoso y no sé cuántas cosas más. Pero, en lugar de eso, me invadió una extraña sensación de calma y desapego. Como un barco que ha estado amarrado a puerto demasiado tiempo, de repente me sentía casi aliviado de dejar atrás lo que yo creía tierra firme.
Hacia dónde navegaría en adelante era otro asunto.
Con la tranquilidad de quien no tiene nada que perder, me serví un trozo de tarta que había quedado en la nevera y bebí abundante agua para acabar de neutralizar la resaca. Luego pulsé la tecla
replay
en el reproductor de discos compactos y Eva Winter reanudó su recital.
Si la primera vez la canción del columpio me había seducido, en la segunda audición me capturó completamente. Y no sólo por la voz acariciante de la cantante y por la melodía tiernamente ingenua. Descubrí un paralelismo entre la historia que contaba la canción y mi propia infancia. Durante años yo había luchado sin éxito para que mis padres instalaran un columpio en el jardín trasero de nuestra casa. A mi madre le daba miedo que me rompiera la crisma volando demasiado alto cuando no me estuvieran vigilando, así que prefirieron limitar lo del columpio a las sesiones controladas en el parque del barrio.
Podía ser una simple coincidencia, una nimiedad, pero me admiraba que Eva Winter contara la misma historia. Si tenía un poso autobiográfico, ella era entonces una niña bien, pues no todo el mundo tiene un terreno donde se pueda instalar un columpio.