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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (9 page)

—¿Adónde vamos? —pregunté alarmado.

—A Lille —contestó mientras sacaba un Gauloise de la cajetilla y lo encendía—. Vamos al taller interactivo de Jeanot.

No sabía quién era ese tipo ni en qué consistía el taller interactivo, pero tenía muy claro que yo no pintaba nada en aquella ciudad al norte de París. Así se lo hice saber:

—¿Y quién ha decidido que yo también tengo que ir?

Eva Winter dio un par de caladas mientras me observaba con expresión divertida, como si yo fuera un niño al que no hay que hacer mucho caso.

—Didier y yo te llevamos al hospital después de la pelea. Allí te curaron la herida, pero no tenían una cama libre. Además, el médico dijo que estabas borracho y que te lleváramos a dormir la mona a otra parte. Como no sabíamos dónde vives, te metimos en la furgoneta.

—Y después del concierto y la juerga habéis empalmado para iros a lo del taller —concluí—. ¿No es raro llevarse de paquete a alguien del público?

—Teníamos que irnos y no te iba a dejar tirado. Después de lo que has hecho por mí…

Recordé entre nebulosas la rápida bulla y el sillazo que me había dejado fuera de juego. Supuse que Eva Winter había entendido que yo había salido en su defensa, pagando un duro precio por eso.

—Además —añadió mientras apagaba la colilla en una lata vacía de cerveza—, Didier me ha dicho que me quieres hacer una entrevista. Y que has comprado un CD-rom de fotos mías. ¿Por qué dices que no sabes qué has venido a hacer a París ?

Me había pillado. Y no tenía fuerzas para inventar nuevas excusas, así que me limité a responder:

—Supongo que estaba un poco atontado por el golpe cuando te dije eso. ¿Cuándo puedo hacerte la entrevista?

Ella hizo ver que dudaba, pero la máscara de diva le había caído hacía tiempo. Si en el escenario resultaba una pésima intérprete, en la distancia corta me pareció una pobre chica que aspira a hacerse un hueco en el implacable
show business.
Todas las niñas han soñado alguna vez con ser actrices, bailarinas o cantantes. Y algunas, como Eva Winter, cargan con ese sueño hasta la edad adulta.

—Cuando quieras, bobo —respondió mientras me agarraba el brazo con suavidad—. Pero estaría bien que visitaras antes el taller interactivo de Jeanot. Te dará una idea de lo que es una movida alternativa a la de París. Por cierto, ¿cómo te llamas?

Estuve a punto de darle mi nombre completo, pero enseguida recordé que existía el riesgo de que me buscara en el Google como periodista, así que le dije:

—Puedes llamarme Daniel.

Tras darme la mano, que era delgada y suave, para que la estrechara, repuso con una sonrisa:

—Encantada de conocerte, Daniel. Puedes llamarme Eva.

El amor no tiene fin

Al parecer, el madrugón de la banda obedecía a un
brunch
organizado por el tal Jeanot, que también parecía haber pasado la noche en vela. Nos abrió la puerta, blanco y ojeroso. Era el típico cuarentón guapo con síndrome de Peter Pan; llevaba el pelo rubio recogido en un pañuelo rojo con estrellas, como un artista juvenil californiano.

Saludó al bajista y al guitarra con un amistoso palmetazo en la espalda. La percusionista y Eva Winter fueron recibidas, en cambio, con un beso en los labios.

Mi llegada no debió de agradarle, ya que me miró de arriba abajo con desconfianza. Sin embargo, tras una conversación entre susurros con las chicas —entendí que le decían que yo era un importante periodista musical—, cambió radicalmente de actitud.

—Bienvenido al taller interactivo —bramó mientras me pasaba el brazo por el hombro—. Empezará al mediodía. Por cierto, ¿cómo te has hecho eso?

Eva le explicó por encima cómo había ido la reyerta en Le Limonaire. Jeanot, que se había creído a pies juntillas lo del reportaje, alzó la voz para demostrar su carácter:

—¿Quiénes son esos hijos de puta? Decidme cómo se llaman, que esta misma tarde cojo la Harley y voy a arrancarles la cabeza.

—Olvídate de esos gilipollas —dijo la percusionista para apaciguarlo—. De todos modos, Didier ya les ha dado un escarmiento.

—Ole sus huevos. Por cierto, ¿dónde está BadGuy?

Le explicaron que había salido detrás de nosotros con su propio coche y que debía de estar al caer. Luego pasamos al interior de la casa, que era una planta baja mohosa y destartalada. Sentí que la cabeza me daba vueltas. Mientras temía volver a desmayarme de un momento a otro, pude ver que en la mesa había un viejo termo de café, media botella de zumo y unos cuantos cruasanes resecos.

Me apoyé en la pared y respiré profundamente. Una tal Anette, que fue presentada como pareja de Jeanot, sirvió a continuación una fuente de pan y un plato con restos de quesos. Me pareció que no tendría más de quince años.

Varios cigarrillos encendidos hacían la cocina irrespirable antes de que el
brunch
empezara definitivamente, lo que contribuyó a reforzar mi dolor de cabeza. Afortunadamente, el anfitrión se dio cuenta de que yo estaba en apuros, ya que ordenó:

—Anette, acompaña a Daniel al cuarto. Le han zurrado y queremos que esté entero para el taller. ¿Verdad que sí, amigo?

Asentí con la cabeza y seguí a la adolescente, que me llevó hasta un cuartucho detrás de la cocina. Tras mostrarme un colchón con las sábanas manchadas, se quedó un instante mascando chicle. Luego cerró la puerta de golpe.

Una vez solo, aunque la cabeza me dolía horrores, eché un vistazo a las fotografías que llenaban las paredes. Había instantáneas de Jeanot con más de diez chicas diferentes, aunque ninguna con la cría que nos había sido presentada como su novia.

Antes de caer sobre aquel colchón que me daba escalofríos, pasé revista a la colección de trofeos. Había un retrato de Jeanot desnudo en aquella misma cama junto a una japonesa, al más puro estilo John Lennon. En otro estaba montando en su Harley con una pelirroja que le metía la lengua en la oreja. Seguí contemplando aquella exhibición de vanidad, que debía de invitar a sus amantes a superarse, hasta que di con una fotografía que me puso de mal humor.

Mostraba de cerca a Jeanot y a Eva Winter en la playa. Ella estaba en
topless,
de pie sobre la arena, con él detrás cubriéndole los pechos con las manos.

Que la autora de «Flores en la niebla» se hubiera liado con aquel papanatas, formando parte de su muestrario, la bajaba unos cuantos puntos en mi escala de consideración.

«El mundillo de la música debe de ser así», me dije mientras me tumbaba sobre el colchón rancio.

Una vez en posición horizontal, me di cuenta de que en el techo había pegado un enorme póster de una exposición del Museo de Brooklyn. Sobre una composición abstracta dominada por el rojo sangre, se leía el título de la muestra:

LOVE HAS NO END

Aunque la intención de quien había puesto ese póster ahí fuera sólo impresionar a sus amantes, me gustó cómo sonaba aquel mensaje de esperanza. Lo repetí para mis adentros mientras los ojos se me cerraban de puro agotamiento.

Somos el tiempo que nos queda

El segundo despertar de aquel miércoles tuvo bastante menos encanto que el de Eva y la nieve. Cuando mis ojos empezaron a ver a través de la penumbra de la habitación, descubrí a BadGuy inclinado sobre mí.

—Arriba, muchacho —dijo—. El taller está a punto de empezar.

Me palpé instintivamente el vendaje de la cabeza antes de incorporarme. Iba a asistir a una actividad que, cualquier cosa que fuera, me daba pereza antes de empezar.

—¿Cómo acabó la noche de ayer? —pregunté—. Quiero decir, después de que me dejaran K.O.

—Se armó una buena —explicó mientras se ajustaba la goma de la cola—, pero esos dos ya han cobrado por lo que queda de año. No los volverás a ver por ahí.

—Seguro que no, puesto que debería estar ya regresando a Barcelona. ¿Sabes que he perdido mi vuelo por culpa de ese follón?

—Señal de que París te necesita. Tómalo como un regalo del destino.

Miré aquel colchón roñoso y la pared llena de retratos. Si aquél era el regalo que el destino tenía reservado para mí, iba apañado.

—Además, la noche no acabó tan mal —siguió—. Te libraste de pagar la botella de Lagavulin, que costaba una pasta. Le pedí al amo de Le Limonaire que nos la perdonara como daños y perjuicios. Me niego a dejar un solo euro en un lugar donde insultan y pegan a mi gente.

Sin hacerle demasiado caso, fui a refrescarme la cara en el lavadero de la cocina. Luego seguí a BadGuy hasta un garaje trasero reconvertido en sala de ensayos.

El presumido Jeanot estaba sentado en un taburete bajo dos potentes focos que le hacían parecer aún más pálido. Delante de él, una veintena de asistentes —la mayoría jovencitas— se habían acomodado en el suelo a la espera de que empezara el taller interactivo. Entre el público distinguí, en primera fila, a Eva y su banda. La tal Anette, en cambio, había desaparecido.

Me senté sobre una caja de naranjas, detrás de todos, mientras Jeanot activaba como preludio un reproductor de cedes. Los altavoces escupieron entonces una guitarra animosa, sobre la cual el anfitrión vociferaba algo como «Somos el tiempo que nos queda» en un inglés bastante pedestre.

Aquello debía de formar parte del taller, ya que un minuto después Jeanot detuvo la grabación y dijo a los asistentes:

—Esto es una maqueta del disco que estoy grabando. Además de la voz, toco todos los instrumentos y me he ocupado de la producción. Lo estáis escuchando en primicia, amigos, así que ahora quiero vuestro
feed-back.

—Es intenso y visceral —dijo una veinteañera.

—A mí me recuerda a los últimos conciertos de la Velvet Underground —añadió una
gruppie
ya entrada en años—. Por ejemplo, el que dieron en Le Bataclan en 1972.

Jeanot asentía complacido mientras afinaba las cuerdas de su guitarra acústica. Pero aquel momento de placidez fue interrumpido por BadGuy, que soltó:

—Como ingeniero de sonido, tengo que decir que las señoritas que acaban de hablar no tienen ni pajolera de música. Esta maqueta suena como el culo.

Se hizo un silencio tenso, como si todo el público aguantara la respiración, antes de que el mánager de Eva prosiguiera:

—La voz está demasiado comprimida y el color de las guitarras es feo. Sobre la composición no voy a opinar.

—Haces bien —dijo Jeanot, fingiendo serenidad—, porque a ti se te paró el reloj antes de que Dylan cogiera la guitarra eléctrica. Ni siquiera sabes qué es Le Bataclan.

Se notaba que, aunque el anfitrión estaba disgustado, tenía cierto respeto por BadGuy. O quizá fuera miedo, al ser el mánager de Eva Winter —una amante de primer nivel— y propietario de unos estudios donde quizás aspirara a grabar. Eso lo deduje por el tono extremadamente cauto con el que Jeanot se explicó a continuación:

—Reconozco que, de entrada, puede sonar algo distorsionado, pero la audición que acabamos de hacer no sirve para valorar el disco. Eso lo aprendí de un productor sueco colega mío que ha trabajado con los mejores. Decía que para saber si una grabación funciona, no hay que escucharla con atención, como hemos hecho ahora.

—Ah, ¿no? —preguntó BadGuy en tono ciertamente burlón—. ¿Cómo hay que hacerlo?

—Según el sueco, hay que poner el disco y hacer como que pasas por ahí, porque eso es lo que sucede en la vida real cuando oímos un tema en la radio o en un bar.

Para ilustrar esa teoría, que quedaba meridianamente clara, Jeanot se levantó del taburete y cruzó el reducido escenario deteniéndose en un punto con la mano en la oreja. Tras una expresión que significaba «Aja, suena bien» continuó caminando con falsa naturalidad.

Desde mi posición al fondo de la sala, no podía creerme que estuviera asistiendo a aquel bodrio.

Eva se había vuelto un par de veces en dirección a mí, como si quisiera saber mi opinión sobre el taller. Yo me había limitado a levantar la mano, como confirmando que continuaba ahí. Era todo lo que podía decir.

Tras aquel preludio desafortunado, Jeanot pasó a explicar en qué consistía el evento que había reunido a aquella parroquia.

—Lo de esta tarde no va a ser un concierto normal donde el público escucha pasivamente unas canciones. Para nada. Lo llamo «taller interactivo» porque quiero que me interroguéis después de cada canción. Podéis preguntarme con toda libertad el trasfondo de la letra y todo eso. ¿Estáis listos?

Tres o cuatro asistentes consintieron tímidamente. Luego el anfitrión empezó a rascar en su guitarra los acordes de la canción de la maqueta, tal vez para corregir la mala impresión que había causado en BadGuy. Tras una ejecución muy correcta, un chico con acné levantó la mano para tomar parte en el taller interactivo.

—¿Qué quieres decir exactamente con eso de «somos el tiempo que nos queda» ?

Jeanot le dirigió una mirada reprobatoria antes de responder:

—¿De verdad necesitas que te conteste a eso?

Se hizo otro silencio incómodo. Luego, el presunto artista arrancó con el segundo tema dejando al jovenzuelo con su pregunta en el aire.

Traté de seguir los primeros compases de esa canción, pero la letra era tan pretenciosa —con rebuscados juegos de palabras sin gracia alguna— y su forma de cantar tan histriónica que desconecté. No me interesaba aquel pagado de sí mismo.

Empezaba a entender, además, la verdadera finalidad del taller. Se trataba de que las chicas hicieran sus preguntas para que Jeanot tuviera ocasión de camelárselas. Las intervenciones de los hombres estaban fuera de lugar, sobre todo si no tenían los galones de BadGuy.

Tras media docena de canciones soporíferas sin preguntas de por medio, Jeanot increpó patriarcalmente al público:

—Vamos, no seáis tímidos. Estoy dispuesto a contaros todos los secretos de mis canciones.

Nuevamente, el chico del acné levantó la mano. Antes de que se le diera el turno de intervención, disparó:

—¿Por qué dices en la última canción que la sombra de los amantes puede vencer a los rayos del sol?

Jeanot inspiró profundamente antes de responder:

—Porque me da la gana.

Eva dice

—Jeanot es un imbécil —declaró ella, al volante de su coche, mientras encendía un Gauloise.

—Pues él cree que es una estrella —repuse.

—Para ser una estrella hay que tener luces. Y él no las tiene.

Me quedé meditando aquellas palabras mientras el humo de tabaco negro llenaba el Peugeot 205 con el que se había ofrecido a llevarme al hotel. Eran las doce de la noche pasadas y atravesábamos una zona de polígonos industriales entre Lille y París. Aunque había dejado de nevar, todo estaba helado.

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